Parte 2. Capítulo 18. Los Alpes australianos

El rico relieve australiano conduce a nuestros amigos a una cordillera no muy extensa pero bastante agreste que exige lo mejor de todos ellos. Aunque esta travesía no es muy larga, una serie de preocupantes incidentes con sus animales de carga y tiro llevan a la expedición a una difícil situación...

Los hijos del capitán Grant. Parte 2. Capítulo 18

Cortaba el camino al Sudeste una barrera inmensa, la cordillera de los Alpes australianos, gigantesca fortificación cuyos caprichosos parapetos tienen una extensión de 1.500 millas y detiene las nubes a 1.400 pies de altura.

El encapotado cielo no permitía llegar a la tierra más que un calor pasado por el denso tamiz de los vapores. La temperatura era por consiguiente soportable, pero se andaba difícilmente por lo accidentado del terreno. Se acentuaban más y más las desigualdades de la llanura. Algunas lomas pobladas de verdes gomeros se levantaban a trechos, y más adelante formaban los primeros estribos de los erguidos Alpes. Era necesario subir incesantemente, y bien lo daban a entender los esfuerzos de los bueyes, cuyo yugo crujía al arrastrar la pesada carreta. Los pobres animales lanzaban fuertes y estrepitosos resoplidos de fatiga y su poderosa musculatura se contraía violentamente. Choques imprevistos, que Ayrton con toda su habilidad no podía evitar, hacían rechinar los ejes del carruaje, y los viajeros se conformaban alegremente, no pudiendo hacer otra cosa.

John Mangles y los dos marineros precedían de unos cien pasos al resto de la expedición, explorando el camino.

Escogían los pasos más practicables como si estuviesen navegando cerca de una costa peligrosa, pues todos los accidentes del terreno figuraban otros tantos escollos, entre los cuales tenía que pasar la carreta.

La marcha por aquel terreno desigual era comparable a una verdadera navegación.

La tarea era difícil y frecuentemente peligrosa. Más de una vez tuvo Wilson que recurrir al hacha para abrir un paso entre la maleza. Se hundía bajo los pies el terreno húmedo y arcilloso. Obstáculos insuperables, colosales moles de granito, profundos barrancos, insidiosas lagunas, prolongaban el camino obligando a los viajeros a dar mil vueltas y revueltas. Anocheció sin haber ganado en todo el día más allá de medio grado. Acamparon al pie de los Alpes, a orillas del creek de Cabongre, en el linde de una reducida llanura cubierta de pequeños arbustos, cuyas hojas de color rosa alegraban la vista.

—Hemos de sudar la gota gorda para pasar —dijo Glenarvan mirando la cordillera de montañas, cuya silueta se perdía ya en la oscuridad de la noche—. ¡Los Alpes! Solo el nombre me hace reflexionar.

—No tanto, querido Glenarvan —le respondió Paganel—. No exageremos. No creáis que vamos a atravesar toda Suiza. Hay en Australia Grampianos, Pirineos, Alpes, Montañas Azules, como en Europa y América, pero en miniatura, lo que prueba pura y simplemente que la imaginación de los geógrafos no es infinita, o que el vocabulario de los nombres propios es muy pobre.

—¿De modo que los Alpes australianos…? —preguntó Lady Elena.

—Son montañas de bolsillo —respondió Paganel—. Las traspasaremos sin percatarnos de ello.

—Hablad por vos —dijo el Mayor—. Únicamente un distraído puede traspasar sin notarlo una cordillera de montañas.

—¡Distraído! —exclamó Paganel—. No lo soy ya. Apelo al buen juicio de Lady Elena y Miss Mary Grant. Desde que he puesto los pies en el continente, ¿no he cumplido acaso mi promesa? ¿He cometido un solo acto de distracción? ¿Se me puede echar en cara algún disparate?

—Ninguno, Monsieur Paganel —dijo Mary Grant—. Sois en la actualidad el más perfecto de los hombres.

—¡Demasiado perfecto! —añadió riendo Lady Elena—. Vuestras distracciones os sentaban muy bien y me hacían mucha gracia.

—¿No es verdad, señora? —respondió Paganel—. Si no tengo ningún defecto me volveré un hombre como otro cualquiera. Espero, pues, cometer pronto algún disparate que os haga reír mucho. Creedme: cuando no cometo ninguno, me parece que mi naturaleza deja de cumplir su ley.

A la mañana del siguiente día, 9 de enero, no obstante las seguridades del confiado geógrafo, costó no poco a los viajeros penetrar en los Alpes. Preciso fue caminar a la ventura entrando por gargantas estrechas y profundas que podían muy bien ser callejones sin salida.

En grave aprieto se hubiese visto Ayrton, si después de una hora de marcha no se hubiese presentado inopinadamente en uno de los senderos de la montaña un miserable tap, una especie de ventorrillo.

—¡Pardiez! —exclamó Paganel—. El dueño de este figón no debe hacer aquí gran negocio. ¿De qué diablos sirve un bodegón en este sitio?

—Sirve para darnos las noticias que necesitamos respecto de nuestro camino —respondió Glenarvan—. Entremos.

Glenarvan entró en el ventorro seguido de Ayrton. El figonero del Bush Inn (así decía la muestra) era un hombre adusto, de cara repulsiva, y que debía considerarse a sí mismo como su principal cliente o parroquiano, pues es seguro que él era quien principalmente consumía el gin, el brandy y el whisky de su establecimiento. Por lo común, no veía pasar más que algunos squatters viajeros, o algunos pastores trashumantes.

Respondió con grosería y displicencia a las preguntas que le dirigieron. Pero sus respuestas fueron suficientes para orientar a Ayrton. Glenarvan le dio algunas coronas para pagarle la molestia que se había tomado, e iba a salir de la venta, cuando le llamó la atención un anuncio pegado a la pared.

Era este anuncio un parte de la Policía colonial, en que daba cuenta de la evasión de los presidiarios de Perth y ponía a precio la cabeza de Ben Joyce, prometiendo 100 libras esterlinas al que lo entregara vivo o muerto.

—Decididamente —dijo Glenarvan al contramaestre—, ese miserable sólo es bueno para que le ahorquen.

—¡Y mejor aún para que le prendan! —respondió Ayrton—. ¡Cien libras! ¡Pues es una friolera! No vale tanto.

—A pesar del anuncio —añadió Glenarvan— no me fiaría yo del ventero.

—Ni yo —respondió Ayrton.

Glenarvan y el contramaestre se reunieron a los demás viajeros, con los cuales se dirigieron al punto en que termina el camino de Lucknow, donde serpenteaba una estrecha senda que cortaba al sesgo la cordillera. Empezaron a subir.

La cuesta era penosa. Más de una vez los jinetes tuvieron que apearse de sus caballos. Había necesidad de prestar auxilio a la carreta, empujar las ruedas, sostenerla en peligrosas pendientes, desuncir los bueyes, que no podían revolverse por falta de espacio en algunos recodos violentos, calzar el pesado vehículo que amenazaba volcar y retroceder, y con frecuencia Ayrton tuvo que enganchar con los bueyes los caballos, que estaban ya rendidos de fatiga.

A consecuencia de esta prolongada fatiga, o por otra causa cualquiera, uno de los caballos sucumbió aquel día de una manera fulminante, sin que ningún síntoma precursor hiciese presentir el accidente. El caballo era el que montaba Mulrady, y cuando éste quiso obligarle a levantarse, vio que había muerto.

Ayrton examinó al animal tendido en tierra y manifestó que no sabía cómo explicarse su muerte repentina.

—Sin duda —dijo Glenarvan— se ha roto algún vaso.

—Evidentemente —respondió Ayrton.

—Toma mi caballo, Mulrady —añadió Glenarvan—, yo iré con Lady Elena en la carreta.

Mulrady obedeció y la comitiva continuó su penosa ascensión, dejando abandonados a los cuervos los despojos del animal.

La cordillera de los Alpes australianos no es muy ancha, pues su base no llega a 8 millas. Así, pues, si el paso escogido por Ayrton conducía a la vertiente oriental, cuarenta y ocho horas después se podía haber traspasado aquella elevada barrera, y hasta llegar al mar el camino no sería difícil, ni se presentaría erizado de obstáculos insuperables.

En la jornada del 18, alcanzaron los viajeros el punto más alto del paso, a 2.000 pies de altura, aproximadamente. Se hallaban en una meseta despejada que permitía dirigir la mirada muy lejos. Hacia el norte reverberaban las tranquilas aguas del lago Omeo, moteadas de aves acuáticas, y, más allá, las espaciosas llanuras del Murray. Al sur, se entreveían las verdes praderas del Gippsland, sus terrenos auríferos y sus frondosos bosques que les dan toda la apariencia de un país primitivo. Allí la Naturaleza era aún dueña exclusiva y señora absoluta de todo, del curso de los ríos, de sus grandes árboles libres del hacha del leñador, y los squatters se atreven muy rara vez a luchar contra ella. Parecía que la cordillera de los Alpes australianos separaba dos comarcas distintas, de las cuales había una que conservaba su original carácter agreste. El sol llegaba entonces a su ocaso, y algunos de sus rayos, filtrándose por las enrojecidas nubes, avivaban las tintas del distrito de Murray. El Gippsland, al contrario, abrigado por la montuosa mole, se perdía en una vaga oscuridad, como si la sombra sumergiese en una noche precoz y anticipada toda aquella región transalpina. Los espectadores, colocados entre dos panoramas tan antitéticos, sintieron vivamente el contraste y se apoderó de ellos cierta conmoción a la vista de aquella comarca casi desconocida que iban a atravesar hasta las fronteras victorianas.

Acamparon en la misma meseta, y al día siguiente empezó el descenso, que fue bastante rápido. Una violenta granizada asaltó a los viajeros y les obligó a buscar un abrigo en las concavidades de las rocas.

No era pedrisco lo que caía, sino verdaderos témpanos, carámbanos de hielo, anchos como la mano, que se precipitaban de las nubes tempestuosas. Una honda no los hubiera lanzado con más fuerza, y algunas buenas contusiones advirtieron a Paganel y a Roberto que era preciso guarecerse de sus golpes. La carreta quedó acribillada en varios puntos, y pocos tejados hubieran contrarrestado victoriosamente aquellos proyectiles afilados que se clavaban en el tronco de los árboles. So pena de ser bárbaramente lapidados, los viajeros tuvieron que dejar pasar sin moverse aquel prodigioso chubasco, que duró aproximadamente una hora, y entonces emprendieron de nuevo su marcha por las rocas inclinadas, que los arroyos de granizo volvieron resbaladizas en extremo.

A la caída de la tarde, la carreta, muy asendereada, se desvencijó y abrió en su armadura, pero manteniéndose aún firme sobre sus ruedas bajo las últimas laderas de los Alpes, entre grandes abetos aislados. El paso llevaba derecho a las llanuras del Gippsland. Se había pasado felizmente la cordillera, y se tomaron para acampar aquella noche las disposiciones convenientes.

El día 12, al rayar el alba, se emprendió de nuevo el viaje con renovado ardor. Todos deseaban llegar pronto a su término, es decir al océano Pacífico, al punto mismo en que se estrelló la Britannia. Sólo allí podían encontrar las huellas de los náufragos, y no en las desiertas comarcas del Gippsland. Así es que Ayrton apremió mucho a Lord Glenarvan para que cuanto antes enviase al Duncan la orden de trasladarse a la costa, con el fin de tener a su disposición todos los medios que requerían las pesquisas. Era necesario, en su concepto, aprovecharse del camino de Lucknow que va a Melbourne. Más adelante sería difícil, porque las comunicaciones directas con la capital faltarían absolutamente.

Las observaciones del contramaestre parecían muy atendibles, y Paganel aconsejaba que se tomasen en consideración y se tuviesen muy en cuenta. Era también de opinión que en las circunstancias en que se encontraban la presencia del yate sería muy útil, y añadió que después de haber pasado el camino de Lucknow, sería imposible ponerse en comunicación con Melbourne.

Glenarvan estaba perplejo; hubiera tal vez expedido las órdenes que tan perentoriamente reclamaba Ayrton, si el Mayor no hubiera combatido esta medida con toda la energía de que era capaz. Demostró que la presencia de Ayrton resultaba necesaria a la expedición, que sólo él conocería el país al aproximarse a las costas, que si la casualidad hacía tropezar a la expedición con las huellas de Harry Grant, el contramaestre se hallaría más que ningún otro en disposición de seguirlas, y, por último, que únicamente él podía indicar el lugar preciso en que se había perdido la Britannia.

Mac Nabbs opinó, pues, que continuase el viaje sin alterar en lo más mínimo el plan establecido. Halló un auxiliar en John Mangles, que era de su misma opinión. El joven capitán hizo observar también que las órdenes de Su Honor llegarían más fácilmente al Duncan expidiéndolas desde Twofold Bay, que valiéndose de un mensajero obligado a recorrer 200 millas por un país salvaje.

Esta opinión prevaleció, y quedó resuelto que se aguardaría para obrar haber llegado a Twofold Bay. El Mayor observaba a Ayrton, que le pareció muy contrariado. Pero como tenía por costumbre, no dijo nada y guardó sus observaciones para sí mismo.

Las llanuras que se extienden al pie de los Alpes australianos estaban unidas, con una suave inclinación, hacia el este. Grandes grupos de mimosas y eucaliptos y gomeras de variadas esencias, rompían a trechos la uniformidad monótona. El suelo estaba erizado de arbustos de deslumbradoras flores, que eran el Gastrolobium grandiflorum de los botánicos. Algunos creeks de poca importancia, simples arroyuelos cubiertos de juncos y espadaña e invadidos por multitud de orquisos, interceptaban de cuando en cuando el camino, y era preciso rodearlos. A lo lejos, a la aproximación de los viajeros, echaban a correr bandadas de avutardas y casuarios. Por encima de los arbolillos saltaban numerosos canguros como una procesión de figuras elásticas. Pero los cazadores de la expedición no se cuidaban de cazar, y sus caballos no tenían necesidad de multiplicar sus fatigas para hallarse rendidos.

Además, hacía un calor insoportable, y estaba saturada la atmósfera de una electricidad violenta. Los hombres y las bestias experimentaban su influencia. Andaban, andaban, sin pensar en otra cosa. Los gritos de Ayrton excitando a los despeados bueyes, eran el único ruido que interrumpía el sepulcral silencio.

Desde las doce a las dos, atravesaron los expedicionarios un curioso bosque de helechos, que hubiera excitado mucho su admiración de no hallarse tan preocupados. Aquellas plantas arborescentes, en plena florescencia, medían hasta treinta pies de altura.

Caballos y jinetes pasaban holgadamente por debajo de sus largas ramas, y algunas veces sonaba la rueda de una espuela enganchándose en su leñoso tejido. Debajo de aquellos parasoles inmóviles se notaba un frescor delicioso que a nadie desagradaba. Santiago Paganel, siempre demostrativo, siempre cómico y exagerado, lanzó algunos suspiros de satisfacción. Se levantaron bandadas de cotorras y cacatúas. Hubo un concierto de charlas atronadoras.

El geógrafo continuaba haciendo mil aspavientos, cuando sus compañeros le vieron de pronto vacilar en su caballo y caer como un cuerpo inerte. ¿Le había dado algún vahído, o le había sofocado la elevada temperatura?

Todos corrieron hacia él.

—¡Paganel! ¡Paganel! ¿Qué tenéis? —exclamó Glenarvan.

—Lo que pasa, querido amigo, es que ya no tengo caballo —respondió Paganel sacando los pies de los estribos.

—¡Cómo! ¿Vuestro caballo…?

—Muerto, como herido por un rayo, lo mismo que el de Mulrady.

Glenarvan, John Mangles y Wilson examinaron el caballo. No se engañaba Paganel: su caballo acababa de morir repentinamente.

—Es cosa singular —dijo John Mangles.

—Muy singular, en efecto —murmuró el Mayor.

Este nuevo accidente no dejó de preocupar a Glenarvan, pues no le era posible encontrar en el desierto nuevas cabalgaduras, y si una epidemia acababa con los caballos de la expedición, muy apurado se vería para continuar la marcha.

La palabra «epidemia» debía quedar justificada antes de terminar el día. El caballo de Wilson cayó también muerto, y lo que era más grave aún, uno de los bueyes sufrió la misma suerte. Los medios de transporte y de tracción quedaban reducidos a tres bueyes y cuatro caballos.

La situación se agravaba. Al fin y al cabo, los jinetes desmontados podían tomar el partido de andar a pie. A pie habían atravesado muchos squatters aquellas regiones desiertas. Pero si había precisión de abandonar la carreta, ¿qué sería de las viajeras? ¿Podrían salvar las 120 millas que separaban a los expedicionarios de la bahía de Twofold?

John Mangles y Glenarvan examinaron con mucha atención los caballos que sobrevivían. Tal vez sería posible prevenir nuevos accidentes. Examinados escrupulosamente, no se notó en ellos ningún síntoma de enfermedad, ni siquiera de desfallecimiento. Estaban perfectamente sanos y soportaban muy bien las fatigas del viaje. Glenarvan concibió esperanzas de que aquella singular epidemia no haría nuevas víctimas.

Del mismo parecer fue Ayrton, el cual confesaba ingenuamente que no sabía a qué atribuir aquellas muertes fulminantes.

Pusiéronse de nuevo en marcha. Los jinetes que habían quedado desmontados se metían uno tras otro sucesivamente en la carreta para descansar. Al oscurecer, después de una marcha en que apenas se ganaron diez millas, se dio la señal de alto, se organizó el campamento, y se pasó la noche sin novedad debajo de helechos arborescentes, entre los cuales volaban enormes murciélagos, llamados, no con mucha propiedad, zorras volantes.

La jornada del día siguiente, 13 de enero, fue buena. No se renovaron los accidentes de la víspera. El estado sanitario de la expedición era satisfactorio. Caballos y bueyes se portaron a las mil maravillas. El salón de Lady Elena, gracias a la gran afluencia de visitas que recibió, estuvo muy animado. Monsieur Olbinett se ocupó muy activamente en hacer circular los refrescos, que 30° de calor reclamaban imperiosamente. Se vació enteramente medio barril de cerveza. Se declaró a «Barclay y Cía.» el hombre más eminente de la Gran Bretaña, sin exceptuar a Wellington, el cual, ni aun en la época de sus mayores glorias, fabricó nunca tan buena cerveza. ¡Amor propio de escoceses! Santiago Paganel bebió mucho, y discurrió aún más de omni re scibili.

No parecía que debiese concluir mal una jornada que tan bien había empezado. Se habían adelantado 15 millas muy completas, y traspasado sin novedad un país bastante montuoso y de un suelo rojizo. Todos se prometían acampar aquella misma noche en las márgenes del Snowy, río importante que desagua en el Pacífico, al sur de Victoria. No tardaron las ruedas de la carreta en profundizar sus surcos en anchas llanuras formadas de un aluvión negruzco, entre tallos de hierba exuberante y nuevos campos de gastrolobium. Llegó la noche, y una niebla recortada con precisión marcó en el horizonte el curso del Snowy. Debiéronse al vigor de los bueyes algunas millas más que adelantó la carreta. Un bosque de corpulentos árboles se adelantó a muy poca distancia del camino, detrás de una modesta eminencia del terreno. Ayrton dirigió los bueyes por entre los grandes troncos perdidos en la sombra, y traspasaba ya el límite del bosque, a media milla de distancia del río, cuando la carreta se atascó de pronto hasta la mitad de las ruedas.

—¡Atención! —gritó a los jinetes que le seguían.

—¿Qué ocurre? —preguntó Glenarvan.

—Nos hemos atascado —respondió Ayrton.

Y a gritos y con el aguijón excitó a los bueyes, que hundidos en el lodo hasta media pata, no pudieron moverse.

—Acampemos aquí —dijo John Mangles.

—Es lo mejor que podemos hacer —respondió Ayrton—. Mañana, de día, veremos cómo salimos del atolladero.

—¡Alto! —gritó Glenarvan.

La noche cerró rápidamente después de un brevísimo crepúsculo, pero con la desaparición de la luz no coincidió la del calor. La atmósfera estaba saturada de sofocantes vapores, e inflamaban el horizonte algunos relámpagos, deslumbradoras reverberaciones de una tempestad lejana.

Se organizó el campamento. Bien o mal, se habilitó para dormir la atascada carreta. La cúpula sombría de los grandes árboles abrigó la tienda de los viajeros, los cuales se daban por muy satisfechos con tal que no lloviese.

No sin grandes dificultades, consiguió Ayrton sacar los tres bueyes del atolladero, cubiertos de fango hasta los lomos. El contramaestre les trabó lo mismo que a los cuatro caballos, y no consintió que nadie más que él les buscase el forraje. Hacía esto generalmente en persona y con todo interés, y aquella noche Glenarvan notó que multiplicaba sus cuidados, por lo que le dio las más expresivas gracias, pues la conservación de los animales era entonces una cuestión capital.

Entretanto, los viajeros cenaron, aunque muy poco. La fatiga y el calor les habían quitado el apetito y tenían más necesidad de descanso que de alimento. Lady Elena y Miss Grant, después de dar las buenas noches a sus compañeros, se retiraron a sus acostumbrados lechos. Algunos viajeros se metieron en la tienda, pero otros prefirieron echarse sobre la hierba, al pie de los árboles, lo que no ofrece ningún inconveniente en aquellos países salubres.

Poco a poco se fueron todos durmiendo profundamente. Aumentaba la oscuridad de la noche un tupido toldo de grandes nubes que invadían el cielo. Ni un soplo de aire agitaba la atmósfera, y el silencio nocturno era únicamente interrumpido por los graznidos del morepork, especie de autillo australiano que da la tercera menor con tanta precisión como los lúgubres cucos de la vieja Europa.

Alrededor de las once, después de un sueño muy pesado, el Mayor se despertó. Una luz vaga que circulaba bajo los árboles hirió sus ojos medio cerrados. Parecía aquella claridad un manto blanco que rielaba como el agua de un lago en una noche de luna, y de pronto creyó Mac Nabbs que empezaban a propagarse las primeras llamas de un incendio. Se levantó y se dirigió hacia el bosque. Su sorpresa fue grande, cuando se vio en presencia de un fenómeno puramente natural. Se extendía ante sus ojos un inmenso campo de hongos que despedían fosforescencias. Las luminosas esporas de aquellas plantas criptógamas brillaban en las tinieblas con cierta intensidad.

El Mayor, que no era egoísta, iba a despertar a Paganel para que, a fuer de sabio, comprobase el fenómeno con sus propios ojos, cuando le detuvo un incidente.

La luz fosforescente iluminaba el bosque en un espacio de media milla, y Mac Nabbs creyó ver rápidamente algunas sombras por el iluminado lindero.

¿Le engañaban sus miradas? ¿Era juguete de una ilusión óptica?

Se arrojó al suelo, y después de observar con la mayor atención, distinguió perfectamente las siluetas de varios hombres que, bajándose y levantándose sucesivamente, buscaban al parecer en el suelo algunas huellas recientes.

Preciso era saber lo que buscaban aquellos hombres.

El Mayor no vaciló, y no queriendo alarmar a sus compañeros, se fue arrastrando por el suelo como un salvaje de las llanuras, y desapareció bajo las altas hierbas.