Parte 1. Capítulo 21. El fuerte Independencia

Los expedicionarios llegan cargados de esperanza al Fuerte Independencia, pues es un punto donde es inevitable que lleguen noticias de cualquier suceso ocurrido entre indios y extranjeros. Allí tienen la suerte de poder comunicarse en francés con el militar encargado del fuerte, que les da informaciones de gran importancia sobre las posibilidades de encontrar al capitán Grant en esa región meridional de América.

Los hijos del capitán Grant. Parte 1. Capítulo 21

La sierra de Tandil se eleva a mil pies sobre el nivel del mar, y es una cordillera primordial, es decir, anterior a toda creación orgánica y metamórfica, en el sentido de que su textura y composición se han modificado poco a poco bajo la influencia del calor interno. Está formada de una sucesión semicircular de colinas de gneis cubiertas de césped. El distrito de Tandil, a que da su nombre, abraza todo el sur de la provincia de Buenos Aires, terminando en una vertiente por la cual corren sus ríos hacia el norte.

La población de este distrito se compone de cuatro mil habitantes, y su cabeza es la aldea de Tandil, situada al pie de las laderas septentrionales de la sierra que protege el «Fuerte Independencia». Su posición en las márgenes del Chapaleofú, que es un río de importancia, es afortunada. La aldea está habitada muy especialmente por varios franceses y colonos italianos, porque Francia fue en efecto quien fundó los primeros establecimientos extranjeros en la parte inferior de La Plata. No podía Paganel ignorar este particular tan singular. En 1828, el «Fuerte Independencia» se levantó a instancias del francés Parchappe para proteger el país contra las repetidas invasiones de los indios, ayudándoles en la empresa un sabio de primer orden, Alcides D’Orbigny, que es el que mejor ha conocido, estudiado y descrito todos los países meridionales de América del Sur.

La aldea de Tandil es muy importante. Por medio de sus galeras, que es como llaman, lo mismo que en España, a unos grandes carros con cuatro ruedas y toldo arqueado que sirven para largos transportes, se comunica en doce días con Buenos Aires, a donde llegan arrastradas por bueyes, de lo que resulta un tráfico bastante activo. La aldea envía a la ciudad el ganado de sus estancias, las salazones de sus saladeros, y los curiosísimos productos de la industria india, tales como género de algodón, tejidos de lana, los tan codiciados artículos de los trenzadores de cuero, etc. Así es que Tandil contiene, a más de cierto número de casas bastante cómodas, escuelas e iglesias para instruirse en las cosas de este mundo y del otro.

Después de haber dado estos pormenores, Paganel añadió que en la aldea de Tandil no podían dejar de adquirirse las noticias que se buscaban, y que el fuerte además está siempre guarnecido por un destacamento de tropas nacionales. Glenarvan hizo llevar los caballos a la cuadra de una fonda de bastante buen aspecto, y Paganel, el Mayor, Roberto y él, guiados por Thalcave, se dirigieron al «Fuerte Independencia».

Después de algunos minutos de trepar por una de las colinas de la sierra, llegaron a la poterna, guardada con bastante negligencia por un centinela argentino. Pasaron sin ningún inconveniente, lo que indicaba mucho abandono o una excesiva confianza.

Algunos soldados hacían entonces el ejercicio en la explanada del fuerte. El de más edad de todos tenía veinte años, y el menor no llegaba a siete. Eran, propiamente hablando, una docena de niños y jovencitos que evolucionaban muy regularmente. Su uniforme consistía en una camisa listada, ceñida sobre las caderas con un cinturón de cuero.

Su uniforme consistía en una camisa listada con un cinturón de cuero.
Su uniforme consistía en una camisa listada, ceñida sobre las caderas con un cinturón de cuero.

No llevaban pantalones ni calzones, ni kilts escoceses, ni cosa parecida. La benignidad del clima autorizaba la ligereza de su traje, y de pronto Paganel tuvo la buena idea de un Gobierno que no se arruinaba en galones. Su armamento consistía en un fusil de pistón, demasiado pesado, y sable demasiado largo. Tenían todos la tez morena, y cierto parecido de familia. Debían de ser, y eran efectivamente, doce hermanos a quienes enseñaba instrucción el decimotercero.

Paganel no se asombró porque conocía la estadística argentina, y sabía que en aquel país debían contarse por término medio nueve hijos por familia; pero lo que le sorprendió mucho fue ver que aquellos soldados maniobraban a la francesa, y ejecutaban con la mayor precisión los principales movimientos de la carga en doce tiempos. El cabo daba con frecuencia las voces de mando en la lengua nativa del sabio geógrafo.

—Esto es curioso, dijo él.

Pero Glenarvan no se hallaba en el «Fuerte Independencia» para ver hacer instrucción a unos cuantos niños, y menos aún para ocuparse de su nacionalidad o de su origen. No dejó, pues, tiempo a Paganel para seguir asombrándose, y le suplicó hiciera llamar al jefe de la guarnición. Paganel así lo hizo y uno de los soldados argentinos se dirigió a una casita que servía de cuartel.

Pocos momentos después apareció el comandante en persona. Era un hombre de cincuenta años, vigoroso, de facha soldadesca, bigotes ásperos, pómulos salientes, cabellos grises y mirada imperiosa, era cuanto se podía juzgar al trasluz de los densos torbellinos de humo que se escapaban de su pipa de corto tubo. Su continente recordó a Paganel el empaque sui generis de los viejos sargentos de su país.

Thalcave se dirigió al comandante y le presentó a Lord Glenarvan y a sus compañeros. Mientras hablaba, el comandante no separaba la vista de Paganel, mirándole con una persistencia bastante embarazosa. El sabio no sabía lo que significaba aquella terca mirada, e iba a interpelar al comandante, cuando éste le cogió una mano sin ningún cumplimiento, y le dijo con voz alegre en su propio idioma:

—¿Sois francés?

—Sí, francés —respondió Paganel.

—¡Cuánto me alegro! ¡Bien venido seáis! Yo soy francés también —repitió sacudiendo el brazo del sabio con un vigor alarmante.

Yo soy francés también —repitió sacudiendo el brazo del sabio con un vigor alarmante.
Yo soy francés también —repitió sacudiendo el brazo del sabio con un vigor alarmante.

—¿Uno de vuestros amigos? —preguntó el Mayor a Paganel.

—¡Por supuesto! —respondió éste con cierto énfasis. Yo tengo amigos en las cinco partes del mundo.

Pudo por fin, no sin trabajo, sacar la mano del torno vivo que se la estaba magullando y siguió hablando vivamente con el vigoroso comandante. Glenarvan hizo esfuerzos desesperados para colocar en la conversación una palabra concerniente a sus asuntos; pero el militar contaba su historia y no dejaba a nadie meter baza. Hacía mucho tiempo que había salido de Francia, de suerte que su lengua nativa no le era ya familiar, habiendo olvidado, si no las palabras, la manera de construir las oraciones. Hablaba el francés casi como un negro de las colonias francesas.

En efecto, según dijo él mismo a sus visitantes, el comandante del «Fuerte Independencia» era un sargento francés antiguo compañero de Parchappe.

Desde que en 1828 se erigió la fortaleza, no salió de ella, y a la sazón la mandaba con el beneplácito del gobierno argentino. Era un hombre de cincuenta años, un vasco, y se llamaba Manuel Iparraguirre. De su apellido se deduce que si no era español poco le faltaba. Un año después de llegar al país, el sargento Manuel se hizo naturalizar, entró al servicio del ejercito argentino, y se casó con una valiente india, que estaba entonces dando de mamar a dos gemelos de seis meses. Eran varones los dos, claro está, pues la digna compañera del sargento no se hubiera permitido darle hijas. Para Manuel no había más estado que el estado militar, y esperaba, con el tiempo y la ayuda de Dios, ofrecer a la República una compañía completa de soldados jóvenes.

—¿Habéis visto? —decía. ¡Fenómenos!, buenos soldados. ¡José, Juan, Miguel, Pepe! ¡Pepe tiene siete años! ¡Muerde ya el cartucho!

Pepe, oyéndose elogiar, se cuadró y presentó armas con perfecta gracia.

—¡Marchará bien! —añadió el sargento. ¡Un día será coronel mayor o brigadier general!

El sargento Manuel estaba tan entusiasmado que le hubiera sacado de sus casillas la menor contradicción sobre la superioridad del oficio de las armas y el porvenir reservado a su belicosa prole. Era feliz, y como ha dicho Goethe: Nada de lo que nos hace felices es ilusión.

Más de un cuarto de hora invirtió el sargento en contar su historia, con gran asombro de Thalcave, que no podía comprender que saliesen tantas palabras de una sola boca. Nadie interrumpió al comandante. Pero como un sargento, aunque sea sargento francés, al fin y al cabo ha de callar, Manuel calló, no sin antes haber obligado a sus huéspedes a seguirle a su habitación. Los huéspedes se resignaron a ser presentados a Madame Iparraguirre, la cual les pareció una buena persona, en el supuesto de que pueda aplicarse a una india esta expresión del viejo mundo.

Después que hubieron accedido a todas sus exigencias, el sargento les preguntó a qué circunstancias debía el honor de tan inesperada visita. Había llegado el instante de explicarse. O entonces, o nunca.

Paganel, tomando la palabra en francés, refirió todo el viaje atravesando las pampas, y terminó preguntándole por qué motivo los indios habían abandonado el país.

—¡Ah…! ¡Nadie! —respondió el sargento encogiéndose de hombros. ¡Efectivamente…! ¡Nadie! ¡Nosotros brazos cruzados…, nada que hacer!

—¿Pero por qué?

—Guerra.

—¿Guerra?

—Sí, guerra civil.

—¿Guerra civil? —replicó Paganel, que sin notarlo él mismo, empezaba a hablar en negro, suprimiendo los artículos.

—Sí, guerra entre paraguayos y argentinos —respondió el sargento.

—¿Y qué?

—Indios todos en el norte siguiendo la pista del general Flores. Indios ladrones, roban.

—¿Pero los caciques?

—Caciques con ellos.

—¡Cómo! ¿Catriel?

—Nada de Catriel.

—¿Y Calfucura?

—Nada de Calfucura.

—¿Y Yanchetruz?

—Nada de Yanchetruz.

Thalcave, a quien se tradujo esta respuesta, movió la cabeza en señal de aprobación. Él ignoraba o había olvidado que una guerra civil, que debía más adelante provocar la intervención de Brasil, diezmaba los dos partes de la República.

Los indios tienen todo a ganar con estas luchas intestinas, y no podían despreciar las bellas ocasiones de saqueo que se les presentaban. Así, pues, el sargento estaba en lo cierto, dando por razón del abandono de las pampas la guerra civil que ardía en el norte de las provincias argentinas.

Pero este acontecimiento trastornaba los proyectos de Glenarvan, y desbarataba todos sus planes. Si Harry Grant estaba prisionero de los caciques, éstos debieron arrastrarle hasta las fronteras del norte. ¿Dónde y cómo encontrarle? ¿Era conveniente intentar una pesquisa, peligrosa y casi inútil, en los límites septentrionales de las pampas?

La resolución era grave y debía meditarse muy seriamente.

Sin embargo, aún se podía dirigir al sargento una pregunta importante, y fue el Mayor quien pensó en ella, mientras sus amigos se miraban silenciosos.

—¿Había el sargento oído decir que los caciques de las pampas tuviesen en su poder cautivos europeos?

—Sí —dijo Manuel después de algunos momentos de reflexión en que reunió sus recuerdos.

—¡Ah! —exclamó Glenarvan concibiendo nuevas esperanzas.

Y todos rodearon al sargento.

—¡Hablad! ¡Hablad! —decían a la vez, devorándole con sus miradas.

—Hace algunos años —respondió Manuel. Sí… eso es…, prisioneros europeos…, pero jamás visto…

—¿Algunos años? —replicó Glenarvan. Os engañáis. La fecha del naufragio nos es perfectamente conocida… La Britannia se perdió en junio de 1862… Hace, por consiguiente, menos de dos años.

—¡Oh! Más de dos años, Milord.

—Imposible —exclamó Paganel.

—¡Sí es, ciertamente! Fue cuando nació Pepe… Se hablaba de dos hombres.

—¡No, tres! —dijo Glenarvan.

—Dos —replicó el sargento con tono afirmativo.

—¡Dos! —exclamó Paganel muy sorprendido—. ¿Dos ingleses?

—No —respondió el sargento. ¿Quién habla de ingleses? No…, un francés y un italiano.

—¿Un italiano que fue degollado por los poyuches? —preguntó Paganel.

—¡Sí! Y supe después… francés salvado.

—¡Salvado! —exclamó Roberto, cuya vida estaba pendiente de los labios del sargento.

—Sí, salvado del poder de los indios —respondió Manuel.

Todos miraron al sabio, el cual se golpeó la frente con desesperación.

—¡Ahí ya caigo —dijo al fin—, todo está claro, todo se explica!

—¿Pero de qué se trata? —preguntó Glenarvan con curiosidad e impaciencia.

—Amigos míos —respondió Paganel asiendo de las manos a Roberto—, hemos incurrido en un grave error y tenemos que tener paciencia. Hemos seguido una falsa pista. No se trata del capitán, sino de un compatriota mío, cuyo compañero, Marco Vazello, fue efectivamente asesinado por los poyuches, de un francés que acompañó varias veces a los crueles indios hasta las orillas del Colorado y que, después de haberse felizmente escapado de sus manos, regresó a Francia. Creyendo seguir las huellas de Harry Grant hemos seguido las del joven Guinard26.

Un profundo silencio acogió la declaración del geógrafo. El error era evidente. Los pormenores dados por el sargento, la nacionalidad del prisionero, el asesinato de su compañero, su evasión de las manos de los indios, todo concordaba para demostrar su evidencia. Glenarvan miraba a Thalcave con desaliento. El indio tomó entonces la palabra.

—¿No habéis oído hablar nunca de tres ingleses cautivos? —preguntó al sargento francés.

—Jamás —respondió Manuel. Y en Tandil se hubiera dicho…, yo lo sabría… No, no ha ocurrido eso…

Esta categórica y terminante respuesta convenció a Glenarvan de que nada tenía ya que hacer en el «Fuerte Independencia», por lo que se retiró con sus amigos, no sin haber antes dado todos las gracias al sargento acompañadas de algunos apretones de manos.

Glenarvan estaba afligido por la completa pérdida de sus esperanzas. Roberto marchaba a su lado sin decir una palabra y con los ojos llenos de lágrimas. Glenarvan no hallaba para él una palabra de consuelo. Paganel gesticulaba hablando consigo mismo. El Mayor no despegaba los labios. Thalcave parecía herido en su amor propio de indio por haberse extraviado sobre una falsa pista.

Nadie, sin embargo, pensaba en reconvenirle por un error tan excusable.

Todos entraron en la fonda.

La cena fue triste. Seguramente que ninguno de aquellos hombres valerosos y desprendidos sentía las fatigas que inútilmente habían soportado ni los peligros que infructuosamente habían corrido. Pero todos veían destruidas en un instante sus esperanzas de éxito. ¿Era, en efecto, posible encontrar al capitán Grant entre la sierra Tandil y el mar? No. Si algún prisionero hubiera caído en manos de los indios en las costas del Atlántico, el sargento Manuel no lo hubiera ignorado. Un acontecimiento semejante no podía ser desconocido de los indígenas, que hacen un comercio incesante de Tandil a Carmen, en la desembocadura del río Negro. Entre los traficantes de la llanura argentina todo se sabe y todo se dice. No había, pues, que tomar más que un partido, el de acudir sin pérdida de tiempo a la cita dada al Duncan en la punta Médano.

Paganel había vuelto a pedir a Glenarvan el documento cuya interpretación les había tan lamentablemente extraviado. Lo volvió a leer con una cólera mal disimulada, procurando arrancarle una interpretación nueva.

—El documento no puede estar más claro —repetía Glenarvan. Se explica de la manera más terminante acerca del naufragio del capitán y el lugar de su cautiverio.

—¡No! —respondió el geógrafo dando un puñetazo en la mesa. ¡Mil veces no! Puesto que Harry Grant no está en las pampas, no está en América. Y este documento debe decimos dónde está, y nos lo dirá, amigos míos, o yo no soy Santiago Paganel.

  • 26. M. A. Guinard fue, en efecto, cautivo de los indios poyuches por espacio de tres años, desde 1856 hasta 1859. Logró, finalmente, evadirse atravesando los Andes.