Parte 3. Capítulo 08. El presente del país en donde están

Los viajeros consiguen alcanzar trabajosamente la costa de Nueva Zelanda, y descubren un lugar apropiado para cobijarse temporalmente hasta recuperar fuerzas. Durante ese tiempo de descanso Paganel narra a sus compañeros los avatares de los naturales de Nueva Zelanda para librarse del dominio británico. A raiz de esta explicación a todos los expedicionarios les queda claro que aún les acechan muchos peligros que deberán esquivar para poder proseguir su búsqueda.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 8

Glenarvan hubiera querido seguir a lo largo de la costa hasta llegar a Auckland sin perder una hora. Pero al amanecer, el cielo se había cargado de densas nubes, y a cosa de las once, después de desembarcar, los vapores se condensaron y resolvieron en una lluvia violenta que puso a los viajeros en la imposibilidad de emprender la marcha y les obligó a buscar un abrigo.

Wilson descubrió muy oportunamente una gruta abierta por el mar en las rocas basálticas de la playa, y en ella se refugiaron los viajeros con armas y provisiones. La gruta tenía dentro un montón de ova seca almacenada por las olas, y fue para los viajeros una excelente cama, a falta de otra. Amontonaron en la entrada de la gruta algunos palitroques con que formaron una hoguera, en la que cada cual secó su ropa lo mejor que pudo.

John esperaba que la duración de la lluvia sería en razón inversa de su violencia, pero no fue así, pues pasaron horas y horas sin que se modificase el estado de la atmósfera. A mediodía, arreció el viento y con él también la borrasca. Aquel contratiempo hubiera impacientado al mismo Job. Pero, ¿qué hacer? Locura hubiera sido arrostrar a pie una tempestad semejante. Además, algunos días debían bastar para llegar a Auckland, y un retraso de doce horas, si no encontraban indígenas, no podía influir en el éxito de la expedición.

Durante aquella detención forzosa, la conversación versó sobre los incidentes de la guerra de que era entonces teatro Nueva Zelanda. Pero para comprender y apreciar debidamente la gravedad de las circunstancias que rodeaban a los náufragos del Macquarie, es menester conocer la historia de la lucha que ensangrentaba entonces la isla de Ika Na Maoui.

Desde la llegada de Abel Tasman al estrecho de Cook, el 16 de diciembre de 1642, los neozelandeses, frecuentemente visitados por buques europeos, habían permanecido libres en sus islas independientes. Ninguna potencia europea había pensado en apoderarse de aquel archipiélago, que es la llave de los mares del Pacífico. Únicamente los misioneros, establecidos en distintos puntos, llevaban a aquellas nuevas comarcas los beneficios de la civilización cristiana. Sin embargo, algunos de ellos, especialmente anglicanos, preparaban a los jefes neozelandeses a doblegarse bajo el yugo de Inglaterra, y les indujeron a firmar una carta dirigida a la reina Victoria solicitando su protección. Pero los más duchos presentían la torpeza que había en practicar una gestión semejante, y uno de ellos, después de trazar en la carta una copia de las pinturas que tenía en su cuerpo, pronunció estas fatídicas palabras: «Hemos labrado la perdición de nuestro país, que en lo sucesivo ya no será nuestro. Vendrá el extranjero a apoderarse de él, y seremos sus esclavos».

En efecto, el 29 de enero de 1840, la corbeta Herald llegaba a la bahía de las Islas, al norte de Ika Na Maoui. Hobson, que mandaba el buque, desembarcó en la aldea de Korora-Reka, cuyos habitantes fueron invitados a reunirse en asamblea general en la iglesia protestante, donde el capitán leyó los poderes que le había conferido la reina de Inglaterra.

El 5 de enero del año siguiente fueron llamados los principales jefes zelandeses a la aldea de Paia, donde residía el agente inglés, el cual trató de obtener su sumisión, diciéndoles al efecto que la reina había enviado tropas y buques para protegerles, que sus derechos quedarían garantizados y su libertad no sufriría menoscabo, pero que sus propiedades debían pertenecer a la reina Victoria, y que tenían obligación de vendérselas.

Pareciéndoles demasiado cara la protección, los jefes en su mayor parte la rechazaron. Pero lo que no recabaron de aquellas naturalezas salvajes las frases pomposas del capitán Hobson, se obtuvo a fuerza de promesas y presentes, y quedó confirmada la toma de posesión.

Desde 1840 hasta el día que salió el Duncan del golfo de la Clyde, ¿qué había sucedido? Nada que no supiese Santiago Paganel, y que no se hallase el geógrafo en aptitud de referir a sus compañeros.

—Señora —respondió a las preguntas de Lady Elena—, os repetiré lo que he tenido ya ocasión de deciros, y es que los neozelandeses constituyen una población valiente, que después de haberse doblado momentáneamente al yugo, disputa palmo a palmo el terreno a la invasora Inglaterra. Las tribus de maoríes están organizados como los antiguos clanes de Escocia, formando grandes familias que reconocen un jefe celoso de la autoridad que ejerce. Los hombres de esta raza son orgullosos y de ánimo esforzado, y ofrecen dos variedades, de las cuales una está compuesta de hombres altos y de cabellos lacios, parecidos a los malteses o a los judíos de Bagdad de raza superior, y la otra la constituyen hombres de menor talla que los de la anterior, rechonchos y que parecen mulatos; pero unos y otros son robustos, altivos y guerreros. Han tenido un jefe célebre, llamado Hibi, que era un verdadero Vercingetorix. No es, pues, extraño que la guerra con los ingleses se eternice en el territorio de Ika Na Maoui, donde se encuentra la famosa tribu de los waikatos, que William Thompson capitaneaba para la defensa del país.

—Pero ¿acaso los ingleses —preguntó John Mangles— no son dueños de los principales puntos de Nueva Zelanda?

—Sin duda, querido John —respondió Paganel—. Desde 1840 hasta 1862, después de la toma de posesión del capitán Hobson, nombrado luego gobernador de la isla, se han fundado en las posesiones más ventajosas nueve colonias, que son hoy otras tantas provincias, cuatro en la isla del norte, a saber: las provincias de Auckland, de Taranaki, de Wellington y de Hawkes Day, y cinco en la isla del sur, cuales son las provincias de Nelson, de Marlborough, de Canterbury, de Otago y de Southland, que en 30 de junio de 1864 formaban una población de 180.346 habitantes. Se han levantado en todas partes ciudades comerciales de mucha importancia. Al llegar a Auckland, os veréis obligados a admitir sin reserva la situación de esa Corinto del sur, que domina su estrecho istmo echado como un puente sobre el océano Pacífico, y que cuenta ya doce mil habitantes. Al oeste New Plymouth, al este Aluhiri, al sur Wellington son ya ciudades florecientes y concurridas. En la isla de Tawai Pounamou, os veríais perplejos para escoger entre Nelson, el Montpeller de los antípodas, el jardín de Nueva Zelanda, Picton en el estrecho de Cook. Christchurch, Invercargil y Duncdin, en la opulenta provincia de Otago, donde afluyen los buscadores de oro del mundo entero. Y no se trata de una reunión de chozas, de una aglomeración de familias salvajes, sino de verdaderas ciudades, con puertos, catedrales, bancos, muelles, jardines botánicos, museos de historia natural, sociedades de aclimatación, periódicos, hospitales, establecimientos de beneficencia, institutos filosóficos, logias de francmasones, clubes, sociedades corales, teatros y palacios de exposición universal; ni más ni menos que en París o en Londres. Y si no me es infiel la memoria, en el mismo año de 1865, tal vez en este mismo momento en que os estoy hablando, los productos industriales del Globo entero se hallan expuestos en un país de antropófagos.

—¡Cómo! ¿A pesar de la guerra con los indígenas? —preguntó Lady Elena.

—Los ingleses, señora, hacen poco caso de una guerra —respondió Paganel—. Se baten y al mismo tiempo abren exposiciones. Todo lo concilian. Construyen ferrocarriles bajo la fusilería de los neozelandeses. En la provincia de Auckland, el railway de Drury y el railway de Mere-mere cortan los principales puntos estratégicos ocupados por los insurgentes, y es seguro que los operarios hacen fuego desde lo alto de las locomotoras.

—Pero ¿a qué altura se halla esa interminable guerra? —preguntó John Mangles.

—Seis meses largos han transcurrido desde que salimos de Europa —respondió Paganel—, y no puedo por consiguiente saber lo que ha pasado desde nuestra partida, a excepción de algunos hechos que he leído en los periódicos de Australia. Pero en dicha época se batían de firme en la isla de Ika Na Maoui.

—¿Y en qué época empezó esa guerra? —preguntó Mary Grant.

—Querréis decir, mi querida Miss —respondió Paganel—, en qué época volvió a empezar, pues la primera insurrección fue en 1845. La actual estalló a últimos de 1863; pero mucho tiempo antes se preparaban ya los maoríes para sacudirse el yugo inglés. El partido nacional de los indígenas hacía una propaganda activa para conseguir la elección de un jefe maorí. Quería elevar al trono al viejo Potatau, y hacer de su aldea, situada entre los ríos Waikato y Waipa, la capital del nuevo reino. Potatau era un viejo más astuto que valiente, pero tenía un primer ministro inteligente y enérgico, un descendiente de la tribu de los figatihahuas que habitaba el istmo de Auckland antes de la ocupación extranjera. Este ministro llamado William Thompson fue el alma de la guerra de la independencia. Organizó hábilmente las tropas maoríes. Bajo su inspiración, un jefe de Taranaki, reunió en un mismo pensamiento las tribus dispersas; otro jefe del Waikato formó la asociación del land league, verdadera liga del bien público, destinada a impedir a los indígenas que vendiesen sus tierras al Gobierno inglés, y se celebraron banquetes, como en los países civilizados cuando preludian una revolución. Los periódicos británicos empezaron a denunciar tan alarmantes síntomas precursores, y los manejos y gestiones de la land league llamaron seriamente la atención del Gobierno. En una palabra, los ánimos estaban exaltados y cargada la mina. No faltaba más para producir la explosión terrible que la aplicación de la mecha, o la más liviana chispa desprendida del choque de dos intereses opuestos.

—¿Y ese choque? —preguntó Glenarvan.

—Ocurrió en 1860 —respondió Paganel—, en la provincia de Taranaki, en la costa sudoeste de Ika Na Maoui. Un indígena poseía seiscientos acres de tierra en las inmediaciones de New Plymouth, y los vendió al Gobierno. Pero cuando los agrimensores se presentaron para medir el terreno vendido, el jefe Kingi protestó, y en marzo construyó en los seiscientos acres en litigio un campo atrincherado, defendido por altas empalizadas. Algunos días después, el coronel Godl a la cabeza de sus tropas tomó el campo a viva fuerza, y puede decirse que entonces se disparó el primer tiro de la guerra nacional.

—¿Son muy numerosos los maoríes? —preguntó John Mangles.

—Mucho ha disminuido en el transcurso de un siglo la población maorí —respondió el geógrafo—. Cook, en 1769, la hacía subir a cuatrocientos mil habitantes. En 1843 el censo del Protectorado indígena la redujo a ciento nueve mil y luego las matanzas civilizadoras, las enfermedades y las bebidas alcohólicas la han diezmado; pero aún quedarán en las dos islas noventa mil naturales, entre ellos treinta mil guerreros, que durante mucho tiempo tendrán en jaque a las tropas europeas.

—¿La insurrección ha triunfado hasta hoy? —dijo Lady Elena.

—Sí, señora, y los mismos ingleses han admirado el valor de sus enemigos. Los neozelandeses hacen una guerra de guerrillas y de escaramuzas, sorprendiendo los pequeños destacamentos y saqueando las propiedades de los colonos. El general Cameron se veía muy apurado en un país que le obligaba a registrar todos los matorrales. En 1863, después de una lucha larga y mortífera, los maoríes ocupaban una gran posición fortificada en el alto Waikato, en el extremo de una cordillera de escarpadas colinas, que tenían tres líneas de defensa. Los profetas llamaban a toda la población maorí a las armas en defensa del territorio y prometían el exterminio de los pakekas, es decir, de los blancos. Tres mil hombres se aprestaban al combate a las órdenes del general Cameron, y no daban cuartel a los maoríes, desde el bárbaro asesinato del capitán Sprent. Se libraron batallas muy sangrientas, durando algunas de ellas doce horas, sin que los maoríes cediesen a la artillería europea. El núcleo del ejército independiente estaba formado por la tribu feroz de los waikatos, capitaneados por William Thompson, general indígena que mandaba en un principio dos mil quinientos hombres, y luego ocho mil. Se le reunieron los súbditos de Shongi y de Heki, dos jefes temibles. En esta guerra santa las mujeres tomaron a su cargo las tareas más duras. Pero el mejor derecho no tiene siempre las mejores armas. Después de obstinados combates, el general Cameron llegó a someter el distrito del Waikato, pero lo encontró despoblado y vacío, pues habían huido todos los maoríes. Hubo hechos de armas admirables. Cuatrocientos maoríes, encerrados en la fortaleza de Orakau, a quien pusieron sitio mil ingleses a las órdenes del brigadier general Carey, no obstante hallarse sin víveres y sin agua, se negaron a rendirse, y después, en pleno día, se abrieron paso por entre las filas del 40.º Regimiento, que diezmaron, y se salvaron en los pantanos.

—¿Pero la sumisión del distrito del Waikato —preguntó John Mangles— no puso fin a la guerra?

—No, amigo —respondió Paganel—. Los ingleses han resuelto dirigirse a la provincia de Taranaki, y sitiar Mataitawa, la fortaleza de William Thompson. Pero no se apoderarán de ella sin sufrir pérdidas considerables. En el momento de salir de París, supe que el gobernador y el general acababan de aceptar la sumisión de las tribus de Tarenga, a quienes dejaban tres cuartas partes de sus tierras. Se decía también que acababa de rendirse el jefe de la rebelión William Thompson; pero los periódicos australianos no han confirmado la noticia, y es probable que en este momento se organice con nuevo vigor la resistencia.

—¿Y según vuestra opinión, Paganel —dijo Glenarvan—, las provincias de Taranaki y de Auckland son el teatro de la lucha?

—Tal creo.

—¿Esta misma provincia a que nos ha arrojado el naufragio?

—Precisamente. Hemos tomado tierra a algunas millas más arriba de la ensenada Kawlin donde debe ondear el pabellón nacional de los maoríes.

—Entonces —dijo Glenarvan— procederíamos con prudencia remontando hacia el norte.

—Sería, en efecto, lo más prudente —respondió Paganel—. Los neozelandeses están furiosos contra los europeos, y en particular contra los ingleses. Evitemos caer en sus manos.

—Acaso encontraremos algún destacamento de tropas europeas —dijo Lady Elena—. Sería una gran fortuna.

—Tal vez, señora —respondió el geógrafo—, pero no lo espero. Los destacamentos aislados se abstienen en lo posible de recorrer un país en que en cada maleza se halla acechando un tirador hábil y sereno. No cuento, pues, con una escolta de soldados del 40.º Regimiento. Pero hay establecidas algunas misiones en la costa oeste que vamos a seguir, y nos será fácil, hasta llegar a Auckland, hacer jornadas de una a otra. Pienso también en seguir el camino que siguió Monsieur de Hochstetter a lo largo del Waikato.

—¿Era algún viajero, Monsieur Paganel? —preguntó Roberto.

—Sí, amigo mío; era un individuo de la comisión científica que se embarcó en la fragata austriaca Navara, en el viaje de circunnavegación que hizo en 1858.

Monsieur Paganel —añadió Roberto, cuyos ojos llenaba de fuego la idea de las grandes expediciones geográficas—, ¿tiene Nueva Zelanda viajeros célebres como tiene Australia a Burke y Stuart?

—Algunos, tales como el doctor Hooker, el profesor Drizart y los naturalistas Dieffenbach y Julius Haast; pero no obstante haber algunos de ellos pagado con la vida su pasión aventurera, son menos célebres que los viajeros australianos o africanos…

—¿Y conocéis su historia? —preguntó el joven Grant.

—¡Pardiez, muchacho! Voy a referírtela, porque veo que ardes en deseos de saber tanto como yo.

—Gracias, Monsieur Paganel, os escucho.

—Y nosotros también os escuchamos —dijo Lady Elena—. No será ésta la primera vez que el mal tiempo nos haya obligado a instruirnos. Hablad para todos, Monsieur Paganel.

—Estoy a vuestras órdenes, señora; pero mi narración no será larga. No se trata aquí de atrevidos descubridores que luchan mano a mano con el minotauro australiano. Nueva Zelanda es un país demasiado pequeño para oponerse a las investigaciones del hombre. Así, pues, mis héroes no han sido, propiamente hablando, viajeros, sino simples aficionados, como los bañistas, víctimas de los más prosaicos accidentes.

—¿Cómo se llamaban? —preguntó Mary Grant.

—El geómetra Witcombe y Charlton Howitt, el mismo que encontró los restos de Burke en la memorable expedición de que os hablé en el alto que hicimos en las márgenes del Wimerra; Witcombe y Howitt se pusieron al frente de dos exploraciones en la isla de Tawai Pounamou. Los dos partieron de Christchurch en los primeros meses de 1863, para descubrir diferentes pasos entre las montañas del norte de la provincia de Canterbury. Howitt, franqueando la cordillera en su límite septentrional de la provincia, estableció su cuartel general en el lago Brunner. Witcombe, al contrario, halló en el valle de Rakaia un paso que conducía al este del monte Tyudall. Witcombe tenía un compañero de viaje, Jacob Louper, que ha publicado en el Tyttelon Times la narración del viaje y de la catástrofe. El 22 de abril de 1863, los dos exploradores se hallaban al pie de un ventisquero en que toma su origen el Rakaia. Subieron a la cima del monte y buscaron nuevos pasos. Al día siguiente, Witcombe y Louper, rendidos de fatiga y ateridos de frío, acamparon envueltos en una densa niebla a 4.000 pies sobre el nivel del mar. Estuvieron siete días errando por las montañas; descendieron a valles cuyas escarpas cortadas a pico no ofrecían salida alguna; a veces sin fuego, a veces sin alimento, con el azúcar que se había vuelto jarabe, con la galleta que se había convertido en una pasta húmeda, con la ropa y las mantas chorreando agua, devorados por insectos, haciendo grandes jornadas de tres millas y pequeñas jornadas en que apenas avanzaban 200 yardas. Por último, el 29 de abril, hallaron una choza de maoríes, y en un huerto unas cuantas patatas, que constituyeron la última comida que hicieron juntos los dos amigos. Por la tarde llegaron a la orilla del mar, junto a la desembocadura del Taramakau, y quisieron pasar a la margen derecha para dirigirse al norte, hacia el río Grey. El Taramakau era profundo y ancho. Louper, después de buscar durante una hora, encontró dos canoas averiadas que reparó lo mejor que pudo, y unió las dos como si fuesen una sola. Al anochecer, se embarcaron en ellas los dos amigos, pero al llegar en medio de la corriente, las dos frágiles embarcaciones se llenaron de agua. Witcombe se echó al agua, y volvió a ganar a nado la orilla izquierda. Jacob Louper, que no sabía nadar, quedó agarrado a la canoa, y así se salvó, pero no sin peripecias.

El desgraciado fue impelido a los rompientes, donde una ola le sumergió en el fondo del mar y otra le volvió a la superficie. Chocó contra las rocas, y llegó la noche, que era muy oscura. Llovía a torrentes. Con el cuerpo ensangrentado e hinchado por el agua del mar, Jacob permaneció durante algunas horas en situación tan desesperada, hasta que por fin la canoa fue arrojada a tierra firme, y el náufrago quedó sin sentido en la playa. Al anochecer del día siguiente, se arrastró hacia un manantial, y reconoció que la corriente le había echado a una milla de distancia del punto en que había intentado pasar el río. Se levantó, siguió la costa y no tardó en encontrar al desventurado Witcombe con el cuerpo y la cabeza hundidos en el cieno. Estaba muerto. Louper, con sus propias manos, hizo un hoyo en la arena y enterró el cadáver de su compañero. Dos días después, muriéndose de hambre, fue recogido por maoríes hospitalarios, pues los hay dignos de esta calificación, aunque excepcionalmente, y el 4 de mayo llegó al lago Brunner, donde estaba el campamento de Charlton Howitt, el cual, seis semanas después, pereció del mismo modo que el desventurado Witcombe.

—Parece —dijo John Mangles— que las catástrofes se encadenan, que un lazo fatal une entre sí a los viajeros, y que cuando este lazo se rompe, sucumben todos.

—Así es la verdad, amigo John —respondió Paganel—, y muchas veces he hecho la misma observación. ¿Por qué ley de solidaridad Howitt murió de idéntica manera que Witcombe? No se puede saber. Charlton Howitt había sido contratado por Monsieur Wyde, director de las obras públicas del Gobierno, para trazar un camino de herradura desde las llanuras de Huranni hasta la desembocadura del Taramakau. Partió, acompañado de cinco hombres, el 1 de enero de 1863, y llevó a cabo su cometido con singular inteligencia, abriendo un camino de cuarenta millas de largo hasta un punto impenetrable del Taramakau. Howitt regresó entonces a Christchurch, y no obstante la proximidad del invierno, rogó que le dejasen proseguir sus trabajos, a lo cual accedió Monsieur Wyde. Howitt volvió a salir para abastecer de víveres su campamento con el fin de pasar en él la mala estación, y entonces fue cuando recogió a Jacob Louper. El 27 de junio, acompañado de Roberto Little y Henry Mullís, salió del campamento. Los tres atravesaron el lago Brunner, y no han vuelto a aparecer, habiendo únicamente encontrado varada en la playa su frágil canoa. Se les buscó inútilmente durante nueve semanas, y es evidente que los desgraciados, que no sabían nadar, se ahogaron en el lago.

—¿Por qué no han de estar sanos y salvos en alguna tribu neozelandesa? —dijo Lady Elena—. Su muerte es, por lo menos, dudosa.

—¡Ay! No, señora —respondió Paganel—, pues en agosto de 1865, un año después de la catástrofe, no habían aún reaparecido, y cuando se tarda un año en reaparecer en Nueva Zelanda —murmuró en voz baja—, la perdición es irrevocable.