Parte 3. Capítulo 05. Los marineros improvisados

Los pasajeros del Macquarie deben asumir el control del buque ante la cobarde huida de su capitán y tripulación. Los expedicionarios se ponen a las órdenes de la competente guía del capitán del Duncan, John Mangles, para tratar de arrancar al Macquarie de su comprometida situación encallado en un arrecife.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 5

Will Halley y su tripulación, aprovechándose de las tinieblas de la noche y del sueño de los pasajeros, habían huido en el único bote que el bergantín tenía. Ya era indudable que el mal llamado capitán, cuyo deber le obligaba a no abandonar el buque hasta que hubiesen salido todos, fue quien salió primero.

—Esos tunantes han huido —dijo John Mangles—. Tanto mejor, Milord. Así no tendremos que presenciar ciertas escenas repugnantes.

—Lo mismo digo —respondió Glenarvan—. Además, tenemos un capitán a bordo, John, y marineros animosos aunque no diestros. Aludo a todos tus compañeros. Dispuestos estamos a obedecerte; puedes mandar lo que quieras.

El Mayor, Paganel, Roberto, Wilson, Mulrady y hasta Olbinett aplaudieron las palabras de Glenarvan, y colocados en fila sobre cubierta, se pusieron a disposición de John Mangles.

—¿Qué hay que hacer? —preguntó Glenarvan.

El joven capitán paseó por el mar una mirada investigadora, examinó la arboladura incompleta del bergantín, y después de un breve rato de reflexión dijo:

—Dos medios tenemos, Milord, para salir de esta situación que no puede prolongarse. Podemos probar a desencallar el buque y hacernos a la mar, o ganar la costa en una almadía que construiremos fácilmente.

—Si se puede desencallar el buque, desencállese —respondió Glenarvan—. ¿No os parece, que es el mejor partido que se puede tomar?

—Sí, Milord, porque no sé lo que haríamos en tierra sin medios de transporte.

—Evitemos la costa —añadió Paganel—. Desconfiemos de Nueva Zelanda.

—Tanto más, cuanto que hemos derivado mucho —añadió John—. Es evidente que por incuria de Halley hemos sido arrojados al sur. A mediodía tomaré la altura, y si, como presumo, nos hallamos debajo de Auckland, procuraré remontarme con el Macquarie costeando.

—Pero, ¿y las averías del bergantín? —preguntó Lady Elena.

—Me parece que no han de ser graves, señora —respondió John Mangles—. Remplazaré provisionalmente con una bandola el trinquete, y aunque despacio, iremos donde bien nos parezca. Si por desgracia el casco del bergantín ha sufrido en sus fondos o no se puede arrancar del arrecife, tendremos que resignarnos a ganar la costa y a tomar por tierra el camino de Auckland.

—Veamos, pues, el estado del buque, que es lo que más importa —dijo el Mayor.

Glenarvan, John y Mulrady abrieron la escotilla y bajaron a la sentina, en que hallaron pésimamente estibadas 200 toneladas de cueros curtidos. Sin gran trabajo se pudieron sacar por medio de una cabria sujeta al estay encima de la escotilla. John hizo inmediatamente echar al mar, para aligerar el casco, una gran parte del cargamento.

Después de tres horas de rudo trabajo, se pudieron examinar los fondos del bergantín. Se habían levantado a babor, a la altura de las cintas, dos tablas de la borda; pero como el Macquarie estaba echado sobre estribor, su costado derecho se hallaba sumergido.

Las averías eran muy visibles y el agua no podía penetrar por ellas. Además, Wilson se dio prisa en volver a juntar las tablas, y después de calafatearlas con estopa, clavó en ellas cuidadosamente y a mayor abundamiento una plancha de cobre.

La sonda no indicó en la sentina más que dos pies de agua, de que las bombas debían librarla fácilmente y aliviar el buque de su peso.

Examinando el casco, John reconoció que había sufrido poco en el choque. Era probable que quedase enclavada en el banco una parte de la falsa quilla, de la cual se podía prescindir.

Después de haber registrado el interior del buque, Wilson buceó para determinar su posición en el escollo.

El Macquarie, con la proa vuelta al Noroeste se había embarrancado en un banco de arena cenagosa cuyo cantil es muy brusco. Se hallaban profundamente embutidas en él la extremidad inferior de la roda y dos terceras partes de su quilla, flotando el resto de ella hasta el codaste en cinco brazas de agua. El gobernalle, por consiguiente, no estaba comprometido y podía funcionar libremente, lo que no dejaba de ser una ventaja para servirse de él en caso necesario.

John juzgó conveniente dejarlo tal como estaba.

Las mareas no son fuertes en el Pacífico. Sin embargo, John Mangles esperaba hallar en el flujo un auxiliar poderoso para poner el Macquarie a flote. El bergantín había quedado varado una hora antes de la marea alta, y desde el momento del reflujo o bajamar, su inclinación hacia estribor fue en progresivo aumento. A las seis de la mañana, en el menguante de la marea, había alcanzado su máximo de inclinación, y pareció inútil apuntalarlo, pudiéndose conservar a bordo las vergas y masteleros que John se reservaba para construir una bandola que remplazase el palo de proa.

Se iban a tomar disposiciones para poner el bergantín a flote. El trabajo era largo y penoso, y había absoluta imposibilidad de haber terminado los preparativos que la operación requería para la pleamar de las doce y cuarto. Aquel día no se podía hacer más que observar cómo se conduciría el bergantín, ya en parte descargado, bajo la acción del flujo, y reservar para la marea del día siguiente la maniobra definitiva.

—¡Manos a la obra! —dijo John Mangles.

Sus marineros improvisados no esperaban más que sus órdenes.

John les mandó aferrar las velas que estaban ya cargadas. El Mayor, Roberto y Paganel subieron a la cofa del palo mayor dirigidos por Wilson. La gavia, hinchada por el viento, hubiera perjudicado la operación de poner el buque a flote, y fue preciso aferrarla, lo que bien o mal se llevó a cabo. Después de un trabajo muy penoso y duro para manos no encallecidas ni acostumbradas a él, era menester desembarazar el palo mayor del mastelero de juanete, y el joven Roberto, con su agilidad de mono y su atrevimiento de grumete, prestó durante esta difícil operación grandes servicios.

Se necesitaba entonces echar una o tal vez dos anclas por la popa del buque en dirección a la quilla. Los esfuerzos de tracción debían ejercerse sobre ellas para halar el Macquarie al llegar la marea, y esta operación no ofrece ninguna dificultad cuando se dispone de una lancha o bote, en cuyo caso no se hace más que echar el áncora en un punto conveniente que se ha reconocido de antemano; pero en el Macquarie no había ningún bote, y había que suplirlo con algo.

Glenarvan, aunque no era marino de profesión, había visto mucho, y tenía suficiente práctica para comprender la necesidad de aquellas operaciones. Debía echar un áncora para arrancar al buque del escollo.

—¿Pero cómo nos arreglaremos sin bote? —preguntó a John.

—Echaremos mano —respondió el joven capitán— de los restos del trinquete y de toneles vacíos. La operación, aunque difícil, no será imposible, porque las áncoras del Macquarie no son de gran tamaño. Una vez echadas, si no ceden tengo confianza.

—No perdamos tiempo, pues, John.

Todos, lo mismo los marineros que los pasajeros, fueron llamados sobre cubierta para tomar parte en la maniobra. Se rompió a hachazos la cabuyería que sujetaba aún el trinquete, el cual al caer se había roto al nivel del calce, de suerte que la cofa se pudo sacar fácilmente. La cofa era una excelente plataforma, una buena explanada de tablones para formar una almadía en toda regla. Se la sostuvo por medio de toneles vacíos para que pudiese soportar el peso de las anclas, y se le puso para gobernarla un remo a manera de timón. Además, la marea creciente debía precisamente hacerla derivar hacia la popa del bergantín, y luego de echadas las anclas, no había de ser difícil volver a bordo tirando del calabrote largado desde el buque.

Este trabajo estaba medio concluido cuando se acercó el sol al meridiano. John Mangles dejó a cargo de Glenarvan la dirección de las operaciones empezadas y se ocupó en determinar la posición, que era cosa muy importante. Afortunadamente John había encontrado en la cámara de Will Halley, junto con un anuario del observatorio de Greenwich, un sextante muy sucio, pero suficiente para tomar la altura. Lo limpió y volvió con él sobre cubierta.

El sextante, por medio de una serie de espejos movibles, trae el sol al horizonte en el momento en que se halla en el cenit, es decir, cuando el astro del día ha llegado al punto más alto de su carrera. Se comprende, pues, que para la operación es preciso dirigir el anteojo del sextante a un horizonte verdadero, el que forman el cielo y el agua confundiéndose. Pero precisamente la tierra, prolongándose hacia el norte en un vasto promontorio, e interponiéndose entre el observador y el horizonte verdadero, hacía imposible la observación.

En los casos en que falta el horizonte natural se le remplaza con otro artificial, que consiste ordinariamente en una cubeta chata llena de mercurio, sobre la cual se opera. El mercurio por sí solo forma un espejo perfectamente horizontal. No habiendo mercurio a bordo, John zanjó la dificultad sirviéndose de una tina llena de alquitrán líquido, cuya superficie reflejaba suficientemente la imagen del sol.

Conocía ya la longitud, hallándose en la costa oeste de Nueva Zelanda, y fue una fortuna, porque sin cronómetro no habría podido calcularla. No le faltaba más que la latitud, y trató de obtenerla.

Tomó por medio del sextante la altura media del sol sobre el horizonte, y vio que esta altura era de 68° 30'. La distancia del sol al cenit, era, pues, 21° 30' puesto que, sumadas estas cifras, dan 90°, y siendo aquel día, 3 de febrero, la declinación del sol de 16° 30' según el Anuario, añadiendo a esta distancia cenital 21° 30', se tenía una latitud de 38°.

La situación del Macquarie se determinaba, pues, de la manera siguiente: longitud 171° 13', latitud 38°, salvo algún error insignificante, que no debía tomarse en cuenta, debido a la imperfección de los instrumentos.

Consultado el mapa de Johnson comprado por Paganel en Edén, John Mangles vio que el naufragio había ocurrido en la boca de la bahía de Aotea, encima de la punta Caluca, cerca de las costas de la provincia de Auckland. Hallándose la ciudad de Auckland situada en el paralelo 37, el Macquarie había sido arrojado un grado al sur, y debía, por consiguiente, remontar un grado para alcanzar la capital de Nueva Zelanda.

—Todo lo más un trayecto de 25 millas —dijo Glenarvan—. Poca cosa es.

—Lo que es poco en el mar será largo y penoso en tierra —respondió Paganel.

—Por lo mismo —respondió John Mangles— haremos todo lo posible para poner a flote el Macquarie.

Tomada la altura, volvieron a empezar los trabajos. A las doce y cuarto, la marea había llegado a su mayor altura, pero como no se habían echado aún las anclas, no pudo John aprovecharse de ella. No por eso dejó de observar el Macquarie con cierta ansiedad. ¿La acción de la pleamar podría ponerle a flote? La cuestión se iba a resolver dentro de cinco minutos.

Esperó, pues. Oyéronse algunos chasquidos, que si no los producía un movimiento ascensional del buque eran por lo menos efecto de un estremecimiento de la carena, que hacía concebir a John buenas esperanzas para la marea siguiente. Pero por de pronto el buque permaneció inmóvil.

Prosiguieron los trabajos. A las dos estaba concluida la almadía y se embarcó en ella el ancla. John y Wilson la acompañaron, después de amarrar un calabrote a la popa del bergantín. El reflujo les hizo derivar, y echaron el ancla a la distancia de medio cable habiendo diez brazas de fondo. Las uñas del áncora agarraron bien y la almadía volvió a bordo.

Se destrincó el áncora mayor y se la dejó pendiente del capón y puesta a la pendura, pero, no sin alguna dificultad, se bajó de la serviola. La almadía repitió su operación; y muy pronto quedó echada la segunda áncora detrás de la primera en un fondo de quince brazas. En seguida John y Wilson, tirando del calabrote, volvieron a bordo del Macquarie.

Se ataron al molinete los cables de las áncoras, y se aguardó la próxima marea que debía dejarse sentir a la una de la mañana. Eran entonces las seis de la tarde.

John Mangles felicitó a sus marineros y dio a entender a Paganel que con el tiempo, si tenía una buena conducta, podría ser un regular contramaestre.

Monsieur Olbinett, después de haber ayudado en todas las maniobras, había vuelto a la cocina, donde preparó una comida suculenta que venía muy al caso, pues la tripulación estaba hambrienta. Bien satisfecho su apetito, se halló perfectamente repuesta para los trabajos sucesivos.

Después de comer, tomó John Mangles las últimas precauciones para asegurar el buen éxito de la operación, pues tratándose de poner a flote un buque, no se puede tener el menor descuido. Basta a veces para frustrar la empresa un aligeramiento de algunas líneas y la quilla no se desprende de su lecho de arena.

John Mangles había hecho arrojar al mar la mayor parte de las mercancías para aliviar al buque de su peso, y el resto de ellas, las vergas de repuesto y algunas toneladas de piedras que servían de lastre se trasladaron a popa para facilitar con su peso el desprendimiento del estrave. Wilson y Mulrady llevaron también a popa algunos toneles que llenaron de agua, con objeto de levantar la proa.

Se concluyeron estos últimos trabajos a las doce de la noche, y era de esperar que en aquellos momentos en que todas las fuerzas eran pocas para dar vueltas al cilindro del cabrestante, la tripulación se hallase de tal manera quebrantada, que obligó a John a tomar una nueva resolución.

Reinaba entonces en la mar una calma que no hacía más que rizar caprichosamente la superficie de las olas. John, que observaba el horizonte, notó que el viento tendía a saltar del Sudoeste al Noroeste. La disposición particular y el color de las nubes no permiten a un marinero equivocarse fácilmente. Wilson y Mulrady participaban de la opinión de su capitán.

John Mangles dio cuenta a Glenarvan de sus observaciones, y le propusieron aplazar para el día siguiente la operación de poner a flote el buque.

—Voy a exponer mis razones, Milord —dijo—. En primer lugar estamos rendidos, y tenemos necesidad de todas nuestras fuerzas para desembarrancar el bergantín. Además, en medio de estas rompientes peligrosas y siendo la oscuridad tan profunda, ¿cómo le conduciremos luego que le hayamos arrancado del escollo? Más vale aguardar el día. Otra razón me aconseja el aplazamiento. El viento promete venir a ayudarnos, y quisiera aprovecharme de su ofrecimiento; quiero que empuje hacia afuera este estropeado casco, mientras el mar lo levanta. Mañana, si no mienten las señales, tendremos viento del Noroeste. Orientaremos al revés las velas del palo mayor, y ello nos ayudará a levantar el buque.

Todas las razones aducidas por Mangles eran decisivas, y doblegándose a ellas Glenarvan y Paganel, que eran los más impacientes que había a bordo, se aplazó la operación hasta el día siguiente.

La noche fue buena. Hubo siempre sobre cubierta alguno de cuarto para vigilar principalmente las anclas.

Amaneció y se realizaron las previsiones de John Mangles. Soplaba una ligera brisa del Noroeste con tendencia a refrescar, lo que era un considerable aumento de fuerza a favor de la maniobra. Los marineros se distribuyeron la faena. Roberto, Wilson y Mulrady en los altos, y Glenarvan y Paganel sobre cubierta prepararon los aparejos para lanzar las velas en el momento preciso. Se izó la mayor y se dejó cargada la gavia.

Eran las nueve de la mañana, y por consiguiente habían de pasar aún cuatro horas antes que subiese la marea. No fueron tiempo perdido. John las invirtió en colocar en la proa la bandola para remplazar el trinquete y hallarse en disposición de alejarse de aquellos parajes peligrosos apenas estuviese el buque puesto a flote. Los trabajadores hicieron nuevos esfuerzos y antes de mediodía la verga de trinquete estaba sólidamente sujeta a guisa de mástil. Lady Elena y Mary Grant sirvieron también de mucho, pues envergaron una vela de repuesto en una antena de sobrejuanete. No deseaban otra cosa más que contribuir a la salvación común. Terminadas estas operaciones, si bien es verdad que bajo el punto de vista de la elegancia y de la estética el Macquarie dejaba mucho que desear, podía navegar muy bien no separándose demasiado de la costa.

La marea subía. Empezaba a manifestarse en la superficie del mar un pequeño oleaje. Las crestas de los arrecifes desaparecían poco a poco como animales marinos que se sumergen en el líquido elemento. Se acercaba la hora de intentar la operación capital de que todas las otras no fueron más que preliminares. Una irrefrenable impaciencia mantenía sobreexcitados los ánimos. Nadie hablaba, y todos, mirando a John, aguardaban una orden suya.

Inclinado sobre la popa, John Mangles observaba la marea, examinando con inquietud el cable y el cabrestante sumamente tirantes.

A la una, llegó la marea a su mayor altura. Estaba tendida, es decir, se hallaba en aquel corto instante en que ya no sube, pero aún no baja. Fuerza era obrar sin tardanza. Largáronse la mayor y la gavia, y las hinchó el viento.

El cabrestante estaba dotado de guimbaletes como las bombas de incendio, y Glenarvan, Mulrady y Roberto por un lado, Paganel, el Mayor y Olbinett por otro, se cargaron sobre ellos con todo su peso para comunicar el movimiento al aparato. Al mismo tiempo John y Wilson, armados de espeques que apoyaban en las muescas del cilindro del cabrestante, contribuían poderosamente a activar la función del aparato.

—¡Firme! ¡Firme! —gritaba el joven capitán—. ¡Firme todos a la vez! ¡A una!

Los cables se pusieron más y más tirantes bajo la poderosa acción del cabrestante. El ancla había hincado bien sus lengüetas, y el bergantín no garreaba.

Preciso era salir del paso cuanto antes, porque la pleamar no dura más que algunos minutos, y no podía tardar en bajar el nivel del agua.

Todos redoblaron sus esfuerzos. El viento soplaba con violencia y henchía las dos velas. El casco se estremeció, pero el escollo le tenía muy agarrado. Tal vez un brazo más hubiera bastado para arrancar su presa al arrecife.

—¡Elena! ¡Mary! —gritó Glenarvan.

Las dos jóvenes unieron sus esfuerzos a los de sus compañeros, y se oyó el último rechino de la lengüeta del cabrestante.

Pero nada más; el bergantín no se movió. La operación fracasó completamente. Empezaba ya el reflujo, y era evidente que, ni aun teniendo el viento y el mar por auxiliares, podía aquella reducida tripulación poner su buque a flote.