Parte 2. Capítulo 14. Las minas del monte Alejandro

Nuestros amigos ya han comprobado que la tierra australiana es pródiga en riquezas agrícolas y ganaderas. Pero también la minería del oro parece tener un lugar importante en la geografía de Australia. Así lo comprueban visitando una explotación aurífera y siguiendo las explicaciones de Paganel.

Los hijos del capitán Grant. Parte 2. Capítulo 14

En 1814, Sir Roderick Impery Murchison, en la actualidad presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres, encontró, por medio del estudio de su conformación, relaciones de identidad notabilísimas entre la cordillera del Ural y la que de norte a sur se extiende no lejos de la costa meridional de Australia.

Siendo los Urales una cordillera aurífera, el sabio geógrafo se preguntó si se encontraría también el precioso metal en la cordillera australiana.

Dos años después, le enviaron algunas muestras de oro de Nueva Gales del Sur, y este hecho provocó la emigración de un gran número de trabajadores de Cornualles a las regiones auríferas de Nueva Holanda.

Monsieur Francis Dutton fue quien encontró las primeras pepitas de Australia del Sur, y Messieurs Forbes y Smyt los que descubrieron los primeros yacimientos de Nueva Gales.

Dado el primer impulso, afluyeron trabajadores de todos los puntos del Globo, ingleses, americanos, italianos, franceses, alemanes, chinos. Pero hasta el 3 de abril de 1851, no reconoció Monsieur Hargraves riquísimos yacimientos de oro, y propuso al gobernador de la colonia de Sydney, Sir Ch. Fitz Roy, le cediera la propiedad del terreno por la módica cantidad de quinientas libras esterlinas.

Su proposición no fue aceptada, pero se propagó el rumor del descubrimiento. Los buscadores de oro se dirigieron hacia Summerhill y el Lenei’s Pound. Se fundó la ciudad de Ofir, que, por la riqueza de sus explotaciones, se hizo muy pronto digna de su nombre bíblico.

Hasta entonces no se había pensado en la provincia de Victoria, que debía, sin embargo, sobresalir por la opulencia de sus yacimientos.

Algunos meses después, en agosto de 1851, se extrajeron las primeras pepitas de la provincia, y muy pronto se explotaron en gran escala cuatro distritos: el de Ballarat, el de Owens, el de Bendigo y el del monte Alejandro. Todos eran muy ricos, pero en el río Owens la abundancia de las aguas volvía el trabajo penoso, en Ballarat una repartición desigual del oro burlaba con frecuencia los cálculos de los exploradores, y en Bendigo no se prestaba el suelo a las exigencias de los trabajadores. En el monte Alejandro se encontraron reunidas en un extremo regular todas las condiciones de buen éxito, y el precioso metal, alcanzando cada libra el valor de 1.441 francos, llegó a tener el precio más elevado en todos los mercados del mundo.

A este sitio tan fecundo en ruinas funestas y en fortunas inesperadas, conducía precisamente a los amigos del capitán Grant el camino del paralelo 37.

Después de haber andado durante toda la jornada del 31 de diciembre por un terreno accidentado que rindió a los caballos y bueyes, distinguieron los viajeros las redondeadas cimas del monte Alejandro. Se estableció el campamento en una estrecha garganta de esta pequeña cordillera, y los animales, debidamente trabados, fueron a buscar su pasto entre los pedazos de cuarzo de que estaba sembrado el suelo. Aquélla no era aún la región de los yacimientos explotables, y hasta el día siguiente, primero del año 1866, no abrieron su surco las ruedas de la carreta en los caminos de aquella opulenta comarca.

Santiago Paganel y sus compañeros se alegraron mucho de ver de paso aquel monte célebre llamado Geboor en idioma australiano. Allí es donde se precipitó toda la balumba de aventureros, ladrones y gentes honradas, los que hacen ahorcar y los que se hacen ahorcar. A los primeros rumores del gran descubrimiento en el año dorado de 1851, ciudades, campos, bosques fueron abandonados por los comerciantes, los labradores y los marineros. La fiebre del oro tomó un carácter epidémico, se hizo contagiosa como la peste, y de ella murieron muchos que creían tener ya asegurada su fortuna. Se decía que la Naturaleza pródiga había sembrado millones en la maravillosa tierra de Australia en más de 25° de latitud. Había llegado la hora de la recolección, y aquellos nuevos segadores corrían a la siega. El oficio del digger, del cavador, era preferido a todos, y si bien muchos sucumbían, rendidos de fatiga, a tan rudo trabajo, algunos se enriquecieron al primer azadonazo. No se hacía mención de las ruinas, y se hacía mucho ruido con las fortunas. Los golpes de suerte retumbaban en las cinco partes del mundo. Oleadas de ambiciosos de toda calaña refluyeron en las playas de Australia, y durante los cuatro últimos meses del año 1852, sólo Melbourne recibió 54.000 emigrados, todo un ejército, pero un ejército sin jefe, sin disciplina, un ejército al día siguiente de una victoria que no se había alcanzado aún, en una palabra 54.000 pillos de la peor especie.

Durante los primeros años de loca embriaguez reinó el mayor desorden, pero los ingleses con su acostumbrada energía dominaron la situación poniendo a los agentes de policía y la gendarmería indígena a disposición de las gentes honradas. Todo varió de tal suerte, que Glenarvan no fue testigo de ninguna escena violenta como las que eran tan frecuentes en 1852. Trece años habían transcurrido desde entonces. La exploración de los terrenos auríferos se hacía con método, y estaba sometida a las reglas de una organización severa.

Además, los criaderos se agotaban. A fuerza de escarbar, se llegaba al fondo. ¿Y cómo no habían de agotarse los tesoros acumulados por la Naturaleza, si desde 1852 hasta 1858 entregaron los mineros del suelo de Victoria 63.107.478 libras esterlinas? Los emigrados han disminuido por lo tanto considerablemente, trasladándose a otras comarcas vírgenes. Así es que los gold fields, campos de oro, nuevamente descubiertos en Otago y en Marlborough en Nueva Zelanda, son horadados en la actualidad por miles y miles de hormigas de dos pies15.

A las once aproximadamente, llegaron los viajeros al centro de las explotaciones. Se veía allí una verdadera ciudad con fábricas, casas de Banca, iglesia, cuartel y periódicos. No faltaban fondas, granjas y alquerías.

Hasta había un teatro, a diez chelines la entrada, que era muy concurrido. En él se representaba con mucho éxito una pieza de circunstancias titulada Francisco Obadich o El minero feliz. El héroe, en el desenlace, daba el último azadonazo de la desesperación, y encontraba una pepita de un peso inverosímil.

Glenarvan, deseando visitar la vasta explotación del monte Alejandro, dejó que la carreta siguiese su camino bajo la dirección de Ayrton y de Mulrady, debiendo el alcanzarla algunas horas después. Esta determinación agradó mucho a Paganel, el cual, como tenía por costumbre, se hizo espontáneamente guía y cicerone de la comitiva.

Ésta, siguiendo su consejo, se dirigió a la casa de la Banca. Las calles eran anchas, y estaban empedradas y cuidadosamente regadas. Gigantescos carteles de los Golden Company (limited) de los Digger’s General Office, de los Nuget’s Union solicitaban las miradas públicas. La asociación de brazos y capitales había sustituido al trabajo aislado del minero. Por todas partes se oía el ruido de las máquinas que lavaban las arenas y trituraban el precioso cuarzo.

Más allá de las casas se extendían los yacimientos entregados a la explotación, en los cuales trabajaban por cuenta de las Compañías mineros que ganaban un crecidísimo salario. No hubiera sido posible contar las excavaciones que acribillaban el terreno. Los azadones brillaban al sol y despedían incesantes destellos. Entre los trabajadores había tipos de todas las naciones. Ninguno se quejaba, y todos cumplían silenciosamente su tarea como gentes asalariadas.

—No se crea, sin embargo —dijo Paganel—, que no queda ya en el suelo australiano ninguno de esos febriles buscadores que piden su fortuna al azaroso juego de las minas. Ya sé que la mayor parte alquilan sus brazos a las Compañías, y no puede ser de otro modo ya que los terrenos auríferos están todos vendidos o arrendados por el Gobierno. Pero al que nada tiene, al que no puede alquilar ni comprar, le queda aún una probabilidad de enriquecerse.

—¿Cuál? —preguntó Lady Elena.

—La de ejercer el jumping —respondió Paganel—. Así es que nosotros, que ningún derecho tenemos sobre estos yacimientos, podríamos, sin embargo, si nos favoreciese mucho la suerte, hacer fortuna.

—Pero, ¿cómo? —preguntó el Mayor.

—Por el jumping, como he tenido la honra de deciros.

—Pero, ¿qué es el jumping? —replicó el Mayor.

—Es un convenio admitido entre los mineros que ocasiona con frecuencia violencias y desórdenes, pero que nunca lo han podido abolir las autoridades.

—Vamos, Paganel —dijo Mac Nabbs—, nos ponéis la miel en la boca.

—Pues bien, está admitido que todo terreno del centro de explotación en el cual, sin ser día festivo, se ha dejado de trabajar por espacio de veinticuatro horas, pase al dominio público. El que de él se apodera puede explotarlo y enriquecerse si le ayuda el cielo. Así, pues, Roberto, amigo mío, procura descubrir uno de esos terrenos y es tuyo.

Monsieur Paganel —dijo Mary Grant—, no deis a mi hermano esos consejos.

—Ya sabe Roberto que me chanceo, querida Miss. ¡Él, minero! ¡Jamás! Labrar la tierra, cultivarla, sembrarla y después pedirle sus mieses en recompensa del trabajo, me parece muy bien. Pero escarbarla a la manera de los topos, ciegamente como ellos, para sacar de sus entrañas un poco de oro, es un triste oficio a que sólo puede dedicarse el que está dejado de la mano de Dios y de los hombres.

Después de haber visitado los principales yacimientos y recorrido un terreno de acarreo, compuesto principalmente de cuarzo, esquisto arcilloso y arenas procedentes de la disgregación de las rocas, llegaron los viajeros a la Banca.

Era ésta un espacioso edificio en cuyo remate ondeaba el pabellón nacional. Lord Glenarvan fue recibido por el inspector general, el cual le hizo los honores de su establecimiento.

Allí las Compañías depositan, mediante recibo, el oro arrancado de las entrañas de la tierra. Estaba ya lejos el tiempo en que el minero era explotado por los mercaderes de la colonia. Éstos les daban en los yacimientos cincuenta y tres chelines por cada onza de oro, de la que luego sacaban en Melbourne sesenta y cinco. Verdad es que el negociante corría los riesgos del acarreo; y como los caminos estaban infestados de bandoleros, no siempre la escolta llegaba a su destino.

El inspector presentó a los viajeros curiosas muestras de oro, y les dio interesantes pormenores acerca de los diferentes modos de explotación del codiciado metal.

Éste se encuentra generalmente bajo la forma de oro rodeado o de oro desagregado. En el estado de mineral está mezclado con tierra de aluvión, o encerrado en una ganga de cuarzo. Para extraerlo se procede atacando primero las capas superficiales o las más profundas, según la naturaleza de la superficie.

El oro rodeado se halla en el fondo de los torrentes, de los valles y de las quebradas, escalonado según su magnitud, primero los granos, después las hojas y últimamente las pajillas.

Pero el oro desagregado, cuya ganga ha sido descompuesta por la acción del aire, se encuentra en montoncillos, y forma lo que los mineros llaman bolsadas. Hay bolsadas que encierran una fortuna.

En el monte Alejandro se recoge el oro más especialmente en las capas arcillosas y en los intersticios de las rocas pizarrosas, donde hay nidos de pepitas que en un momento pueden enriquecer a un minero. Allí está con frecuencia el premio grande de aquella especie de lotería.

Los viajeros, después de haber examinado las distintas muestras de oro, recorrieron el museo mineralógico del Banco. Vieron rotulados y clasificados todos los productos obtenidos del suelo australiano. No es el oro su única riqueza. Australia puede considerarse como un cofre de joyas en el que la Naturaleza guarda las más preciosas.

Brillaban en los escaparates el topacio blanco, digno rival de los topacios brasileños, el granate y la almandina, la epidota, especie de silicato de un hermoso color verde, el rubí balaje, representado por espirales de color de escarlata, y por una bellísima variedad de color de rosa, zafiros de un color azul claro y de un color azul oscuro, tales como el corindón o espato adamantino, tan preciados como los de Malabar y los del Tíbet, y por último, un pequeño diamante que se encontró en las márgenes del Turón. Muy completa era aquella resplandeciente colección de piedras finas, y no había que ir muy lejos a buscar el oro para engastarlas. No queriendo las joyas ya montadas, no se podía pedir más.

Glenarvan se despidió del inspector del Banco, después de darle las gracias por su complacencia de que habían hecho amplio uso. En seguida se dirigieron otra vez a los yacimientos.

Paganel, por poco adherido que estuviese a los bienes de este mundo, no daba un paso sin registrar con la mirada aquel suelo tan opulento. Se despertó en él un sentimiento de codicia más fuerte que su filosofía, contra el cual eran impotentes las bromas de sus compañeros. A cada paso se bajaba, cogía un guijarro, un pedazo de ganga, un fragmento de cuarzo; lo examinaba con atención y lo arrojaba luego con desprecio. Se comportó así durante todo el paseo.

—¿Ésas tenemos, Paganel? —le preguntó el Mayor—. ¿Habéis perdido algo?

—Sin duda —respondió Paganel— en este país de oro y piedras preciosas, lo que no se encuentra se pierde. No sé por qué he de desear tanto poderme llevar una pepita que pese algunas onzas, aunque no sean más que veinte libras.

—¿Para qué la queréis, mi digno amigo? —dijo Glenarvan.

—No me serviría de estorbo —respondió Paganel—. Haría un regalo a mi país depositándola en el Banco de Francia.

—¿Que la aceptaría?

—Sin duda, bajo la forma de obligaciones de ferrocarriles.

Se felicitó a Paganel por la manera patriótica y desprendida con que quería ofrecer su pepita a su país, y Lady Elena deseaba que encontrase la mayor del mundo.

Los viajeros recorrieron hablando la mayor parte de los terrenos explotados. En todos los puntos se trabajaba maquinalmente, sin apenas animación.

Después de dos horas de paseo, Paganel descubrió una posada muy decente, en la que propuso descansar un rato mientras llegaba la hora de reunirse a la carreta. Lady Elena consintió en ello, y como en una posada es preciso tomar algo, Paganel pidió al posadero que les sirviera una bebida del país. Inmediatamente trajeron un nobler para cada uno.

El nobler no es más que el grog, pero grog al revés. En lugar de echar una copa de aguardiente en un vaso de agua, se echa una copita de agua en un gran vaso de aguardiente, se le azucara y se bebe. Como esta pócima era demasiado australiana se añadió al nobler una botella de agua, con no poca extrañeza del posadero, y quedó convertido en el grog británico.

Se habló en seguida de minas y mineros. La ocasión no podía ser más oportuna. Paganel, muy satisfecho de lo que acababa de ver, confesó, sin embargo, que el espectáculo debía ser más curioso en otro tiempo durante los primeros años de explotación del monte Alejandro.

—La tierra —dijo— estaba entonces materialmente acribillada de agujeros por legiones de hormigas trabajadoras. ¡Y qué hormigas! El mismo ardor, pero no la misma previsión de las hormigas tenían todos los emigrados. El oro se disipaba en locuras. Se bebía, se jugaba, y esta posada en que nos hallamos era un infierno, como se decía entonces. Los dados traían puñaladas. La Policía era impotente, y más de una vez el gobernador de la colonia se vio obligado a intervenir con un ejército regular contra los mineros amotinados. Llegó, sin embargo, a hacerles entrar en razón; impuso a cada explotador un derecho de patente, les hizo pagar, aunque no dejó de costarle algún trabajillo, y en una palabra, los desórdenes fueron aquí menores que en California.

—¿Es decir —preguntó Lady Elena—, que el oficio de minero puede ejercerlo cualquier individuo?

—Sí, señora. No se necesita para serlo haber tomado el grado de bachiller. Basta tener buenos brazos. La mayor parte de los aventureros, arrojados por la miseria, llegaban a las minas sin dinero. Los que más, tenían un azadón, otros no tenían más que un mal cuchillo, y trabajaban todos con un afán que seguramente no lo hubieran empleado en un oficio de hombres honrados. ¡Qué aspecto tan singular el de estos terrenos auríferos! La tierra estaba cubierta de tiendas, bohíos, barracas, chozas, algunas hechas de fango, otras de tablas, otras de hojas. En el centro se levantaba dominante la casa del Gobierno, que tenía izado el pabellón británico, y descollaban entre las humildes viviendas las tiendas de terliz azul de los agentes de la autoridad, y los establecimientos de los cambistas, de los mercaderes de oro, de los traficantes, que especulaban con aquel conjunto de riqueza y pobreza. Éstos se enriquecieron con toda seguridad. Eran de ver aquellos mineros de larga barba y camisa roja que vivían en el agua y el fango. El aire estaba lleno del continuo ruido de los azadones, y de las fétidas miasmas procedentes de las carroñas de animales que se pudrían en todas partes. Un polvo sofocante envolvía como una nube a los desgraciados que suministraban a la mortalidad un contingente excesivo, y en otro país menos sano, menos dotado de buenas condiciones higiénicas, se hubiera desarrollado el tifus y hubiera diezmado la población. ¡Y si al menos todos aquellos aventureros hubieran conseguido sus deseos! Pero no, no tenía compensación tanta miseria, y se puede asegurar que, por cada minero que se ha enriquecido, ciento, doscientos, tal vez mil, han muerto pobres y desesperados.

—¿Podríais decirnos, Paganel —repreguntó Glenarvan—, cuáles eran los procedimientos adoptados para la extracción del oro?

—No podían ser más sencillos —respondió Paganel—. Los primeros mineros no eran más que lavadores, no hacían más que sacar los granitos de oro de entre las arenas, procediendo como se procede aún en algunas comarcas de Cevennes, en Francia. Actualmente, las Compañías proceden de otro modo. Suben a la misma fuente, al filón que produce las hojas, las pajillas y las pepitas. Pero los lavadores se contentaban con lavar las arenas auríferas, y no hacían otra cosa. Lavaban, recogían las capas de tierra que les parecían productivas y las echaban al agua para separar el precioso mineral. El lavado se efectuaba por medio de un instrumento inventado en América, llamado creadle o cuna, que consistía en una caja de cinco o seis pies de longitud, dividida en dos compartimientos, de los cuales el uno estaba provisto de una criba grosera, puesta encima de otras de agujeros más pequeños, y el otro se angostaba en su parte inferior. Se echaba la arena sobre la criba más grosera y se vertía agua encima, y luego se agitaba o mecía el instrumento. Las piedras quedaban en la primera criba, el mineral y la arena fina pasaban a las otras, según su tamaño, y la tierra desleída salía con el agua por la extremidad inferior. Tal era la máquina generalmente usada.

—Y no obstante su sencillez, no todos la tendrían —dijo John Mangles.

—La compraban los recién llegados a los mineros enriquecidos o arruinados, según el caso —respondió Paganel—, o se pasaban sin ella.

—¿Y cómo la remplazaban? —preguntó Mary Grant.

—Con un plato, querida Mary, con un sencillo plato de hierro, abaleando la tierra como se abalea el trigo, sólo que en lugar de granos de trigo se recogían algunas veces granos de oro. En el primer año, sin más aparatos, más de un minero labró su fortuna. Aquél, amigos míos, era el buen tiempo, aunque un par de botas costasen cincuenta francos, y se diesen diez chelines por un vaso de limón. Los primeros que llegan son siempre los más afortunados, que a quien madruga Dios le ayuda. El oro abundaba en todas partes, hasta en la superficie de la tierra; los arroyos corrían por un lecho de metal y éste se encontraba hasta en las mismas calles de Melbourne. Se empedraba con oro. Así es que desde el 26 de enero hasta el 24 de febrero de 1852, el precioso metal transportado desde el monte Alejandro a Melbourne, bajo la escolta del Gobierno, ascendió a 8.238.650 francos, lo que da por término medio 164.725 francos diarios.

—La dotación, poco más o menos, del emperador de Rusia —dijo Glenarvan.

—¡Pobrecito! —replicó el Mayor.

—¿Se citan muchos casos de fortuna repentina? —preguntó Lady Elena.

—Algunos, señora.

—¿Los conocéis? —dijo Glenarvan.

—¡Pardiez! —respondió Paganel—. En 1852, en el distrito de Ballarat, se encontró una pepita que pesaba 573 onzas, otra en el Gippslando de 782 onzas, y en 1861 un lingote de 834 onzas. En el mismo Ballarat, un minero descubrió una pepita que pesaba 69 kilogramos, lo que, a 1.772 francos la libra, hace 223.850 francos. Un azadonazo que da 11.000 francos de renta, es un buen azadonazo.

—¿En qué proporción ha aumentado la producción del oro desde el descubrimiento de estas minas? —preguntó John Mangles.

—En una proporción enorme, amigo John. Era de 47.000.000 anuales al principio del siglo, y actualmente, incluyendo el producto de las minas de Europa, Asia y América, se valora en 900.000.000.

—Así, pues, Monsieur Paganel —dijo Roberto—, en el punto mismo en que nos hallamos, tenemos quizá bajo los pies mucho oro.

—Sí, muchacho, millones. Andamos sobre ellos. Pero andamos sobre ellos porque los despreciamos.

—¿Es por consiguiente Australia un país privilegiado?

—No, Roberto —respondió el geógrafo—. Los países auríferos no son privilegiados. No engendran más que poblaciones haraganas, y nunca razas fuertes y laboriosas. Mira lo que es el Brasil, lo que es México, lo que es California, lo que es Chile, lo que es el Perú, lo que es Australia. ¿A qué altura están en pleno siglo XIX? El país por excelencia, hijo mío, no es el país del oro, sino el país del hierro.

  • 15. Los criaderos auríferos no están agotados, ni mucho menos. Según las últimas noticias de Australia, los criaderos de Victoria y Nueva Gales ocupan cinco millones de hectáreas. El peso del cuarzo aurífero viene a ser de veinte mil seiscientos cincuenta millares de millones de kilogramos, y con los actuales medios de explotación se necesitaría para agotar estos criaderos el trabajo de cien mil operarios por espacio de tres siglos.