Parte 2. Capítulo 05. Las cóleras del océano Índico

Hasta el momento la climatología ha sido generosa con el Duncan, alimentando con viento favorable sus velas. Sin embargo, aparecen indicios de un súbito cambio de tiempo que pondrá a prueba al capitán John Mangles, al Duncan y al resto de su tripulación, que deberán enfrentarse a una terrible tempestad.

Los hijos del capitán Grant. Parte 2. Capítulo 05

Dos días después de esta conversación, John Mangles, que había hecho al mediodía sus observaciones, manifestó que el Duncan se hallaba a los 113° 37' de longitud, por lo que los pasajeros consultaron la carta de marear, y vieron con mucha satisfacción que no les separaban del cabo Bernouille más que unos cinco grados.

Entre dicho cabo y la punta de Entrecasteaux, la costa australiana describe un arco cuya cuerda es el paralelo 37. Si entonces el Duncan se hubiera remontado hacia el ecuador, hubiera distinguido muy pronto el cabo Chatan, que dejó a 120 millas al norte. Navegaba en la parte del mar de las Indias abrigada por el continente australiano, por lo que era de esperar que dentro de cuatro días vería destacarse en el horizonte el cabo Bernouille.

Hasta entonces el viento del oeste había favorecido la marcha del yate, pero hacía ya algunos días que manifestaba tendencia a disminuir, y fue en efecto cayendo, hasta que el 13 de diciembre sobrevino una calma chicha. Las velas, inertes, colgaban a lo largo de los palos. Sin su poderosa hélice, el Duncan hubiera permanecido como anclado en medio del océano.

Aquel estado de la atmósfera podía prolongarse indefinidamente. Al anochecer, Glenarvan hablaba sobre el particular con John Mangles, pues la falta de viento tenía muy preocupado al joven capitán, que veía vaciarse las carboneras. Echó trapo y más trapo, izó sobres y alas y arrastraderas para aprovechar hasta el menor soplo de aire, pero era éste tan escaso que, según la gráfica frase de la marinería, no hubiera bastado para hinchar una vejiga.

—Será lo que Dios quiera —dijo Glenarvan—; de nada sirven los lamentos, y mal por mal, la falta de viento es preferible al viento de proa.

—Vuestro Honor tiene razón —respondió John Mangles—; pero precisamente estas calmas súbitas suelen preceder a una próxima variación de tiempo. Las temo mucho. Navegamos en la línea de los monzones6, que desde octubre hasta abril soplan del Nordeste, y por poco que nos cojan de proa, retardarán mucho nuestra marcha.

—¿Qué le vamos a hacer, John? Si sobreviene esa contrariedad, tendremos paciencia. Todo se reducirá a sufrir algún retraso.

—Sin duda, como no haya tempestad.

—¿Nos amenaza acaso? —dijo Glenarvan, que examinando el cielo no vio en toda su extensión, desde el cenit a los últimos límites del horizonte, la más ligera nube.

—Sí, nos amenaza —respondió el capitán—; a Vuestro Honor se lo digo, pero no quisiera asustar a Lady Glenarvan ni a Miss Grant.

—Hacéis bien. Pero ¿ocurre algo?

—Hay indicios seguros de temporal deshecho. No os fiéis de la apariencia del cielo, Milord. No hay nada más engañoso. De dos días a esta parte, baja el barómetro de una manera alarmante, y en este momento está a 27 pulgadas7. Es una advertencia que no puedo echar en saco roto. Temo muy particularmente las cóleras del mar austral, porque alguna otra vez he tenido que arrostrarlas. Los vapores que van a condensarse en los inmensos ventisqueros del polo sur, producen una corriente de aire de una violencia suma, de la que nace una lucha de vientos polares y ecuatoriales que engendra los ciclones, los tornados y esas multiplicadas formas de tempestad contra las cuales no lucha un buque sino con grandes desventajas.

—John —respondió Glenarvan—, el Duncan es un buque sólido, y su capitán un hábil marino. ¡Que venga el temporal y nos veremos las caras!

John Mangles, expresando su temores, obedecía a su instinto de marino. Era un hábil weather wise, expresión inglesa que se aplica a los observadores del tiempo. El descenso persistente del barómetro le hizo tomar a bordo todas las medidas de prudencia. Esperaba una tempestad violenta que no indicaba aún el estado del cielo, pero su infalible instrumento no podía engañarle. Desde lugares en que está alta la columna de mercurio, las corrientes atmosféricas acuden a los lugares en que está baja, y cuanto más cerca están estos lugares unos de otros, más rápidamente se restablece el nivel en las capas aéreas, y mayor es la velocidad del viento.

John permaneció toda la noche sobre cubierta. A las once aproximadamente, la cerrazón empezó por el lado del sur, y John hizo subir toda la tripulación para arriar los juanetes y velas secundarias, sin dejar más que las gavias, las mayores y los foques. A medianoche refrescó el viento. Las moléculas de aire eran impelidas con una velocidad de seis toesas por segundo. El crujido de la arboladura, los sacudimientos de la jarcia, el ruido seco de las velas que relingaban, los gemidos de todas las tablas, dieron a conocer a los viajeros lo que aún ignoraban. Paganel, Glenarvan, el Mayor y Roberto, subieron a cubierta a impulsos de su curiosidad y también de sus deseos de ayudar en algo. En aquel cielo que habían dejado limpio y estrellado, circulaban densas nubes, separadas por fajas manchadas, como una piel de leopardo.

—¿El huracán? —preguntó sencillamente Glenarvan a John Mangles.

—No todavía, pero muy pronto —respondió el capitán.

En aquel momento mandó rizar las gavias. Se lanzaron los marineros a los flechastes, y no sin trabajo cogieron rizos con que disminuyeron la superficie de las velas. John Mangles quería conservar cuanto trapo le fuese posible para que el yate ciñese el viento y se suavizasen algo sus balanceos.

Tomadas estas precauciones, dio órdenes a Austin y al contramaestre para que se prepararan a recibir el huracán, que no podía tardar en desencadenarse. Se doblaron las trapas y amarras de respeto. Se reforzaron los palanquines del cañón. Se sujetaron los obenques y brandales. Se cerraron las escotillas. John, como un oficial en lo alto de una brecha, procuraba desde lo más elevado de la toldilla arrancar sus secretos a aquel cielo tempestuoso.

Era la una de la madrugada. Lady Elena y Miss Grant, violentamente sacudidas en su cámara, se arriesgaron a subir sobre cubierta. El viento corría entonces a una velocidad de 14 toesas por segundo. Silbaba en el cordaje con la mayor violencia. Los alambres de la chimenea, semejantes a las cuerdas de un instrumento, resonaban como si algún gigantesco arco de violín hubiese provocado sus rápidas oscilaciones; las roldanas chocaban unas con otras, corriendo por ellas las cuerdas con un ruido agudo; las velas producían estampidos que parecían cañonazos, y monstruosas olas corrían al asalto del yate, que se agitaba como un halcón en su espumosa cresta.

El barómetro había bajado entonces a 26 pulgadas, descenso muy excepcional en la columna barométrica, y el storm glass 8 indicaba tempestad.

No bien reparó John en las pasajeras, se dirigió a ellas precipitadamente, y les suplicó que entrasen en la toldilla, pues empezaban ya a subir a bordo algunas oleadas, y la cubierta podía ser barrida de un momento a otro. Era entonces tan acentuado el ruido de los elementos que con dificultad Lady Elena oía al joven capitán.

—¿No hay ningún peligro? —pudo, sin embargo, preguntar durante una calma momentánea.

—Ninguno, señora —respondió John Mangles—; pero vos no podéis estar sobre cubierta, ni vos tampoco, Miss Mary.

Lady Glenarvan y Miss Grant no opusieron resistencia a una orden que parecía una súplica, y se metieron en la toldilla en el momento en que una ola, pasando por encima de la popa, se estrelló contra las vidrieras de la misma toldilla violentamente conmovida. El viento entretanto seguía arreciando, los palos se doblaban bajo la presión de las velas, y el yate se levantaba sobre las olas.

—¡Larga mayores! —gritó John Mangles—. ¡Aferra gavias! ¡Arría foques!

Los marineros obedecieron; largáronse las drizas, se tocaron los apagapenoles, se recogieron los foques con un ruido que dominaba el del viento, y el Duncan, cuya chimenea vomitaba torrentes de negro humo, azotó desigualmente el mar con las palas de su hélice, que salían algunas veces fuera del agua.

Glenarvan, el Mayor, Paganel y Roberto, contemplaban con una admiración mezclada de espanto aquella lucha del Duncan contra las olas, se agarraban con fuerza al filarete para sostenerse, sin poder pronunciar una palabra, y veían jugando con los vientos desenfrenados bandadas de petreles, pájaros fúnebres de las tempestades.

En aquel momento, un silbido estridente dominó los bramidos del huracán. Se escapó el vapor con fuerza, no por el tubo de la chimenea, sino por las válvulas de seguridad; el silbido de alarma hendió los aires con una energía insólita; el yate se inclinó sobre un costado, y Wilson, que estaba en el timón, fue derribado por una sacudida inesperada de la rueda. El Duncan no gobernaba y estaba enteramente al arbitrio de la marejada.

—¿Qué ocurre? —gritó John Mangles tirándose de lo alto de la chupeta.

—¡El buque se acuesta! —respondió Tom Austin—. ¡Hemos perdido el timón!

—¡A la máquina! ¡A la máquina! —gritó el maquinista.

John se precipitó hacia la máquina. Una nube de vapor llenaba la cámara, los émbolos estaban inmóviles en los cilindros, las ruedas paralizadas no giraban alrededor de sus ejes. El maquinista, que veía la inutilidad de sus esfuerzos y temía que saltasen las calderas, cerró el conducto de introducción, y dejó escapar el vapor por el tubo de desahogo.

—¿Qué pasa? —preguntó el capitán.

—La hélice se ha torcido o atascado, y no funciona —respondió el maquinista.

—¡Cómo! ¿Y es imposible ponerla en movimiento?

—Imposible.

No era la ocasión oportuna para reparar semejante avería. Y lo cierto era que la hélice no podía girar y que el vapor, no obrando ya, se había escapado por las válvulas. John quedó por tanto atenido a sus velas, y tuvo que buscar un auxilio en aquel mismo viento que se había convertido en su enemigo más peligroso.

Volvió otra vez sobre cubierta, y en dos palabras, puso a Lord Glenarvan al corriente de la situación, dándole luego mucha prisa para que se metiese en la toldilla con los demás pasajeros. Glenarvan quería quedarse sobre cubierta.

—No, Milord —respondió John Mangles con voz firme—, es preciso que esté yo solo aquí con mi tripulación. ¡Entrad! El buque puede zozobrar, y las olas os arrastrarían sin misericordia.

—Pero podemos ser útiles…

—¡Entrad, entrad, Milord! ¡Es necesario! ¡Hay circunstancias en que a bordo nadie manda más que yo! ¡Retiraos! ¡Yo os lo digo!

Para que John Mangles se expresase con tanta autoridad, fuerza era que la situación fuese muy grave. Glenarvan comprendió que él era el primero que debía dar ejemplo de obediencia. Abandonó la cubierta seguido de sus tres compañeros, y se reunió con los pasajeros que aguardaban con ansia el desenlace de aquella lucha con los elementos.

—¡Qué hombre tan enérgico es mi buen John! —dijo Glenarvan entrando en la sala común.

—Sí —respondió Paganel—, me ha recordado a aquel contramaestre de vuestro gran Shakespeare, cuando, en el drama La tempestad, grita al rey que lleva a bordo: «¡Fuera de aquí! ¡Silencio! ¡A vuestros camarotes! ¡Si no podéis haceros obedecer de los elementos, callad! ¡No me estorbéis, os digo!».

John Mangles no había perdido un segundo para sacar al buque de la peligrosa situación en que le colocaba su hélice paralizada. Resolvió mantenerse al pairo para separarse lo menos posible de su rumbo. Se trataba de bracear oblicuamente las velas para presentarse a la tempestad de costado, a cuyo efecto se izó un foque de trinquete en el estay del palo mayor, y se dejó el timón en banda.

El yate, dotado de grandes cualidades marineras, evolucionó como un brioso caballo que siente la espuela, y presentó el costado a las olas invasoras. ¿No se haría pedazos aquel reducido velamen? Era de la mejor lona de Dundee, pero ¿qué lona puede contrarrestar tan violentos esfuerzos?

El buque, estando a la capa, tenía la ventaja de presentar a las olas sus partes más sólidas y también la de conservarse en su primera dirección sin perder terreno. Sin embargo, no dejaba aquella maniobra de ser peligrosa, porque el buque podía zozobrar en los inmensos vacíos que quedan entre las olas, precipitándose para no volver a levantarse. Pero John Mangles no podía elegir entre maniobras distintas, y resolvió mantenerse a la capa mientras no cayesen las velas, ni hubiese necesidad de picar los palos. Su tripulación estaba pronta a acudir a donde fuera necesario, y él, con las manos crispadas en los obenques, examinaba las encrespadas olas.

En esta situación se pasó el resto de la noche. Había alguna esperanza de que al rayar el alba la tempestad se aplacase. Pero, lejos de eso, a las ocho de la mañana arreció más el viento, adquirió una velocidad de 10 toesas por segundo, y se convirtió en huracán deshecho.

John no dijo nada, pero tembló por su buque y los pasajeros. El Duncan se ladeaba de una manera tan espantosa, que crujieron sus pies de carnero, y algunas veces los penoles bebían la espuma de las alborotadas olas. Hubo un instante en que la tripulación creyó que ya no volvía a levantarse el buque, y los marineros, con el hacha en la mano, ya iban a picar los obenques del palo mayor, cuando las velas, arrancadas de sus relingas, echaron a volar como albatros gigantescos.

El Duncan se levantó, pero sin apoyo en las olas y sin dirección, se balanceaba tan espantosamente, que amenazaron romperse los palos. No era posible que resistiese mucho tiempo tan furiosas sacudidas; la arboladura le fatigaba, y muy pronto, arrancados los tablones de sus costillas y abiertas sus junturas, las olas penetrarían en él libremente.

No había más que un recurso, poner un tormentín sobre la cabeza del bauprés, y huir delante del temporal. Así lo hizo John Mangles, lo que le costó algunas horas de trabajo, siendo ya las tres de la tarde cuando se pudo izar y marcar la sobrecabeza y entregarla a merced del viento.

Entonces, el Duncan se dejó llevar por aquel pedazo de trapo, y empezó a huir viento en popa con una rapidez incalculable. Se dirigía hacia el Nordeste empujado por la tempestad. Preciso era que volase con la mayor velocidad posible, dependiendo de esto su salvación. Algunas veces, pasando delante de las olas que cortaba con su afilado tajamar, se hundía en ellas como un enorme cetáceo, y dejaba barrer su cubierta de proa a popa. En otras ocasiones era igual su velocidad a la de las olas; su timón perdía completamente su acción, y declinaba entonces horriblemente, amenazando echarse de costado. Por último, sucedía también que, a impulsos del huracán, las olas corrían más que él, y entonces saltaban por encima del alcázar, y toda la cubierta era barrida de popa a proa con una violencia irresistible.

En esta alarmante situación, vacilando sin cesar entre alternativas de esperanza y desesperación, se pasaron el 15 de setiembre y la siguiente noche. John Mangles no se movió un instante de su puesto, y no tomó alimento alguno. Le atormentaban temores que su impasible semblante no traslucía, y su mirada trataba de atravesar las nubes acumuladas en el norte.

En efecto, se podía temer todo. El Duncan, echado fuera de su rumbo, corría hacia la costa australiana a una velocidad que nada podía reprimir, y John Mangles sentía como por instinto y no de otra manera, que avanzaba con la velocidad de una corriente eléctrica. Temía sin cesar el choque con un escollo, en el que el yate se haría pedazos. Calculaba que la costa debía de encontrarse a menos de 12 millas a sotavento. Y la tierra es el naufragio, es la perdición del buque. Es cien veces preferible el inmenso océano, contra cuyos furores puede un buque defenderse, aunque sea cediendo, batiéndose en retirada. Pero cuando la tempestad le arroja contra las costas, está irremisiblemente perdido.

John Mangles fue a ver a Lord Glenarvan para hablarle acerca del particular, y le pintó la situación tal como era, sin ocultar su gravedad suma. La consideró con la sangre fría de un marino que está resuelto a todo, y terminó diciendo que se vería tal vez obligado a embarrancar el Duncan en la playa.

—Para salvar, si es posible, a los que lleva, Milord.

—Haced lo que mejor os parezca, John —respondió Glenarvan.

—¿Y Lady Elena? ¿Y Miss Grant?

—Nada les diré hasta el último momento, hasta que se haya perdido toda esperanza de permanecer en el mar. Me lo advertiréis.

—Os lo advertiré, Milord.

Glenarvan volvió al lado de las pasajeras, las cuales comprendían la inminencia del peligro, aunque no lo medían en toda su extensión. Manifestaban un gran valor, igual al menos al de sus compañeros. Paganel se entregaba a las teorías más importantes sobre la dirección de las corrientes atmosféricas, y hacía a Roberto, que le escuchaba con la boca abierta, interesantes comparaciones entre los tornados, los ciclones y las tempestades rectilíneas. El Mayor aguardaba el final de todo con el fatalismo de un musulmán.

A cosa de las once pareció que el huracán aflojaba algo, se disiparon las húmedas brumas y en una calma momentánea, sumamente rápida, John pudo ver una tierra baja a 6 millas a sotavento. El Duncan corría hacia ella como llevado por un rayo. Olas monstruosas se estrellaban a una prodigiosa altura, que pasaba algunas veces de 50 pies. El capitán comprendió que para elevarse a tanta altura encontraban allí un punto de apoyo sólido.

—¿Hay allí bancos de arena? —dijo a Austin.

—Tal creo —respondió el segundo.

—Dios nos tenga en su mano —repuso John—. Si el mar no ofrece al Duncan un paso practicable y lo conduce él mismo, estamos perdidos.

—En este momento la marea sube, capitán, y tal vez podamos pasar por encima de los bancos.

—¿Pero no veis, Austin, qué furor el de las olas? ¿Qué buque podría resistirlas? ¡Roguemos a Dios que nos ayude, amigo mío!

Sin embargo el Duncan, sin más que la sobrecabezada de su tormentín, volaba hacia la costa con una velocidad aterradora. Bien pronto estuvo a menos de dos millas de los cantiles del banco. A cada instante los vapores ocultaban la tierra. Pero John creyó distinguir al otro lado de la espumosa barra un mar más tranquilo, en el que el Duncan se hallaría probablemente más seguro. Pero ¿cómo pasar?

John hizo subir a cubierta a todos los pasajeros, pues no quería que en el momento mismo del naufragio estuviesen encerrados en la toldilla. Glenarvan y sus compañeros miraron al espantoso mar. Mary Grant se puso pálida.

—John —dijo en voz baja Glenarvan al joven capitán—, procuraré salvar a mi esposa o pereceré con ella. Encárgate tú de Miss Grant.

—Sí, Milord —respondió John Mangles, llevando la mano del Lord a sus húmedos ojos.

Ya no se hallaba el Duncan más que a algunos cables de los bancos. El mar, alto entonces, hubiera sin duda dejado al yate bastante agua bajo su quilla, para permitir salvar aquellos peligrosos bajíos. Pero las olas enormes, levantándole y abandonándole sucesivamente, le hubieran en este último movimiento hecho tocar, sin duda alguna, en los arrecifes. Pero ¿había algún medio de suavizar el oleaje, de facilitar el deslizamiento de sus moléculas líquidas, en una palabra, de calmar aquel mar tumultuoso?

John Mangles tuvo una última idea.

—¡El aceite! —exclamó—. ¡Muchachos, aceite!

La tripulación toda comprendió al momento la intención del capitán. Tratábase de echar mano de un medio que ha dado algunas veces buenos resultados. Se puede aplacar el furor de las olas cubriéndolas con una capa de aceite. Esta capa sobrenada y destruye el choque de las aguas que lubrica. El efecto es inmediato, pero pasa pronto. Cuando un buque ha salvado aquella mar ficticia, las olas multiplican sus furores, y ¡desgraciado el buque que sigue al que ha pasado!9

Fueron izados al castillo de proa, desfondados a hachazos y suspendidos encima de la borda de babor y estribor, los barriles que contenían la provisión de aceite comestible.

—¡Atención! —exclamó John Mangles, espiando el momento favorable.

En veinte segundos llegó el yate a la entrada del paso, cerrado por un reflujo mugidor. El instante era oportuno.

—¡Abajo! —gritó el joven capitán.

Se volvieron los barriles boca abajo, y de ellos salieron oleadas de aceite. En un instante, la capa untuosa niveló, por decirlo así, la espumosa superficie del mar. El Duncan surcó volando las tranquilizadas aguas, y se halló luego en una ensenada pacífica, al otro lado de los terribles bancos, en tanto que el océano, libre de sus ligaduras, saltaba detrás de él con furor indescriptible.

  • 6. Vientos, de gran violencia, que reinan en el océano Indico. Su dirección no es constante, pues varía según las estaciones. Los monzones de verano son, en general, opuestos a los de invierno.
  • 7. 73 centímetros. La altura normal de la columna barométrica es de 75 centímetros.
  • 8. Vidrios que contienen una mezcla química que varía de aspecto según la dirección del viento y la tensión eléctrica de la atmósfera.
  • 9. Los reglamentos marinos prohíben a los capitanes el uso de este medio desesperado cuando un buque sigue de cerca a otro para entrar en el mismo paso.