Parte 3. Capítulo 21. La isla Tabor

El capitán Harry Grant se reencuentra muy emotivamente con sus hijos. Tanto Grant como los dos marineros que le acompañaban se encuentran en buen estado, y narran su peripecia a los demás. Es de particular interés para Paganel el contenido exacto de los mensajes encerrados en la botella que desencadenó la búsqueda. Una alusión toponímica de dichos mensajes causó la perplejidad y vergüenza para el pobre geógrafo.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 21

Nadie se muere de alegría, puesto que el padre y los hijos volvieron a la vida antes de ser trasladados al yate. ¿Cómo se ha de pintar aquella escena? Las palabras son insuficientes. Toda la tripulación lloraba viendo aquellos tres seres confundidos en un silencioso abrazo.

Mary Grant, al llegar sobre cubierta, se puso de rodillas. El piadoso escocés, al pisar lo que él llamaba ya el suelo de la patria, quiso dar gracias a Dios por su salvación antes que a los demás que habían contribuido a ella.

Dirigiéndose luego a Lady Elena, a Lord Glenarvan y a sus compañeros, les manifestó su gratitud con conmovido acento. En el breve tiempo que duró la travesía de la isla al yate, sus hijos, en pocas palabras, le habían referido toda la historia del Duncan.

¡Qué inmensa deuda había contraído con aquella noble mujer y sus compañeros! ¿No habían todos, desde Lord Glenarvan hasta el último marinero, luchado y sufrido por él? Harry Grant expresó la gratitud que rebosaba de su corazón, con tanta sencillez y nobleza, eran tan puros y dulces los sentimientos que resplandecían en su varonil semblante, que toda la tripulación se sintió recompensada con creces por sus padecimientos. Hasta el impasible Mayor derramó una lágrima que no pudo contener. El digno Paganel lloraba como un niño que no trata de ocultar su llanto.

Harry Grant no se cansaba de mirar a su hija, la encontraba bella, encantadora, y lo decía y repetía en voz alta, tomando a Lady Elena por testigo, como para certificar que su amor paternal no le cegaba. Después, dirigiéndose a su hijo, exclamó con entusiasmo:

—¡Cuánto ha crecido! ¡Es un hombre!

Y prodigaba a aquellos dos seres tan queridos todo el acopio de besos acumulados en su corazón durante dos años de ausencia.

Roberto le presentó sucesivamente todos sus amigos, halló medio de variar sus fórmulas, aunque de cada uno de ellos tenía que decir lo mismo. Porque todos, sin excepción alguna, se habían conducido perfectamente con los dos huérfanos. Cuando llegó el turno a John Mangles, el capitán se sonrojó como una virgen y su voz temblaba al contestar al padre de Mary.

Lady Elena refirió entonces al capitán Grant el viaje, y le llenó de orgullo con los merecidos elogios que hizo de su hijo y de su hija.

Harry Grant supo las hazañas del joven héroe, y que había ya, tan niño como era, pagado a Lord Glenarvan una parte de la deuda paterna. John Mangles, a su vez, habló de Mary en términos tales, que Harry Grant, informado por algunas palabras de Lady Elena, puso la mano de su hija en la del denodado capitán, y dirigiéndose a Lord y Lady Glenarvan, dijo:

—¡Milord, y vos, bondadosa Lady, bendigamos a nuestros hijos!

Cuando todo se hubo dicho y repetido mil veces, Glenarvan informó a Harry Grant de lo que a Ayrton concernía. Grant confirmó las aserciones del contramaestre respecto de su desembarque en la costa australiana.

—Es —añadió— un hombre inteligente y audaz, a quien las pasiones han lanzado al mal camino. ¡Puedan la reflexión y el arrepentimiento inspirarle sentimientos mejores!

Pero antes que Ayrton fuese trasladado a la isla Tabor, Harry Grant quiso hacer a sus nuevos amigos los honores de su solitario peñasco, y les invitó a visitar su casa de madera y a sentarse a la mesa del Robinsón oceánico.

Glenarvan y sus huéspedes aceptaron con el mayor gusto; Roberto y Mary Grant ardían en deseos de visitar aquellas soledades en que el capitán les había llorado tanto.

Se echó al agua la lancha, y el padre con sus dos hijos, Lord y Lady Glenarvan, el Mayor, John Mangles y Paganel, desembarcaron en las playas de la isla.

Algunas horas bastaron para recorrer los dominios de Harry Grant. Aquella isla no era más que la cresta de una montaña submarina, una meseta en que abundaban entre restos volcánicos las rocas de basalto. En las épocas geológicas de la Tierra, aquel monte se había levantado poco a poco de las profundidades del Pacífico por la acción de los fuegos subterráneos; pero hacía ya siglos que el volcán se había convertido en una montaña pacífica, y cegado su cráter, no era ya más que un islote, como otro cualquiera, que sobresalía de la líquida llanura. Después se formó el humus o tierra vegetal, y la vegetación se apoderó de ella. Algunos balleneros al pasar desembarcaron animales domésticos, cabras y cerdos, que se multiplicaron en estado salvaje; y la Naturaleza exhibió producciones de los tres reinos en aquella isla perdida en medio del océano.

Cuando en ella se refugiaron los náufragos de la Britannia, la mano del hombre regularizó los esfuerzos de la Naturaleza. En dos años y medio Harry Grant y sus marineros metamorfosearon su islote. Algunos acres de tierra, cultivados con esmero, producían legumbres de excelente calidad.

Los visitantes llegaron a la casa sombreada por verdes gomeros. Delante de sus ventanas se extendía el mar con toda su magnificencia, rielando en él los rayos del sol. Harry Grant hizo colocar la mesa a la sombra de los hermosos árboles, y todos se sentaron en torno a ella. Un jigote de cabra, pan de nardou, algunos tarros de leche, dos o tres achicorias silvestres y agua clara y fresca, constituyeron los elementos de aquella sencilla comida, digna de los pastores de la Arcadia.

Paganel estaba encantado. Se le subían a la cabeza todas sus antiguas ideas robinsonescas.

—No tendrá de qué quejarse ese tunante de Ayrton —exclamó en un arrebato de entusiasmo y casi de envidia—. Este islote es un paraíso.

—Sí —respondió Harry Grant—, un paraíso para tres pobres náufragos que el cielo les envió. Sólo siento que María Teresa no sea una isla vasta y fértil, con un río en lugar de un arroyo, y un puerto en lugar de una mala ensenada, azotada por las olas cuando soplan vientos de fuera.

—¿Por qué lo sentís, capitán? —dijo Glenarvan.

—Porque aquí hubiera echado los cimientos de la colonia en el Pacífico de que quiero dotar a Escocia.

—¡Ah, capitán Grant! —dijo Glenarvan—. ¿No habéis, pues, abandonado la idea que tan popular os ha hecho en nuestra vieja patria?

—No, Milord, y Dios no me ha salvado por medio de vuestras generosas manos sino para permitirme su realización. Es preciso que nuestros pobres hermanos de la antigua Caledonia, todos los que sufren, encuentren un refugio contra la miseria en una tierra nueva. Es preciso que nuestra querida patria posea en estos mares una colonia suya, exclusivamente suya, en que encuentre un poco de la independencia y bienestar de que carece en Europa.

—¡Muy bien dicho, capitán Grant! —respondió Lady Elena—. Vuestro proyecto es magnífico y digno de un gran corazón. ¿Pero este islote?

—No, señora, es una roca que sirve todo lo más para alimentar a unos cuantos colonos, y nosotros necesitaremos una tierra vasta y fértil, que encierre todos los tesoros de las primeras edades.

—Pues bien, capitán —exclamó Glenarvan—, el porvenir es nuestro, y buscaremos juntos esa tierra de promisión.

Harry Grant y Lord Glenarvan, con un entusiasta apretón de manos, ratificaron esta promesa.

Después, en aquella misma tierra, en aquella humilde casa, quisieron conocer todos la historia de los náufragos de la Britannia, durante los dos largos años que pasaron en ella abandonados.

Harry Grant, sin hacerse de rogar, satisfizo al momento el deseo de sus nuevos amigos.

—Mi historia —dijo— es la de todos los Robinsones arrojados a una isla, los cuales, no pudiendo contar más que con Dios y consigo mismos, contraen el deber de disputar su vida a los elementos.

»En la noche del 26 al 27 de junio de 1862, la Britannia, desmantelada por seis días de desatado temporal, se estrelló contra las rocas de María Teresa. El mar estaba alborotado, el salvamento era imposible, pereció toda mi desventurada tripulación. Únicamente mis dos marineros, Bob Learce y Joe Bell, y yo, pudimos ganar la costa después de muchas tentativas infructuosas.

»La tierra que nos dio asilo no era más que un islote desierto de dos millas de ancho y cinco de largo, con pequeños bosques en el interior, algunas praderas y un manantial de agua fresca que afortunadamente no se ve nunca seco. Solo con mis dos marineros, en este rincón del mundo, no desesperaba. Puse mi confianza en Dios, y me apresté resueltamente a la lucha. Bob y Joe, mis buenos compañeros de infortunio, me ayudaron enérgicamente.

»Como nuestro modelo, el Robinsón ideal de Daniel Defoe, empezamos por recoger los despojos del buque, herramientas, un poco de pólvora, armas y un saco de preciosos granos. Los primeros días fueron penosos, pero luego la caza y la pesca nos suministraron una alimentación suficiente, pues en el interior de la isla abundan las cabras salvajes y en sus costas los animales marinos. Nuestra existencia se organizó poco a poco regularmente.

»Yo conocía exactamente la situación de la isla, gracias a mis instrumentos que pude salvar del naufragio. Vi que estábamos colocados fuera del derrotero de todos los buques, y que sólo podíamos ser recogidos por un azar providencial. Pensando en los que me eran queridos y que no esperaba volver a ver, acepté valerosamente esta prueba, y el nombre de mis dos hijos se mezcló todos los días a mis oraciones.

»Sin embargo, trabajamos con afán. Quedaron muy pronto sembrados algunos acres de tierra; patatas, achicorias y acederas amenizaron nuestra comida ordinaria, y además varias legumbres procedentes de las que había en la Britannia. Cogimos algunas cabras, que se domesticaron fácilmente. Tuvimos leche y manteca. El nardou, que creía en los creeks o arroyos secos, nos suministró una especie de pan bastante sustancioso, y la materialidad de la vida no nos inspiró ya ningún cuidado.

»Con los restos de la Britannia habíamos construido una casa de tablas, que cubrimos con velas bien embreadas, y en ella pasamos perfectamente la estación de las lluvias. Bajo su techo discutimos muchos planes, muchos ensueños, de los cuales el mejor acaba de realizarse.

»Tuve al principio la idea de lanzarme al mar en una lancha construida con los restos del buque, pero 1.500 millas nos separaban de la tierra más cercana, es decir, de las islas del archipiélago Pomotou. Ningún barquichuelo hubiera resistido tan larga travesía. Renuncié, pues, a mi idea, y no esperaba mi salvación sino de una intervención divina.

»¡Ah! ¡Pobres hijos míos! ¡Cuántas veces, desde lo alto de los acantilados de la costa, habíamos aguardado la aparición de un buque que pasase en lontananza! En todo el tiempo que ha durado nuestro destierro, no hemos distinguido en el horizonte más que dos o tres velas que desaparecieron inmediatamente. Así han transcurrido dos años y medio. No esperábamos ya, pero no desesperábamos aún.

»En fin, ayer subí al más alto acantilado de la isla desde el cual percibí hacia el oeste una leve humareda, que poco a poco fue creciendo. No tardé en ver un buque, que parecía dirigirse hacia nosotros. ¿Pero no era natural que pasase de largo, no ofreciendo este islote ningún punto de escala?

»¡Ay! ¡Qué día de angustias! ¿Cómo no se hizo pedazos mi corazón en mi pecho? Mis compañeros levantaron una hoguera en uno de los picos de María Teresa. Vino la noche, sin que el yate hiciese señal alguna para darnos a entender que nos había comprendido. ¡Y, sin embargo, nuestra única salvación estaba en el yate! ¿Íbamos, pues, a verle desaparecer para siempre?

»No vacilé; el momento era decisivo. La oscuridad iba en aumento. Podía el buque doblar la isla durante la noche. Me arrojé al mar y me dirigí a él. La esperanza triplicaba mis fuerzas. Hendí las olas con un vigor sobrehumano. ¡Llegué cerca del yate, separándome apenas de él treinta brazas, cuando viró en redondo!

»Entonces lancé gritos desesperados, los gritos que únicamente oyeron mis hijos, y que no eran una ilusión.

»Después volví a la playa, extenuado por la emoción y rendido de cansancio. Mis dos marineros me recogieron medio muerto. Horrible noche ha sido la última que hemos pasado en la isla y nos creíamos abandonados para siempre cuando, al amanecer del día de hoy, he visto el yate que navegando de vuelta y vuelta se acercaba poco a poco. Echasteis la lancha al agua… Estábamos salvados, y ¡divina bondad del cielo! ¡Mis hijos, mis adorados hijos, estaban allí, tendiéndome los brazos!

Harry Grant terminó su relato entre los besos y caricias de Mary y de Roberto. Hasta entonces no supo el capitán que debía su salvación a aquel documento, que era casi un jeroglífico, encerrado por él, ocho días después de su naufragio, en una botella que confió a los caprichos de las olas.

Pero ¿en qué estaba pensando Santiago Paganel durante la narración del capitán Grant? El digno geógrafo daba vueltas y más vueltas en su cabeza a las palabras del documento. Repasaba las tres interpretaciones sucesivas, falsas las tres. ¿De qué manera estaba indicada la isla de María Teresa en aquellos papeles roídos por el mar?

Paganel no pudo contenerse por más tiempo, y, cogiendo la mano de Harry Grant, exclamó:

—Capitán, ¿queréis decirme el contenido de vuestro indescifrable documento?

Esta pregunta del geógrafo excitó la curiosidad general, porque después de nueve meses de investigaciones inútiles, iban a conocer la clave del enigma.

—Y bien, capitán —preguntó Paganel—, ¿os acordáis de los términos precisos del documento?

—¿No he de acordarme —respondió Harry Grant—, si no ha pasado un solo día sin que me hayan venido a la memoria los vocablos de un documento en que cifrábamos nuestra única esperanza?

—¿Y qué vocablos son, capitán? —preguntó Glenarvan—. Hablad pronto, porque nuestro amor propio está herido en lo más vivo.

—Estoy pronto a satisfacer vuestra curiosidad —respondió Harry Grant—. Pero ya sabéis que para multiplicar las probabilidades de salvación, había encerrado en la botella tres documentos escritos en tres lenguas diferentes. ¿Cuál deseáis conocer?

—¿No son acaso idénticos? —preguntó Paganel.

—Sí, a excepción de un nombre.

—Pues bien, citad el documento francés —repuso Glenarvan—, que es el que más han respetado las olas, y ha servido principalmente de base a nuestras interpretaciones.

—El documento, Milord, dice así textualmente —respondió Harry Grant.

«El 27 de junio de 1862, la fragata Britannia, de Glasgow, se ha perdido a quince leguas de la Patagonia, en el hemisferio austral. Arrojados a tierra, dos marineros y el capitán Grant han llegado a la isla Tabor…».

—¡Hola! —dijo Paganel.

«Allí —prosiguió Harry Grant—, continuamente víctimas de cruel indigencia, han echado este documento a los 150° de longitud y 37° 11' de latitud. Socorredlos o están perdidos».

Al nombre de Tabor, Paganel se había levantado como impelido por un resorte, y no pudiéndose contener, exclamó:

—¡Cómo! ¡La isla Tabor! ¡Pero ésta es la isla María Teresa!

—Sin duda, Monsieur Paganel —respondió Harry Grant—. María Teresa en los mapas ingleses y alemanes, pero Tabor en los mapas franceses.

En aquel momento cayó sobre la espalda de Paganel un puñetazo que le hizo doblegarse. La verdad obliga a decir que se lo descargó el Mayor, faltando por primera vez a su gravedad y formalidad acostumbradas.

—¡Geógrafo! —dijo Mac Nabbs, con el tono del más profundo desprecio.

Pero Paganel no sintió el golpe. ¿Qué era aquel puñetazo comparado con la bofetada geográfica que le dejó atontado?

Paganel, como le dijo el capitán Grant, se había ido acercando poco a poco a la verdad. Había descifrado casi enteramente el indescifrable documento. Los nombres de Patagonia, Australia y Nueva Zelanda se le habían presentado sucesivamente con una certeza irrecusable. Contin, en un principio continente, había poco a poco adquirido su verdadera significación de continuamente. Indi, había significado sucesivamente indios, indígenas y, por último, indigencia, que era su verdadero sentido. Únicamente había burlado la sagacidad del geógrafo la palabra roída abor, de la cual Paganel había hecho obstinadamente la radical del verbo abordar, cuando era el nombre propio, el nombre francés de la isla de Tabor, de la isla que servía de refugio a los náufragos de la Britannia. El error era difícil de evitar, en atención a que los planisferios ingleses del Duncan daban a aquel islote el nombre de María Teresa.

—¡No importa! —exclamaba Paganel, arrancándose los cabellos—. ¡Yo no debí olvidar esta doble denominación! ¡He cometido una falta imperdonable, un error indigno de todo un secretario de la Sociedad de Geografía! ¡Estoy deshonrado!

—¡Pero Monsieur Paganel —dijo Lady Elena—, moderad vuestro dolor!

—¡No, señora, no! ¡No soy más que un asno!

—¡Y ni siquiera un asno sabio! —respondió el Mayor para su consuelo.

Terminada la comida, Harry Grant puso en orden todas las cosas de su casa, sin llevarse absolutamente nada, pues quería que el culpable heredase las riquezas del hombre honrado.

Volvieron todos a bordo. Glenarvan pensaba zarpar el mismo día, y dio las correspondientes órdenes para el desembarque del contramaestre. Ayrton fue conducido a la toldilla y se encontró en presencia de Harry Grant.

—Soy yo, Ayrton —dijo Grant.

—Lo veo, capitán —respondió Ayrton, sin que el encuentro de Harry Grant le causase el menor asombro—. ¡Pues bien! No siento veros con buena salud.

—Parece, Ayrton, que cometí una falta al desembarcaros en una tierra habitada.

—Así parece, capitán.

—Vais a remplazarme en esa isla desierta. ¡Quiera el cielo inspiraros arrepentimiento!

—¡Así sea! —respondió Ayrton tranquilamente.

Después, Glenarvan se dirigió a él diciéndole:

—¿Persistís, Ayrton, en la resolución de quedar abandonado?

—Sí, Milord.

—¿La isla de Tabor os conviene?

—Perfectamente.

—Ahora, oíd mis últimas palabras, Ayrton. Vais a estar alejado de todo el mundo y sin comunicación posible con vuestros semejantes. Los milagros son raros, y no podréis huir de ese islote en que el Duncan os deja. Estaréis solo bajo la mirada de un Dios que lee en lo más profundo de los corazones, pero no quedaréis perdido ni ignorado, como ha estado el capitán Grant. Por indigno que seáis del recuerdo de los hombres, éstos se acordarán de vos. Sé dónde estaréis, Ayrton, sé dónde podré encontraros, y no lo olvidaré jamás.

—¡Dios conserve a Vuestro Honor! —respondió sencillamente Ayrton.

Tales fueron las últimas palabras que mediaron entre Glenarvan y el contramaestre. La lancha estaba esperando. Ayrton bajó a ella.

John Mangles había hecho transportar de antemano a la isla algunas cajas de cecina y otros alimentos salados y en conserva, vestidos, herramientas, armas y una buena provisión de pólvora y balas. El contramaestre podía pues, regenerarse por medio del trabajo. Nada le faltaba, ni siquiera libros, entre otros la Biblia, tan querida de los ingleses.

La hora de la separación había llegado. La tripulación y los pasajeros estaban sobre cubierta. Había más de uno que sentía oprimírsele el corazón. Mary Grant y Lady Elena estaban profundamente conmovidas.

—¿Es preciso absolutamente? —preguntó la joven esposa a su marido—. ¿Es forzoso que quede abandonado ese infeliz?

—Es indispensable, Elena —respondió Lord Glenarvan—. Es necesaria la expiación.

En aquel momento, la lancha dirigida por John Mangles empezó a separarse del yate. Ayrton, en pie, siempre impasible, se quitó el sombrero y saludó gravemente.

Glenarvan se descubrió, y toda la tripulación lo mismo, como se hace delante de un hombre que va a morir, y la lancha se alejó más y más en medio de un profundo silencio.

Ayrton saltó a la playa, y la lancha volvió al yate. Eran entonces las cuatro de la tarde, y desde lo alto de la toldilla, los pasajeros pudieron ver al contramaestre que, con los brazos cruzados, inmóvil sobre un peñasco como una estatua sobre su pedestal, miraba fijamente al buque.

—¿Zarpamos, Milord? —preguntó John Mangles.

—Sí, John —respondió Glenarvan, más conmovido de lo que quería aparentar.

Goead! —gritó John al maquinista.

El vapor silbó, la hélice azotó las olas, y a las ocho los últimos penachos de la isla Tabor desaparecieron en las sombras de la noche.