Parte 3. Capítulo 06. En que se trata teóricamente del canibalismo

El fracasado intento de desencallar al Macquarie obliga a nuestros amigos a tomar la decisión de construir una balsa que les permita ganar la costa neozelandesa antes de que los caprichos del océano hagan astillas a los restos del destartalado buque. Ese peligro seguro se opone al incierto destino que les aguarda en la costa, donde posiblemente deban evitar la voraz furia antropófaga de los nativos.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 6

El primer medio de salvación intentado por John Mangles no había producido ningún resultado, y era forzoso por consiguiente recurrir al segundo sin demora. Era evidente que el Macquarie no podía ponerse a flote, y evidente también que había que abandonarlo, no pudiéndose tomar otro partido. Imprudencia y hasta insensatez hubiera sido aguardar a bordo socorros problemáticos. Antes de la llegada providencial de un buque al teatro del naufragio, el Macquarie se habría hecho pedazos. Una próxima tempestad, o aunque no fuese más que una marejada fuerte levantada por viento de fuera, bastaba para destrozarle y lanzar en la no lejana costa sus miserables despojos. Antes de la destrucción inevitable, John quería haber tomado tierra.

Propuso en vista de esto construir una almadía, o una jangada, como dicen los marinos, bastante sólida para transportar a la costa zelandesa a los pasajeros y una cantidad de víveres suficiente.

No había necesidad de discutir, sino de obrar. Empezaron inmediatamente los trabajos, y estaba ya la obra muy adelantada, cuando la interrumpió la noche.

A las ocho, después de cenar, mientras Lady Elena y Mary Grant descansaban en sus respectivos camarotes, Paganel y sus amigos se paseaban sobre cubierta y comentaban algunas graves cuestiones. Roberto no había querido separarse de ellos. El muchacho escuchaba con la mayor atención, pronto siempre a prestar un servicio y a sacrificarse en una empresa peligrosa.

Paganel preguntó a John Mangles si podría la jangada seguir la costa hasta Auckland, en lugar de dejar en tierra a los pasajeros.

John respondió que era imposible una navegación tan larga con un medio tan defectuoso.

—¿Y lo que no podemos intentar en una jangada —dijo Paganel— se hubiera podido llevar a cabo con la lancha del bergantín o con el bote?

—En rigor, sí —respondió John Mangles—, no navegando más que de día y permaneciendo de noche fondeados.

—Así, pues, los miserables que nos han abandonado…

—¡Oh! Ésos, como se dice vulgarmente, en el pecado llevan la penitencia —respondió John Mangles—. Estaban borrachos, y lo más probable es que, siendo como era tan profunda la oscuridad, hayan pagado con la vida su cobarde abandono.

—Tanto peor para ellos —replicó Paganel—, y tanto peor también para nosotros, porque el bote nos hubiera sido muy útil.

—¿Qué hemos de hacer, Paganel? —dijo Glenarvan—. La jangada nos llevará a tierra.

—Es precisamente lo que hubiera querido evitar —respondió el geógrafo.

—¡Cómo! ¿Un viaje de veinte millas puede intimidar a hombres curtidos, avezados a la fatiga, que han atravesado las Pampas y Australia?

—Amigos míos —respondió Paganel—, no pongo en duda nuestro valor y el de nuestras compañeras. ¡Veinte millas! ¿Qué nos importarían veinte millas en otro país cualquiera que no fuese Nueva Zelanda? No supondréis que tengo miedo. Yo fui el primero que os hizo atravesar América, que os hizo atravesar Australia. Pero aquí, os lo repito, todo es preferible a aventurarse en este país pérfido.

—Todo es preferible —respondió John Mangles— a perderse irremisiblemente en un buque varado.

—¿Pero a quién tenemos que temer tanto en Nueva Zelanda? —preguntó Glenarvan.

—A los salvajes —respondió Paganel.

—¡A los salvajes! —replicó Glenarvan—. ¿No podemos librarnos de ellos siguiendo la costa? Además, un ataque de unos cuantos miserables no puede preocupar a europeos bien armados y resueltos a defenderse a todo trance.

—No se trata de miserables —respondió Paganel, moviendo la cabeza—. Los neozelandeses forman tribus terribles que luchan contra la dominación inglesa, y se baten contra los invasores, a quienes vencen con frecuencia y se los comen siempre.

—¡Caníbales! —exclamó Roberto—. ¡Caníbales!

Y luego se le oyó pronunciar estos dos nombres:

—¡Mary! ¡Lady Elena!

—No tengas miedo, muchacho —le respondió Glenarvan para tranquilizarle—. Nuestro amigo Paganel exagera.

—No exagero nada —replicó Paganel—. Roberto ha demostrado que es un hombre, y como a tal le trato no ocultándole la verdad. Los neozelandeses son los más crueles, por no decir los más voraces, de todos los antropófagos. Devoran cuanto cae bajo sus uñas. La guerra para ellos no es más que una cacería de hombres, y fuerza es confesar que no hay otra guerra tan lógica. Los europeos matan a sus enemigos y los entierran. Los salvajes matan a sus enemigos y se los comen, y, como ha dicho muy bien mi compatriota Tomssenel, no es tan malo asar a un enemigo muerto, como matarlo, cuando no quiere morir.

—Paganel —respondió el Mayor—, lo que decís es muy discutible, pero no estamos ahora para discusiones. Sea lógico o no el ser comido, nosotros no queremos que nos coman. ¿Pero cómo el cristianismo no ha destruido ya la antropofagia?

—¿Creéis que todos los neozelandeses son cristianos? —replicó Paganel—. Los cristianos constituyen una insignificante minoría, y los misioneros son aún con mucha frecuencia víctimas de esos brutos. El año pasado el reverendo Walkner fue martirizado con una crueldad horrible.

Los maoríes le ahorcaron, y las mujeres de sus verdugos le arrancaron los ojos. Los salvajes bebieron su sangre y devoraron sus sesos. El suplicio ocurrió en 1864, en Opotiki, a algunas leguas de Auckland, casi a la vista de las autoridades inglesas. Amigos míos, se necesitan siglos para variar la naturaleza de una raza de hombres. Los maoríes serán aún largo tiempo lo que han sido. Toda su historia está escrita con sangre. ¡Cuántas tripulaciones han degollado y devorado, desde la del Tasman hasta la del Hawes! Y no es precisamente la carne de los blancos la que excita su apetito. Antes de la llegada de los europeos, los zelandeses recurrieron al asesinato para saciar su glotonería. Muchos viajeros han vivido entre ellos y asistido a los festines de los caníbales, en que los convidados sólo tomaban los platos delicados, como carne de mujer o de niño.

—Eso son cuentos —dijo el Mayor— debidos a la inventiva de los viajeros, que hacen gala de haber vuelto sanos y salvos de países peligrosos y del estómago de los antropófagos.

—Algo resto de las exageraciones —respondió Paganel—. Pero han hablado hombres dignos de fe, los misioneros Kendall, Madren, los capitanes Dillon, d’Urville, Laplace, y otros, cuyas narraciones creo a pies juntillas. Los zelandeses son crueles por naturaleza. Cuando muere uno de sus jefes inmolan víctimas humanas con que pretenden aplacar la cólera del difunto que podría ser fatal a los vivos, y al mismo tiempo los inmolados son servidores que le ofrecen para la otra vida. Pero como se comen sus criados póstumos, después de degollarlos, hay motivos para creer que el estómago les impulsa a la matanza más que la superstición.

—Sin embargo —dijo John Mangles—, se me figura que la superstición representa un gran papel en las escenas de canibalismo, y que, por consiguiente, dando a los caníbales otra religión, se les darían otras costumbres.

—Decís bien, amigo John —respondió Paganel—. Os remontáis a la grave cuestión del origen de la antropofagia. ¿Es la religión o es el hambre quien ha inducido a los hombres a comerse unos a otros? En estos momentos la discusión sería por lo menos ociosa. Las causas del canibalismo son una cuestión aún no resuelta; pero el hecho existe, y es un hecho grave que debe preocuparnos mucho.

Paganel estaba en lo cierto. La antropofagia en Nueva Zelanda ha pasado al estado crónico, como en las islas Fidji y en el estrecho de Torres. No cabe duda de que la superstición interviene en tan odiosas costumbres, pero hay caníbales, porque hay momentos en que falta la caza y el hambre apremia. Los salvajes empezaron a comer carne humana para satisfacer las exigencias de un apetito muy rara vez satisfecho, y luego los sacerdotes reglamentaron y santificaron tan monstruosas costumbres. Las comidas y las cenas han formado una liturgia, se han convertido en sagrada ceremonia, y he aquí todo.

Por otra parte, en concepto de los maoríes, no hay en el mundo nada tan natural como comerse unos a otros. Con frecuencia, los misioneros les han interrogado acerca del canibalismo. Les han preguntado por qué devoraban a sus hermanos. Los jefes de tribu les han contestado que los peces se comen a los peces, que los perros se comen a los hombres, que los hombres se comen a los perros, que éstos se comen entre sí. En su misma teogonía, la leyenda refiere que un dios se comió a otro dios. ¿Cómo es posible con tales precedentes resistir al placer de comer cada cual a su semejante?

Además, los zelandeses están persuadidos de que devorando a un enemigo muerto, se destruye su parte espiritual, y de este modo heredan su fuerza y su valor, que están particularmente encerrados en el cerebro, por cuya razón el cerebro figura en los festines como el plato de honor y predilecto.

Sin embargo, Paganel sostuvo, no sin fundamento, que la sensualidad, y sobre todo la necesidad, excitaban a los zelandeses a la antropofagia, y no sólo a los salvajes de Oceanía, sino que también a los salvajes de Europa.

—Sí —añadió—, el canibalismo ha reinado durante mucho tiempo entre nuestros antepasados de los pueblos actualmente más civilizados, y no lo toméis por una alusión personal, entre los escoceses particularmente.

—¿De veras? —dijo Mac Nabbs.

—Sí, Mayor —respondió Paganel—. Si leéis ciertos pasajes de san Jerónimo, que se refieren a los atticoli de Escocia, veréis el concepto que deben merecernos vuestros abuelos. Y sin remontarnos más allá de los tiempos históricos, bajo el reinado de Isabel, en la época misma en que Shakespeare creaba su Shylock, ¿no fue acaso ejecutado por crimen de canibalismo el bandido escocés Sawney Been? ¿Y qué sentimiento le había arrastrado a comer carne humana? ¿La religión? No; el hambre.

—¿El hambre? —preguntó John Mangles.

—El hambre —respondió Paganel—, pero sobre todo la necesidad que tiene el carnívoro de rehacer su carne y su sangre con el ázoe contenido en las sustancias animales. Bastan sin duda para que los pulmones funcionen normalmente las plantas tuberculosas y feculentas. Pero el que quiere ser fuerte y activo tiene que absorber alimentos plásticos para reparar su musculatura. Mientras los maoríes no sean miembros de la sociedad de los vegetarianos, comerán carne, y la carne que coman será humana.

—¿Y por qué humana? —dijo Glenarvan.

—Porque no tienen otra —respondió Paganel—, y es menester decirlo, no para excusar sus hábitos de canibalismo, sino para explicarlos. En este inhospitalario país son raros los cuadrúpedos y hasta las aves. Así es que los maoríes en todos los tiempos se han nutrido de carne humana. Hasta hay estaciones para comer hombres, como en las comarcas civilizadas para comer cerdo y para la caza. Entonces empiezan las grandes batidas, es decir, las grandes guerras, y tribus enteras son devoradas en la mesa de los vencedores.

—Siendo así, Paganel —dijo Glenarvan—, la antropofagia no desaparecerá hasta que los carneros, los bueyes y los cerdos abunden en las praderas de Nueva Zelanda.

—Es evidente, querido Lord, y aun entonces pasarán años antes que los maoríes pierdan su afición a la carne neozelandesa, que prefieren a todas las otras, porque los hijos gustarán por mucho tiempo de lo que gustaban sus padres. De creer lo que ellos dicen, la carne humana se parece bastante a la de cerdo, aunque tiene un poco más de humillo. La carne de los blancos les gusta menos, porque como los blancos echan sal a las sustancias de que se nutren, su carne adquiere un sabor particular que no agrada tanto a los gastrónomos antropófagos.

—¡Cuán melindrosos son! —dijo el Mayor—. ¿Pero la carne, sea de blanco o de negro, la comen cruda o cocida?

—¿Y eso qué más da, Monsieur Mac Nabbs? —exclamó Roberto.

—¿Cómo qué más da? —respondió con seriedad el Mayor—. Si me ha de comer un antropófago, quiero que se me coma cocido.

—¿Por qué?

—Para estar seguro de que no me comen vivo.

—Está bien, Mayor —replicó Paganel—. ¿Pero y si os cuecen vivo?

—Lo mejor será —respondió el Mayor— que no me coman cocido ni crudo.

—Pues bien, Mac Nabbs —dijo Paganel—, por lo que pueda convenirnos os diré que los neozelandeses comen siempre la carne cruda, o curada al humo. Son personas que han adelantado mucho en el arte culinario, y tienen un paladar bien educado. Pero respetando el gusto de los demás, pues de gustos no hay nada escrito, os aseguro que la idea de ser comido, por bien que me condimenten, no me hace gracia. ¡Qué asco, terminar la existencia en el estómago de un salvaje!

—En fin —dijo John Mangles—, resulta de todo lo dicho que debemos evitar caer en sus manos esperando que el cristianismo proscriba tan horrorosas costumbres.

—Debemos esperarlo —respondió Paganel—, pero creedme, un salvaje que se ha aficionado a la carne humana, renunciará a ella difícilmente. Juzgad por estos dos hechos.

—Veamos los hechos, Paganel —dijo Glenarvan.

—El primero está consignado en las Crónicas de la Sociedad de Jesuitas del Brasil. Un misionero portugués encontró un día a una vieja brasileña muy enferma, de suerte que le quedaban pocos días de vida. El jesuita le inculcó las verdades del cristianismo, que fueron aceptadas sin discusión por la moribunda. Después de nutrir su alma, pensó en nutrir su cuerpo, y ofreció a la penitente algunas golosinas europeas. «¡Ay! —respondió la vieja—, mi estómago no puede tolerar ningún alimento. Sólo hay uno que creo me comería con gusto, pero desgraciadamente no hay aquí nadie que pueda proporcionármelo». «¿Qué es?», le preguntó el jesuita. «¡Ay, padre! ¡Una mano de niño! ¡Con qué gusto roería los huesecillos!».

—¡Cáspita! ¿Pero eso es bueno? —preguntó Roberto.

—La segunda historia te lo va a decir —respondió Paganel—. Un día un misionero reconvenía a un caníbal por la horrible costumbre, contraria a las leyes divinas, de comer carne humana. «¡Y además —añadió— debe de ser carne mala!». «¡Ah! ¡Padre mío! —respondió el salvaje mirando con avidez al misionero, en el cual de buena gana hubiera hincado el diente—. Decid que Dios prohíbe comerla. ¡Pero no digáis que es mala! ¡Si alguna vez la hubieseis probado…!».