Parte 2. Capítulo 02. Tristán da Cunha

El plan acordado por los pasajeros del Duncan incluye navegar siguiendo el paralelo 37 deteniéndose en todas las porciones de tierra firme que que encuentren en su recorrido.Tristán da Cunha es primer grupo de islas en el que recalan, y del que conocemos su presente y su pasado.

Los hijos del capitán Grant. Parte 2. Capítulo 02

Si el yate hubiese seguido la línea del ecuador los 196° que separan Australia de América, o, por mejor decir, el cabo Bernouille, del cabo Corrientes, habrían equivalido a 11.760 millas geográficas. Pero en el paralelo 37 estos 196°, a consecuencia de la forma del Globo, no representan más que 9.480 millas. Desde la costa americana de Tristán da Cunha se cuentan 2.400 millas de distancia que John Mangles esperaba salvar en diez días, si no retardaban la marcha del yate los vientos del este. Pero no hubo vientos contrarios. Al anochecer la brisa decayó sensiblemente, después varió, y el Duncan pudo desplegar en un mar tranquilo todas sus incomparables cualidades.

Los pasajeros habían vuelto a sus costumbres de a bordo. No parecía que hubiesen permanecido un mes fuera del buque. Después de haber surcado las aguas del Pacífico se extendían bajo sus miradas las del Atlántico, y, salvo algunos matices, todas las olas se parecen. Los elementos, que a tan terribles pruebas les habían sometido, reunían sus esfuerzos para favorecerles. El océano estaba tranquilo, el viento venía de buena parte, y todo el velamen, hinchado por las brisas del oeste, ayudaba al infatigable vapor almacenado en la caldera.

Aquella rápida travesía se llevó a cabo sin accidentes ni incidentes. Se esperaba con confianza la costa australiana. Las probabilidades se convertían en certezas. Se hablaba del capitán Grant como si el yate fuese a buscarle en un punto determinado. Su camarote y los coys de sus dos compañeros se prepararon a bordo. Mary Grant se complacía en arreglarlos y embellecerlos con sus propias manos. Le había cedido su cámara Monsieur Olbinett, el cual se trasladó a la de Madame Olbinett, que confinaba con el famoso número seis, retenido a bordo del Scotia por Santiago Paganel.

Casi de continuo permanecía encerrado en él el sabio geógrafo. Trabajaba desde el amanecer hasta que anochecía en una obra titulada: Sublimes impresiones de un geógrafo en la Pampa argentina. Se le oía articular y casi cantar con voz conmovida sus elegantes y redondeados períodos antes de fijarlos en las blancas páginas de su prontuario, y más de una vez, infiel a Clío, la musa de la Historia, invocó en sus transportes a la divina Calíope, que está al frente de la Epopeya.

Paganel no lo negaba. Por él las castas hijas de Apolo abandonaban voluntariamente las cumbres de Helicón y del Parnaso, por lo que Lady Elena le felicitaba sinceramente. El Mayor le felicitaba también por sus visitas mitológicas.

—Pero sobre todo —añadía— no más distracciones, querido Paganel, y si por casualidad os pasa por el magín aprender el australiano, no lo estudiéis en una gramática china.

Las cosas de a bordo iban, pues, viento en popa. Lord y Lady Glenarvan observaban con interés a John Mangles y Mary Grant, sobre cuyas relaciones nada tenían que decir, y puesto que John no les hablaba nunca de ellas, lo mejor era dejarlas pasar como inadvertidas.

—¿Qué pensará el capitán Grant? —dijo un día Glenarvan a Lady Elena.

—Pensará que John es digno de Mary, querido Edward, y no se engañará.

El yate marchaba rápidamente hacia su objetivo. Cinco días después de haber perdido de vista el cabo Corrientes, el 16 de noviembre, se hicieron sentir muy buenas brisas del este, tan codiciadas por los buques que doblan la punta africana combatidos por los vientos regulares del Sudoeste. El Duncan echó trapo y más trapo, y con su trinquete, su cangreja, sus gavias, sus juanetes, sus sobres, sus alas y arrastraderas, forzó su marcha con sin igual atrevimiento. Su hélice mordía apenas las aguas fugitivas que cortaba su entrave, y parecía entonces que luchaba con los yates de carrera del Royal-Thames-Club.

Al día siguiente el océano, cubierto de inmensas olas, parecía un estanque obstruido por las hierbas. Hubiérase dicho que era un mar de mimbres entretejidos, suministrados por los despojos de todas las plantas y árboles arrancados de los continentes cercanos. El Duncan parecía deslizarse por una larga pradera que Paganel comparó justamente con las Pampas, y se demoró un poco su marcha.

Veinticuatro horas después, al rayar el alba, se oyó la voz del vigía.

—¡Tierra! —exclamó.

—¿En qué dirección? —preguntó Tom Austin, que estaba de cuarto1.

—A sotavento —respondió el vigía.

A este grito conmovedor, se pobló al momento la cubierta del yate. Muy pronto salió de la toldilla un inmenso anteojo de larga vista, seguido inmediatamente de Santiago Paganel.

El sabio asestó su instrumento en la dirección indicada, y nada vio que pareciese tierra.

—Mirad las nubes —le dijo John Mangles.

—En efecto —respondió Paganel—, parece una especie de pico, casi imperceptible aún.

—Es Tristán da Cunha —respondió John Mangles.

—Entonces, si no me es infiel la memoria —replicó el sabio—, debemos estar de él a la distancia de ochenta millas, que es la distancia a que es visible el pico de Tristán, que tiene ocho mil pies de altura.

—Precisamente —respondió el capitán John.

Algunas horas después fue perfectamente visible en el horizonte el grupo de islas muy altas y muy escarpadas. La cumbre cónica de Tristán se destacaba en negro sobre el fondo resplandeciente del cielo, listado por los rayos del sol naciente, y luego la isla principal se ostentó coronando una mole de rocas, en la cima de un triángulo inclinado hacia el Nordeste.

Tristán da Cunha está situado a los 37° 8' de latitud austral, y 10° 44' de longitud al oeste del meridiano de Greenwich. A 18 millas al Sudoeste está la isla Inaccesible, y a 10 millas al Sudeste la del Ruiseñor, las cuales completan aquel pequeño grupo aislado en aquella pequeña porción de Atlántico. Hacia el mediodía se distinguieron las dos principales señales que sirven a los navegantes de punto de reconocimiento, a saber, en un ángulo de la isla Inaccesible una roca que figura exactamente un buque a toda vela, y en la punta norte de la isla de Ruiseñor dos islotes que parecen un fuerte arruinado. A las tres, el Duncan entró en la bahía de Falmouth de Tristán da Cunha, abrigada de los vientos del oeste por la punta de Help o del Buen Socorro.

Allí estaban anclados algunos balleneros dedicados a la caza de focas y otros animales marinos, de los que en aquellas costas se presentan innumerables variedades.

John Mangles buscó detenidamente un buen fondeadero, porque aquellas ensenadas de herradura son muy peligrosas cuando soplan vientos del noroeste y del norte, y en aquel sitio precisamente se perdió con todo su cargamento y tripulación en 1829 el bergantín inglés Julia. El Duncan atracó a media milla de la playa y ancló sobre un fondo de rocas de veinte brazas. Pasajeros y pasajeras se embarcaron inmediatamente en la lancha, y pusieron el pie en una arena fina y negra, impalpable residuo de las rocas calcinadas de la isla.

La capital de todo el grupo de Tristán da Cunha consiste en una aldea situada en el fondo de la bahía, a orillas de un gran arroyo muy murmurador. La componen unas cincuenta casas bastante limpias y dispuestas con la regularidad geométrica que parece ser la última palabra de la arquitectura inglesa. Detrás de aquella ciudad en miniatura se extiende una llanura de 1.500 hectáreas, limitada por un inmenso terraplén de lavas, y en aquella meseta descuella la cumbre cónica, que tiene 7.000 pies de altura.

Lord Glenarvan fue recibido por un gobernador que depende de la colonia inglesa de El Cabo. Preguntó inmediatamente por Harry Grant y la Britannia, cuyos nombres eran enteramente desconocidos. Las islas de Tristán da Cunha están fuera del derrotero de los buques, y son, por consiguiente, poco frecuentadas. Desde el célebre naufragio del Blanden Hall, que embarrancó en 1821 en las arenas de la isla Inaccesible, dos buques habían arribado desmantelados a la isla principal, el Primauguet en 1845, y la fragata americana Philadelphia en 1857. No consigna la estadística cunhiana de los siniestros otras catástrofes.

No esperaba Glenarvan encontrar datos más precisos y sólo preguntó al gobernador de la isla para tranquilidad de su conciencia. Hasta envió todas las lanchas de a bordo a dar una vuelta alrededor de la isla, cuya circunferencia es todo lo más de 17 millas. Aunque fuese tres veces mayor, Londres o París no cabrían en ella.

Durante este reconocimiento, los pasajeros del Duncan efectuaron un paseo por la aldea y las playas vecinas.

La población de Tristán da Cunha no llega a 150 habitantes. Éstos son ingleses y americanos casados con negras y hotentotas de El Cabo, que nada dejan que desear bajo el punto de vista de la fealdad. Los hijos de esos enlaces heterogéneos presentan una mezcla muy desagradable de la rigidez sajona y de la negrura africana.

Aquel paseo de gentes que se sentían felices sólo al pensar que pisaban terreno firme se extendió hasta la playa con que confina la gran llanura cultivada que sólo existe en aquella parte de la isla. En todos los demás puntos la costa está formada por acantilados de lava escarpados y áridos. Allí se contaban millares de millares de enormes albatros y esos sorprendentes animales llamados pájaros bobos.

Los viajeros, después de examinar aquellas rocas de origen ígneo, se encaminaron a la llanura. Numerosos manantiales, alimentados por las perpetuas nieves del cono, murmuraban en distintas direcciones; verdes matorrales, en los que se contaban casi tantos pájaros como flores, amenizaban el escenario; un solo árbol de la especie de los filíperos, que tenía veinte pies de altura, y el tusseh, planta gigantesca de tallo leñoso, descollaban sobre los zarzales; una aceña sarmentosa, de grano picante, perteneciente, a la familia de las rosáceas, gruesos bejucos de entrelazados filamentos, ananás, cuyos perfumes balsámicos cargaban la atmósfera de penetrantes olores, musgos, apios salvajes y helechos formaban una flora escogida, aunque poco numerosa.

Una eterna primavera animaba con su benéfica influencia aquella isla privilegiada. Paganel sostuvo con su habitual entusiasmo que allí estaba la famosa Ogigia cantada por Fenelón, y propuso a Lady Glenarvan buscar una gruta y suceder ella a la amable Calipso, sin pedir él para sí mismo más misión que ser una de las ninfas que la servían.

Platicando y admirando, llegaron los paseantes al yate a la caída de la tarde. En las inmediaciones de la isla pacían muchos bueyes y rebaños de carneros y los campos de trigo, maíz y legumbres, importados allí cuarenta años atrás, ostentaban sus naturales riquezas hasta en las calles de la capital.

En el momento de regresar Lord Glenarvan a bordo, llegaban al yate las lanchas que en algunas horas habían dado la vuelta a la isla, sin encontrar en ninguna parte vestigio de la Britannia. Aquel viaje de circunvalación hizo borrar definitivamente la isla de Tristán del programa de las investigaciones, y no dio ningún otro resultado.

El Duncan podía sin ningún reparo abandonar inmediatamente aquel grupo de islas africanas, y seguir su rumbo al este. Si no partió aquella misma noche se debió a que Glenarvan autorizó a la tripulación para ir a la caza de focas, que son allí numerosísimas, y, bajo el nombre de vacas, leones, osos y elefantes marinos, pueblan las orillas de la bahía de Falmouth. En otro tiempo las ballenas francas abundaban en las aguas de la isla, pero tanto las acosaron y arponearon los pescadores, que son ya muy contadas las que aparecen en aquellos mares. La tripulación del yate resolvió dedicar a la caza toda la noche, y proveerse abundantemente de aceite, por cuyo motivo quedó aplazada la partida para el día siguiente, veinte de noviembre.

Durante la cena, Paganel dio algunos curiosos pormenores sobre las islas de Tristán que interesaron a sus oyentes. Éstos supieron que aquel grupo, descubierto en 1506 por el portugués Tristán da Cunha, uno de los compañeros de Alburquerque, permaneció inexplorado por espacio de más de un siglo. Pasaba, no sin razón, por un nido de tempestades, siendo tan mala su reputación como la de las islas Bermudas. Muy pocos buques visitaban las islas de que se compone, y ninguno se acercaba a ellas como no fuese de arribada forzosa, arrojado a pesar suyo por los huracanes del Atlántico.

En 1697, tres buques holandeses de la «Compañía de Indias» arribaron a las islas de Tristán y determinaron su posición, dejando al gran astrónomo Halley el cuidado de revisar sus cálculos en 1700. Desde 1712 hasta 1761, algunos navegantes franceses tuvieron de ellas conocimiento, principalmente La Pérouse, que, en virtud de las instrucciones que llevaba, tocó en ellas durante su célebre viaje de 1783.

Estas islas, tan poco visitadas hasta entonces, habían permanecido desiertas, cuando en 1811 el americano Jonathan Lambert se propuso colonizarlas. Él y dos compañeros abordaron en ellas en enero, y desempeñaron resueltamente su oficio de colonos. El gobernador inglés de El Cabo de Buena Esperanza, sabiendo que prosperaban, les ofreció el protectorado de Inglaterra. Jonathan aceptó y enarboló en su cabaña el pabellón británico.

Parecía deber reinar pacíficamente sobre sus pueblos, compuestos de un viejo italiano y de un mulato portugués, cuando un día, en un reconocimiento de su imperio, se ahogó o le ahogaron, no se sabe cómo ni por qué. Llegó 1816. Napoleón fue cautivo a Santa Elena, y para asegurarle mejor, Inglaterra puso guarnición en la isla de la Ascensión y en Tristán da Cunha. La guarnición de Tristán consistía en una compañía de artillería de El Cabo y un destacamento de hotentotes, que permanecieron allí hasta 1821, y a la muerte del prisionero de Santa Elena volvieron a El Cabo.

—Un solo europeo —añadió Paganel—, un cabo, un escocés…

—¡Ah! ¡Un escocés! —dijo el Mayor, a quien sus compatriotas interesaban siempre muy especialmente.

—Se llamaba William Grass —respondió Paganel—, y permaneció en la isla con su mujer y dos hotentotes. Luego dos ingleses, un marinero y un pescador del Támesis, ex dragón en el ejército argentino se reunieron al escocés, y, por último, en 1712, uno de los náufragos del Blendon Hall, acompañado de su joven mujer, halló refugio en la isla de Tristán. Así, pues, la isla tenía, en 1712, seis hombres y dos mujeres. En 1721 tenía siete hombres, seis mujeres y catorce niños.

En 1815, el número se había elevado a cuarenta, y actualmente se ha triplicado.

—Así empiezan las naciones —dijo Glenarvan.

—Añadiré —repuso Paganel— para ampliar la historia de Tristán da Cunha, que esta isla no merece menos que la de Juan Fernández, el nombre de la isla de los Robinsones. Si dos marineros fueron sucesivamente abandonados en Juan Fernández, dos sabios estuvieron muy próximos a serlo en Tristán da Cunha. En 1793, uno de mis compatriotas, el naturalista Aubert Dupetit-Thonars, arrebatado por su entusiasmo por la flora, se perdió, y no llegó al buque sino en el acto mismo de mandar el capitán levar anclas. En 1824, un compatriota vuestro, amigo Glenarvan, un hábil dibujante, Augusto Earle, permaneció ocho meses abandonado en la isla. Su capitán, olvidando que estaba en tierra, se hizo a la vela para El Cabo.

—¡Vaya un capitán distraído! —respondió el Mayor—. ¿Era sin duda pariente vuestro, Paganel?

—Si no lo era, merecía serlo.

La respuesta del geógrafo puso fin a la conversación.

Durante la noche, la tripulación del Duncan hizo buena caza, pasando de la vida a la muerte a unas cincuenta grandes focas; después de haber autorizado la caza no podía Glenarvan oponerse a que se sacase partido de ella.

El día siguiente se invirtió en extraer el aceite y preparar las pieles de los lucrativos anfibios. Los pasajeros, como era natural, hicieron en este segundo día de descanso otra excursión por la isla. Glenarvan y el Mayor llevaron las escopetas para saber lo que era la caza cunhiana.

Llegaron los paseantes hasta la falda de la montaña, en un terreno sembrado de restos descompuestos, escorias, lavas porosas y negras, y todos los detritos volcánicos. La falda del monte salía de un caos de rocas abrasadas. Era difícil desconocer la naturaleza volcánica del enorme cono, y no se equivocó el capitán inglés, Carmichael, que dijo que era un volcán apagado.

Los cazadores levantaron algunos jabalíes. Uno de ellos fue víctima de una bala del Mayor. Glenarvan se contentó con matar algunos pares de perdices negras, con las que el cocinero de a bordo debía hacer un delicioso salmorejo. Se distinguieron en los lomos de las mesetas altas, muchas cabezas montesas.

Pululaban, y prometían ser con el tiempo fieras muy distinguidas, gatos monteses muy atrevidos y robustos.

A las ocho, todos los pasajeros se hallaban a bordo, y durante la noche el Duncan dejaba la isla de Tristán da Cunha para nunca más volverla a ver.

  • 1. En la marina, estar de cuarto es lo mismo que estar de guardia. Es una locución usada también, a veces, por las tropas de tierra.