Parte 3. Capítulo 16. Entre dos fuegos

La parte más arriesgada de la fuga se había consumado con éxito, pero quedaba la más fatigosa, la de recorrer la gran distancia que les separaba de la costa a través de un agreste paisaje y tratando de evitar cualquier encuentro con los naturales de Nueva Zelanda.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 16

La noche favorecía la evasión, y era por tanto muy conveniente aprovecharse de ella para apartarse cuanto antes de las funestas cercanías del lago Taupo. Paganel tomó a su cargo la dirección de la pequeña comitiva, y su maravilloso instinto de viajero se reveló de nuevo durante aquella difícil peregrinación en las montañas. Evolucionaba en medio de las tinieblas con sorprendente habilidad, escogiendo sin vacilar los senderos casi invisibles, sin desviarse de la constante dirección que se había propuesto seguir. Verdad es que le servía de mucho su nictalopía, y que sus ojos de gato le permitían distinguir en la oscuridad más profunda los más pequeños objetos.

Durante tres horas, los viajeros avanzaron sin descansar un instante, por las muy prolongadas cuestas de la vertiente oriental, inclinándose un poco hacia el Sudeste, a fin de llegar a un estrecho paso abierto entre Kaimanawa y los Wahiti Rangers, por donde cruza el camino de Auckland a la bahía Haukes. Paganel, después de pasar aquella garganta, quería echarse fuera del camino, y, abrigado por las altas cordilleras, atravesar las inhabitadas regiones de la provincia.

A las nueve de la mañana, se habían andado doce millas en doce horas. No se podía pedir más a las animosas viajeras. Además, el lugar pareció inconveniente para establecer un campamento. Los fugitivos habían alcanzado el desfiladero que separa las dos cordilleras. La senda de Oberland quedaba a la derecha y corría hacia el sur.

Paganel, con el mapa delante, se desvió un poco hacia el Nordeste, y a las diez la comitiva llegó a una especie de cueva formada por una porción saliente de la montaña.

Sacaron los viajeros los víveres de los sacos, y comieron alegremente. Mary Grant y el Mayor, que hasta entonces habían rechazado los helechos comestibles, los devoraron aquel día con verdadero entusiasmo.

El descenso duró hasta las dos de la tarde, y se tomó de nuevo el camino del este, pernoctando los viajeros a ocho millas de las montañas. No por acostarse a la intemperie dejaron todos de dormir profundamente.

Al día siguiente, presentó el camino dificultades bastante serias. Había que atravesar el curioso distrito de los lagos volcánicos, géiseres y solfataras, que desde Wahiti Rangers se extiende hacia el este. Los ojos quedaron más complacidos del país que las piernas. A cada cuarto de milla tenía que darse algún rodeo, que superarse algún obstáculo; pero ¡qué sorprendente espectáculo, qué infinita variedad da la Naturaleza a sus grandes escenarios!

En el vasto espacio de 20 millas cuadradas, la acción de las fuerzas subterráneas se ostentaba bajo mil distintas formas. Manantiales salinos de una transparencia extraña, poblados de miríadas de insectos, salían de entre los espesos bosques de planta de té, y despedían un penetrante olor muy parecido al de la pólvora quemada, dejando en el suelo un residuo blanco como la nieve. En algunos de dichos manantiales, las cristalinas aguas tenían una temperatura próxima a la ebullición, al paso que en otros muy cercanos estaban casi heladas. Gigantescos helechos se cruzaban de una a otra orilla en condiciones análogas a las de la vegetación siluriana.

Vistosos surtidores, envueltos en vaporosos torbellinos, brotaban del suelo en todas direcciones, como los líquidos canastillos de un parque, siendo algunos de ellos continuos y otros intermitentes, como si estuviesen sometidos a los antojos de un caprichoso Plutón. Se escalonaba a la manera de las gradas de un anfiteatro en sobrepuestas pendientes naturales, y sus aguas se confundían poco a poco bajo espirales de humo, royendo los peldaños medio diáfanos de sus gigantescas escaleras, y alimentando lagos enteros con sus cascadas hirvientes.

Más lejos, sucedían las solfataras a los manantiales calientes y a los géiseres tumultuosos. El terreno se presentó como si padeciese un exantema, cubierto enteramente de pústulas, que eran otros tantos cráteres medio apagados, surcados por numerosas grietas de las que se escapaban diferentes gases. La atmósfera estaba saturada del olor picante y desagradable de los ácidos sulfurosos, y el azufre precipitado, formando cortezas y concreciones cristalinas, tapizaba la tierra. Allí se acumulaban desde remotos siglos incalculables y estériles riquezas, siendo aquel distrito de Nueva Zelanda, aún poco conocido, el punto en que la industria se abastecería si se agotasen algún día los yacimientos de azufre de Sicilia.

Se comprende cuántas fatigas experimentarían los viajeros para atravesar aquellas regiones erizadas de obstáculos. Difícil era acampar en ellas, y las armas de los cazadores no encontraban un solo pájaro digno de ser desplumado por las manos de Mr. Olbinett. Por lo común, fue preciso contentarse con helechos y batatas, que eran alimentos muy poco nutritivos para restablecer las extenuadas fuerzas de los asendereados viajeros. Todos, por lo tanto, procuraban dejar atrás cuanto antes aquellas comarcas áridas y desiertas.

Sin embargo, en menos de cuatro días no se podía atravesar aquel impracticable territorio. Hasta el 23 de febrero, en que llegaron los peregrinos a 50 millas de Maunganamu, Glenarvan no pudo acampar en ninguna parte, y entonces dio orden de hacerlo al pie de un monte anónimo, indicado en el mapa de Paganel. Se extendían bajo su vista plantaciones de arbustos, y dilatados bosques reaparecían en el horizonte.

La perspectiva era de buen agüero, con tal que la habitabilidad de aquellas regiones no las hiciese demasiado habitadas. Hasta entonces los viajeros no habían tropezado ni con la sombra de un indígena.

Aquel día Mac Nabbs y Roberto mataron tres kiwis, que figuraron dignamente en la mesa del campamento, aunque por muy poco tiempo, pues en un santiamén fueron devorados desde el pico hasta las patas.

Al llegar a los postres, entre las batatas y las patatas, Paganel presentó una proposición que fue adoptada con entusiasmo.

Propuso dar el nombre de Glenarvan a aquella montaña innominada que se elevaba a 3.000 pies de altura, y apuntó cuidadosamente en su mapa el nombre del Lord escocés.

Inútil es insistir en los monótonos y poco interesantes accidentes del resto del viaje. Desde la travesía de los lagos hasta el océano Pacífico, no ocurrieron más que dos o tres hechos de alguna importancia.

Caminaban todo el día los viajeros atravesando bosques y llanuras. John determinaba el rumbo consultando el sol y las estrellas. El cielo, bastante clemente, no prodigaba calores ni lluvias. Sin embargo, una fatiga creciente paralizaba a aquellos pobres viajeros tan cruelmente probados, y les parecía que no habían de llegar nunca a las misiones.

Si bien hablaban aún, la conversación no era general. La comitiva se dividía en grupos, formados, no por el mayor o menor grado de simpatía, sino por una comunidad de ideas más personales.

Por lo común, Glenarvan iba solo, pensando a medida que se acercaba a la costa en el Duncan y su tripulación. Olvidaba los peligros que tenían aún que correr hasta llegar a Auckland, para pensar en sus marineros degollados, cuya horrible imagen no le abandonaba un solo instante.

No se hablaba ya de Harry Grant. ¿Para qué, si no se podía intentar nada para salvarle? El nombre del capitán se pronunciaba únicamente en las conversaciones de su hija y de John Mangles.

John no había recordado a Mary lo que esta hermosa joven le había dicho en la última noche del Waré Atoua. Su discreción no le permitía tomar acta de una palabra pronunciada en un instante de desesperación suprema.

Cuando hablaba de Harry Grant, John formaba aún proyectos de investigaciones ulteriores. Afirmaba a Mary que Lord Glenarvan volvería a acometer la abortada empresa, partiendo del principio de que no podía ponerse en duda la autenticidad del documento. Harry Grant existía en alguna parte, y era preciso encontrarle, aunque hubiese necesidad de registrar el mundo entero. Estas palabras embriagaban de placer a Mary, y ella y John, unidos por los mismos pensamientos, se confundían en la misma esperanza. Lady Elena, que con frecuencia tomaba parte en su conversación, no se abandonaba a tantas ilusiones, pero procuraba, para no desalentar a los dos jóvenes, no descorrer el velo que ocultaba la triste realidad.

Entretanto, Mac Nabbs, Roberto, Wilson y Mulrady, cazaban sin alejarse mucho del resto de la comitiva, y cada cual suministraba su contingente de caza.

Paganel, siempre envuelto en su manto de phormium, marchaba solo, silencioso y meditabundo.

Y, sin embargo, justo es decirlo, a pesar de la ley de la Naturaleza, que hace que las fatigas y privaciones echen a perder y agríen los mejores caracteres, todos aquellos compañeros de infortunio permanecieron unidos, afectuosos, dispuestos a morir los unos por los otros.

El 25 de febrero les cerró el paso un río que debía ser el Waikiri, según el mapa que tenía Paganel. Se pudo vadear.

Durante dos días se sucedieron sin interrupción las llanuras cubiertas de arbustos. Se había salvado con fatigas, pero sin malos encuentros, la mitad de la distancia que separa el lago Taupo de la costa.

Entonces aparecieron inmensos e interminables bosques que recordaban los de Australia, sin más diferencia que estar poblados de kauris en lugar de eucaliptos. Glenarvan y sus compañeros, aunque cuatro meses de viaje habían gastado singularmente su admiración, quedaron maravillados en presencia de aquellos pinos gigantescos, dignos rivales de los cedros del Líbano y de los mamouthess de California. Aquellos kauris, Dummaroe australes de los botánicos, medían 100 pies de altura antes de llegar a sus primeras bifurcaciones. Formaban grupos aislados, y de ellos, y no de árboles, se componía el bosque, formando a 200 pies de altura un inmenso dosel de verdes hojas.

Algunas de aquellas admirables coníferas, jóvenes aún, pues apenas tenían cien años de edad, se parecían bastante a los pinos rojos del Canadá, aclimatados en las regiones europeas. Llevaban una sombría corona que terminaba en un agudo cono. Los árboles viejos, los que contaban cinco o seis siglos, formaban inmensas bóvedas de verdor que se apoyaban en las inextricables bifurcaciones de sus ramas.

Aquellos patriarcas del bosque zelandés medían hasta cincuenta pies de circunferencia, no pudiendo rodear su gigantesco tronco los brazos reunidos de todos los viajeros.

Tres días estuvo andando la comitiva por debajo de aquellos inmensos arcos, pisando un suelo arcilloso en que nunca la planta humana había estampado sus huellas. En muchos puntos, al pie de los kauris, se veían montones de gomorresina.

Los cazadores encontraron numerosas bandadas de kiwis que tanto escasean en las comarcas frecuentadas por los maoríes. Estas aves se han refugiado en aquellos inaccesibles bosques, acosadas por los perros zelandeses, y suministraron a los viajeros una alimentación sana y abundante.

Paganel tuvo la suerte de ver a lo lejos, en una espesura, un par de volátiles gigantescos que despertaron su instinto de naturalista. Llamó a sus compañeros, y no obstante hallarse muy cansados, el Mayor, Roberto y él, se lanzaron en persecución de las aves.

Se comprende la ardiente curiosidad del geógrafo, pues en aquellas aves había reconocido o creído reconocer los llamados moas, que pertenecen a la especie de los dinormis, que varios sabios colocan entre las variedades que han desaparecido de la faz de la Tierra.

Era un verdadero hallazgo el que hacía Monsieur Paganel, que veía confirmada por sus propios ojos la opinión de Monsieur De Hochstetter y otros viajeros respecto de la existencia en Nueva Zelanda de aquellas gigantescas aves sin alas.

Los moas que perseguía Paganel, contemporáneos presuntos del megaterio tenían aproximadamente dieciocho pies de altura. Eran avestruces desmedidos y poco animosos, que huían velozmente. Pero ninguna bala les pudo detener en su fuga.

Después de algunos minutos de persecución, los invulnerables moas desaparecieron detrás de los grandes árboles, y los cazadores no hicieron más que perder tiempo y gastar pólvora en salvas.

El 1 de marzo por la tarde, Glenarvan y sus compañeros, abandonando al fin el inmenso bosque de kauris, acamparon al pie del monte Ykirangi, cuya cima se elevaba a una altura de 5.500 pies.

Se había andado entonces, desde Maunganamu, cerca de cien millas, y treinta más distaba aún la costa. John Mangles había creído que se haría la travesía en diez días, porque ignoraba las dificultades que aquella región presentaba.

Los rodeos, los obstáculos del camino y la imperfección de los cálculos, produjeron un error considerable, y desgraciadamente los viajeros, al llegar al monte Ykirangi, se hallaban completamente extenuados.

Se necesitaban aún dos largos días para alcanzar la costa, siendo necesarias en lo sucesivo una nueva actividad y una vigilancia suma, porque los expedicionarios entraban en una comarca frecuentemente visitada por los naturales.

Todos procuraban hacerse superiores a las fatigas, y al día siguiente, al rayar el alba, emprendieron de nuevo la marcha.

Entre el monte Ykirangi, que se quedó a la derecha, y el monte Hardy, cuya cima se elevaba a la izquierda a una altura de 3.700 pies, el viaje fue muy penoso. Había allí una llanura de diez millas de extensión enteramente plagada de supple jacks, especie de enredaderas flexibles llamadas con mucha propiedad bejucos estranguladores. A cada paso se enredaban los brazos y las piernas en aquellas cuerdas, que como serpientes rodeaban el cuerpo con sus tortuosas espirales. Preciso fue durante dos días echar mano del hacha y luchar contra aquella hidra de cien mil cabezas, contra aquellas plantas correosas y tenaces que Paganel estuvo a punto de clasificar entre los zoofitos.

En aquellas llanuras la caza era imposible, y por consiguiente los cazadores no pudieron cobrar su acostumbrado tributo. Las provisiones tocaban a su fin, y no se podían renovar; el agua faltaba también, y no había medio de aplacar la sed, agudizada por tantas fatigas.

Los padecimientos de Glenarvan y los suyos fueron entonces horribles, y por vez primera empezó casi a abandonarles la energía moral.

Por último, ya no andando, sino arrastrándose, cuerpos sin alma, llevados únicamente por el instinto de conservación que sobrevivía a todos los demás sentimientos, alcanzaron la punta Lottin, en las playas del Pacífico.

Se veían en aquel punto algunas chozas desiertas, ruinas de una aldea recientemente devastada por la guerra, campos abandonados, y en todas partes evidentes señales de saqueo y de incendio. Allí la fatalidad reservaba a los desventurados viajeros una nueva y terrible prueba.

Caminaban como perdidos a lo largo de la costa, cuando a una milla de distancia apareció un destacamento de indígenas que se dirigía hacia ellos blandiendo las armas. Glenarvan, que tenía el mar a la espalda, no podía huir, y reuniendo sus últimas fuerzas, iba a tomar disposiciones de combate, cuando John Mangles exclamó:

—¡Una canoa, una canoa!

En efecto, había a veinte pasos fuera del agua una piragua con seis remos. Ponerla a flote, entrar en ella y huir de aquella peligrosa playa, fue obra de un instante. John Mangles, Mac Nabbs, Wilson y Mulrady, cogieron los remos. Glenarvan se puso en el timón, y se colocaron a su alrededor las dos mujeres, Olbinett y Roberto.

La piragua, en diez minutos, estuvo a un cuarto de milla de la playa. El mar estaba en calma y los fugitivos guardaban un profundo silencio.

Sin embargo, John, no queriendo separarse demasiado de la costa, iba a dar orden de avanzar costeando, cuando sus manos dejaron repentinamente de mover el remo.

Acababa de ver tres piraguas que salían de la punta Lottin, con la intención de darles caza.

—¡Lejos de la costa! ¡Lejos de la costa! —exclamó—. ¡Engolfémonos, aunque nos sepulten las olas!

La canoa volvió a hacerse a la mar, impelida por sus cuatro remeros. Durante media hora, pudieron éstos conservar la distancia que los separaba de sus perseguidores, pero los desgraciados, rendidos de cansancio, no tardaron en aflojar, y las tres piraguas se les iban acercando. Apenas les separaban dos millas. Era, pues, imposible evitar el ataque de los indígenas, los cuales, armados de largos fusiles, iban a romper el fuego.

¿Qué hacía entonces Glenarvan? En pie, en la popa de la canoa, buscaba en el horizonte algún socorro quimérico. ¿Qué esperaba? ¿Qué quería? ¿Tenía algún presentimiento?

De repente sus ojos se inflamaron, y se extendió su mano hacia un punto del espacio.

—¡Un buque! —exclamó—. ¡Un buque, amigos míos! ¡Remad! ¡Remad de firme!

Ninguno de los cuatro remeros volvió la cabeza para ver aquel buque inesperado, porque era preciso no perder un golpe de remo. Únicamente se levantó Paganel y dirigió su anteojo al punto indicado.

—Sí —dijo—. ¡Un buque! ¡Un steamer! ¡Marcha a todo vapor! ¡Se dirige hacia nosotros! ¡Animo, compañeros!

Los fugitivos desplegaron nueva energía, y durante media hora conservaron la distancia que les separaba de las piraguas que les daban caza. El steamer se hacía cada vez más visible. Se distinguían sus dos palos sin velas y los grandes torbellinos de negro humo que vomitaba su chimenea. Glenarvan, haciéndose relevar en el timón por Roberto, había cogido el anteojo del geógrafo y no perdía un solo movimiento del buque.

¿Pero qué debieron pensar John Mangles y sus compañeros, al ver que las facciones de Glenarvan se contraían, que palidecía su semblante y que caía el anteojo de sus manos?

Una sola palabra les explicó aquella desesperación súbita.

—¡El Duncan! —exclamó Glenarvan—. ¡El Duncan y los desertores de presidio!

—¡El Duncan! —exclamó John, que soltó el remo y se levantó inmediatamente.

—¡Sí, la muerte por los dos lados! —murmuró Glenarvan, quebrantado por tantas angustias.

¡Era el yate, en efecto, no cabía la menor duda! ¡El yate con su tripulación de bandidos! El Mayor no pudo contener una maldición, una blasfemia. Aquello era ya demasiado.

La piragua quedó abandonada a sí misma. ¿A dónde habían de dirigirla? ¿Era acaso posible la fuga? ¿Era fácil la elección entre los salvajes y los bandidos?

Un tiro partió de la embarcación indígena más próxima, y la bala dio en el remo de Wilson. Algunos esfuerzos acercaron entonces la canoa al Duncan.

El yate navegaba a todo vapor y no se hallaba ya más que a media milla de la canoa. John Mangles, viéndose cortado, no sabía cómo evolucionar, ni en qué dirección huir. Las dos pobres mujeres oraban de rodillas.

Los salvajes hacían fuego graneado, y llovían balas alrededor de la piragua. Retumbó entonces una detonación estrepitosa, y una bala, disparada por el cañón del yate, pasó por encima de la cabeza de los fugitivos. Éstos, encerrados entre dos fuegos, permanecían inmóviles entre el Duncan y las piraguas.

John Mangles, desesperado, loco, cogió el hacha. Iba a echar a pique la piragua y a sumergirse con sus desventurados compañeros, cuando un grito de Roberto le detuvo.

—¡Tom Austin! ¡Tom Austin! —dijo el joven Grant—. ¡Está a bordo! ¡Lo veo! ¡Nos ha reconocido! ¡Agita su sombrero!

Quedó el hacha inmóvil en las manos de John.

Otra segunda bala de cañón zumbó por encima de los fugitivos y partió en dos pedazos la piragua más cercana, mientras que resonaba un hurra a bordo del Duncan.

Los salvajes, acobardados, huyeron hacia la costa.

—¡A nosotros! ¡A nosotros, Tom! —había gritado John Mangles con voz ronca.

Y poco después, los diez fugitivos, sin saber cómo, sin comprender nada, se encontraban en seguridad a bordo del Duncan.