Parte 3. Capítulo 14. La montaña del tabú

Una frenética huida frente a una furibunda tribu con ansias de venganza, a través de un terreno escarpado y desconocido, sin demasiada ventaja de tiempo... Parece que nuestros amigos tienen su futuro sentenciado, pero en lo alto de un cerro se topan con una feliz circunstancia que les permite reavivar sus esperanzas de salvación.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 14

A cien pasos de altura tenían que remontarse aún los fugitivos para llegar a la cumbre de la montaña, que a toda costa querían alcanzar para después, en la vertiente opuesta, ocultarse a la vista de los maoríes. Tenían esperanza de que entonces algún picacho practicable les permitiera ganar las crestas inmediatas, las cuales se confundían en un sistema orográfico, cuyas complicaciones hubiera desembrollado el pobre Paganel, si hubiera estado allí como todos deseaban.

La ascensión fue precipitada a consecuencia de las amenazadoras vociferaciones que se oían cada vez más cerca. La horda agresiva llegaba ya al pie de la montaña

—¡Valor! ¡Valor, amigos míos! —exclamaba Glenarvan, alentando a sus compañeros con la voz y con el gesto.

En menos de cinco minutos alcanzaron la cúspide del monte, y al llegar a ella se volvieron para hacerse cargo de la situación y tomar una dirección que pudiera desorientar a los maoríes y hacerles perder la partida.

Desde aquella altura sus miradas dominaban el lago Taupo, que se extiende hacia el oeste, limitado por su pintoresco marco de montañas. Se destacan al norte las cimas del Pirongia y al sur el encendido cráter del Tougariro. Pero hacia el este la mirada se detiene en la barrera de crestas y de lomas de que están erizados los Waihiti Rangers, los cuales constituyen una gran cadena cuyos eslabones no interrumpidos cercan toda la isla septentrional desde el estrecho de Cook hasta el cabo oriental. Era, pues, preciso precipitarse por la vertiente opuesta y penetrar en estrechas gargantas que podían muy bien ser callejones sin salida.

Glenarvan paseó en torno una mirada ansiosa, que se introdujo en todas las depresiones del terreno, pues ya los rayos del sol habían disipado la niebla. No se le podía escapar ningún movimiento de los maoríes.

Los indígenas distaban de él menos de 500 pies cuando llegaron a la meseta en que se levantaba el cono solitario.

Glenarvan no podía prolongar la detención un solo instante. Por quebrantados que estuviesen todos, era preciso huir, so pena de ser cercados.

—¡Bajemos! —exclamó—. ¡Bajemos antes que nos intercepten el camino!

Pero en el momento de levantarse las mujeres haciendo un supremo esfuerzo, Mac Nabbs las detuvo y dijo:

—Es inútil, Glenarvan. Mirad.

Y todos pudieron ver, en efecto, la inexplicable variación que acababa de experimentar la actitud de los maoríes.

Habían cesado en su persecución, y renunciaron a asaltar la montaña como si hubieran recibido una imperiosa contraorden. Toda la horda dominó sus ímpetus, y se detuvo como las olas del mar delante de un escollo inaccesible.

Aquellos salvajes, sedientos de una sangre que les parecía estar ya saboreando, quedaron alineados al pie de la montaña, sin hacer más que gritar y gesticular y blandir sus flechas y fusiles, pero sin ganar un palmo de terreno. Sus perros, inmóviles como ellos, ladraban furiosos.

¿Qué ocurría? ¿Qué poder invisible paralizaba a los indígenas? Los fugitivos miraban, pero nada comprendían y no dudaban que de un momento a otro iba a desaparecer el encanto que tenía como petrificada a la tribu de Kai Koumou.

John Mangles lanzó de pronto un grito, que hizo volverse hacia él a sus compañeros, a quienes indicó una pequeña fortaleza que se levantaba en el vértice del cono.

—¡La tumba del jefe Kara Teté! —exclamó Roberto.

—¿De veras? —preguntó Glenarvan.

—¡Sí, Milord, esta tumba! Me acuerdo de ella perfectamente.

No se equivocaba Roberto. A cincuenta pies más arriba del punto en que se hallaban los fugitivos, en el último pico de la montaña, estacas recién pintadas cerraban un área del terreno. Glenarvan a su vez reconoció la tumba del jefe zelandés. En los azares de su fuga, llegó inconscientemente a la misma cima del monte Maunganamu.

El Lord, seguido de sus compañeros, trepó por las últimas escarpas del cono hasta llegar al pie de la tumba, en la cual se entraba por una ancha abertura cubierta con tapices. Glenarvan iba a penetrar en el interior del Oudoupa y retrocedió de pronto.

—¡Un salvaje! —dijo.

—¿Un salvaje en esa tumba? —preguntó el Mayor.

—Sí, Mac Nabbs.

—No importa, entremos.

Glenarvan, el Mayor, Roberto y John Mangles penetraron en el recinto cercado por la empalizada. Había allí un maorí vestido con un gran manto de phormium, sin que permitiese distinguir sus facciones la sombra del Oudoupa. Parecía estar muy tranquilo, y almorzaba con la más completa indiferencia.

Iba Glenarvan a dirigirle la palabra, cuando el indígena, ganándole por la mano, le dijo con tono amable y en buen inglés:

—Sentaos, querido Lord, y almorcemos juntos.

Era Paganel. Al oír su voz, todos se precipitaron hacia él y abrazaron al excelente geógrafo. Habían encontrado a Paganel, a quien creían perdido para siempre. Les pareció a todos que personificaba él solo la salvación común. Todos le interrogaron, todos deseaban saber cómo y por qué se encontraba en la cumbre del Maunganamu; pero Glenarvan con una palabra puso freno a las curiosidades inoportunas.

—¡Los salvajes! —dijo.

—¡Me importan a mí mucho los salvajes! —respondió Paganel encogiéndose de hombros—. ¡Los despreció soberanamente!

—¿Pero no pueden…?

—¿Ellos? ¡Son unos imbéciles! ¡Venid a verlos!

Todos siguieron a Paganel, que salió del Oudoupa.

Los zelandeses permanecían en el mismo sitio, rodeando el pie del cono, sin hacer más que gritar de una manera desaforada.

—¡Chillad! ¡Aullad! ¡Desgañitaos, estúpidas criaturas! —dijo Paganel—. ¡Os desafío a que escaléis esta montaña!

—¿Por qué? —preguntó Glenarvan.

—Porque el jefe está enterrado en ella, porque esta tumba nos protege, porque la montaña es sagrada.

—¿Sagrada?

—Sí, amigos míos, razón por la cual me he refugiado aquí como en uno de aquellos lugares de asilo que en la Edad Media acogían a los perseguidos.

—¡Dios está con nosotros! —exclamó Lady Elena levantando las manos al cielo.

En efecto, la montaña era sagrada, y su consagración la ponía a cubierto de la invasión de los supersticiosos salvajes.

No se puede decir que la montaña fuese la salvación de los fugitivos, pero era una moratoria, una espera, una tregua, un plazo saludable del que procurarían sacar todo el partido posible.

Glenarvan, presa de una emoción que no se puede expresar, no profería una palabra, y el Mayor movía la cabeza verdaderamente satisfecho.

—Y ahora, amigos míos —dijo Paganel—, si esos majaderos se han figurado que vamos a poner a prueba su paciencia hasta la consumación de los siglos, se engañan miserablemente. Antes de dos días estaremos fuera del alcance de las garras de esos animales.

—¡Huiremos! —dijo Glenarvan—. ¿Pero cómo?

—No lo sé —respondió Paganel—, pero huiremos.

Entonces todos quisieron conocer las aventuras del geógrafo. Pero, ¡cosa extraña! Era tal la sobriedad de frases de aquel hombre, tan prolijo generalmente y tan minucioso en todo lo que refería, que costaba trabajo arrancarle las palabras de la boca. Paganel, tan amigo de contar propias y extrañas aventuras, no contestó más que con evasivas a las preguntas de sus amigos.

—Han echado a perder a mi Paganel —decía para sí Mac Nabbs.

Y, en realidad, había variado hasta la fisonomía del digno sabio. Se envolvía cuidadosamente en su manto de phormium, y procuraba evitar las miradas demasiado curiosas. A nadie se ocultó cierta falta de libertad en sus maneras cuando se hablaba de él, pero todos, por discreción, hicieron ver que les pasaba inadvertida. Por lo demás, cuando no era él mismo el que se hallaba sobre el tapete, Paganel recobraba su buen humor habitual y resultaba tan hablador como de costumbre.

En cuanto a sus aventuras, he aquí lo único que juzgó conveniente referir a sus compañeros una vez se hubieron sentado a su alrededor, junto a la estacada de Oudoupa.

Cuando la muerte de Kara Teté, Paganel se aprovechó, lo mismo que Roberto, del tumulto de los indígenas y pudo evadirse del recinto del pah. Pero, menos afortunado que el joven Grant, fue a parar en derechura a un campamento de maoríes, cuyo jefe era de elevada estatura, de fisonomía inteligente, y superior sin duda alguna a todos los guerreros de su tribu. Hablaba el inglés correctamente, y saludó afectuosamente al geógrafo, con cuya nariz restregó la suya.

Paganel no sabía si debía o no considerarse como preso. Pero viendo que no podía dar un paso sin que le acompañase el jefe, supo muy pronto a qué atenerse acerca del particular.

El tal jefe, llamado Hihy, que quiere decir rayo de sol, no era un mal hombre. Los anteojos y el catalejo de Paganel le hicieron formarse una alta idea del geógrafo, a quien unió particularmente a su persona, no sólo a fuerza de beneficios, sino que también con buenas cuerdas de phormium, especialmente de noche.

¿Cómo fue tratado durante los días que duró su anómala situación al lado de Hihy? Bien y mal, dijo Paganel, sin dar otras explicaciones. En resumen, estaba preso, y exceptuando la perspectiva de un suplicio inmediato, su prisión no le parecía mucho más envidiable que la de sus desventurados amigos.

Afortunadamente, consiguió durante una noche romper sus ligaduras y escabullirse. Había asistido desde lejos al entierro del jefe, y sabía que le habían enterrado en la cima del Maunganamu, por cuyo solo hecho la montaña era sagrada. Resolvió por tanto refugiarse en ella, no queriendo abandonar el país en que estaban presos sus compañeros. Llevó a cabo con felicidad su peligrosa empresa, y llegó de noche a la tumba de Kara Teté, donde al mismo tiempo que reparaba sus perdidas fuerzas, esperó a que el cielo pusiera a salvo a sus desgraciados amigos. Tal fue en sustancia la narración de Paganel. ¿Omitió con intención cierta circunstancia de su residencia entre los indígenas? Su embarazo lo hacía creer algunas veces. A pesar de sus reservas, recibió unánimes felicitaciones, y todos prescindieron del pasado para no ocuparse más que del presente.

La situación, aunque había mejorado mucho, seguía siendo a todas luces grave. Aunque los indígenas no se atrevían a subir a la cumbre del Maunganamu, contaban con el hambre y la sed para apoderarse de nuevo de sus presos. La cuestión era de tiempo, y la paciencia de los salvajes es inagotable.

Glenarvan no se hacía muchas ilusiones respecto de las dificultades de la situación; pero resolvió aguardar circunstancias favorables, o provocarlas en caso necesario.

Glenarvan quiso ante todo reconocer con cuidado el Maunganamu, es decir, su improvisada fortaleza, no para defenderla, pues no era de temer un asalto, sino para poder salir de ella. El Mayor, John, Roberto y Paganel examinaron la montaña como si quisieran trazar de ella el plano exacto. Observaron la dirección de sus sendas, sus pendientes, sus vericuetos, sus lindes y sus mesetas. La cresta, de una milla de longitud, que unía el Maunganamu a la cordillera de los Wahiti, iba en declive hasta la llanura. Su perfil, estrecho y caprichoso, era la única senda practicable, en el caso de ser posible la evasión. Si a favor de la noche podían los fugitivos pasar por ella inadvertidos, tal vez podrían internarse en los profundos valles de los Rangers y hacer perder la pista a los guerreros maoríes.

Pero aquel sendero ofrecía más de un peligro. En su parte baja pasaba al alcance de las balas. Los indígenas, apostados en las pendientes de la colina, podían cruzar sus fuegos y envolver a los fugitivos en una red de plomo de la que no sería posible librarse.

Glenarvan y sus amigos, que se adelantaron un poco por la parte peligrosa de la cresta, fueron saludados con una granizada de plomo de la que afortunadamente salieron ilesos. Llegaron hasta ellos algunos tacos de papel impreso, y por mera curiosidad recogió Paganel uno de ellos que descifró no sin trabajo.

—¡Bravísimo! —dijo—. ¿Sabéis, amigos míos, con qué atacan sus fusiles esos animalazos?

—No, Paganel —respondió Glenarvan.

—¡Con hojas de la Biblia! Si así emplean los versículos sagrados, compadezco a los misioneros. Trabajo les costará fundar bibliotecas maoríes.

—¿Y qué pasajes de los libros santos nos han enviado esos salvajes? —preguntó Glenarvan.

—Una palabra del Dios omnipotente —respondió John Mangles, que acababa de leer a su vez el papel tiznado por la explosión—. Esta palabra nos dice que esperemos en él —añadió el joven capitán con la inquebrantable convicción de su fe escocesa.

—Lee, John —dijo Glenarvan.

Y John leyó este versículo respetado por la deflagración de la pólvora:

—Salmo 90. Porque ha esperado en mí yo le salvaré.

—Amigos míos —dijo Glenarvan—, debemos llevar esas palabras de esperanza a nuestras buenas y queridas compañeras. Su lectura reanimará su quebrantado corazón.

Glenarvan y sus compañeros volvieron a subir los escabrosos senderos del cono, y se dirigieron hacia la tumba que querían examinar.

Notaron, de paso, a breves intervalos, cierto estremecimiento de la tierra, que no era una verdadera oscilación, sino una vibración continua como la que experimentan las paredes de una caldera cuando el agua que contiene está hirviendo.

Este fenómeno no podía causar sorpresa ni maravillar a gentes que acababan de pasar entre los manantiales calientes de Waikato. Sabían que aquella región central de Ika Na Maoui es esencialmente volcánica, constituyendo un verdadero tamiz cuyo tejido deja colar los vapores de la tierra por los manantiales hirvientes y las solfataras.

Paganel, que había ya observado la naturaleza volcánica de la montaña, llamó sobre ella la atención de sus amigos. El Maunganamu no era más que uno de los numerosos conos que erizan la porción central de la isla, es decir, un futuro volcán. Una acción mecánica cualquiera podía determinar la formación de un cráter en sus paredes compuestas de sílice y de toba blanquecina.

—En efecto —dijo Glenarvan—, pero no corremos aquí más peligro que si estuviéramos cerca de la caldera del Duncan. La corteza de esta tierra es un palastro sólido.

—Estamos de acuerdo —respondió el Mayor—, pero una caldera, por sólida que sea, un día u otro salta a pedazos después de servir mucho tiempo.

—Mac Nabbs —replicó Paganel—, no trato de permanecer en este cono. Muéstreme el cielo un camino practicable, y veréis lo que tardamos en marcharnos.

—¡Ah! ¿Por qué este Maunganamu no se nos lleva él mismo —respondió John Mangles—, ya que tiene en sus entrañas encerrada tanta fuerza mecánica? ¡Tal vez tenemos bajo las plantas la fuerza de muchos millones de caballos, estéril y perdida! ¡La milésima parte de ella bastaría a nuestro Duncan para llevarnos al fin del mundo!

Este recuerdo del Duncan evocado por John Mangles, hizo brotar los más tristes pensamientos en la mente de Glenarvan, pues no obstante lo muy desesperada que era su propia situación, la olvidaba frecuentemente al recordar la suerte de su tripulación.

En ella estaba aún pensando, cuando llegó a la cumbre del Maunganamu, donde encontró a sus compañeros de infortunio.

Lady Elena se dirigió a él apenas lo vio.

—¿Habéis —dijo—, mi querido Edward, reconocido nuestra posición? ¿Debemos esperar o temer que nos ataquen los salvajes?

—Esperar, mi adorada Elena —respondió Glenarvan—. Los indígenas no traspasarán jamás el límite de la montaña, y no nos faltará tiempo para idear un plan de evasión.

—Además, señora —dijo John Mangles—, Dios mismo nos manda esperar.

John Mangles entregó a Lady Elena la hoja de la Biblia en que se leía el versículo sagrado. La joven esposa y Miss Mary, con el alma llena de confianza, con el corazón abierto a todas las intervenciones del cielo, vieron en las palabras del libro santo un infalible presagio de salvación.

—Ahora a Oudoupa —exclamó jovialmente Paganel—. Oudoupa es nuestra fortaleza, nuestro castillo, nuestro comedor y nuestro gabinete. Nadie en él nos molestará. Señores, permitidme que os haga los honores de esta encantadora morada.

Todos siguieron al amable Paganel. Cuando los salvajes vieron a los fugitivos profanar de nuevo aquella sepultura sagrada, dispararon nuevos tiros, y prorrumpieron en aullidos espantosos con que metían tanto ruido como con los disparos. Afortunadamente las balas no llegaron tan lejos como el ruido de los tiros, y se quedaron a la mitad del camino, mientras los gritos se perdían en el espacio.

Lady Elena, Mary Grant y sus compañeros, enteramente tranquilizados viendo que la superstición de los maoríes era aún más fuerte que su cólera, entraron en el monumento funerario.

El Oudoupa del jefe zelandés era una empalizada o estacada pintada de rojo. Figuras simbólicas bastante análogas a las que el difunto llevaba pintadas en su tegumento, relataban su nobleza y altos hechos. Sartas de amuletos, conchas y piedrecitas labradas estaban colgadas de cuerdas que pasaban de una estaca a otra. En el interior, la tierra desaparecía bajo un tapiz de hojas verdes. En el centro, una ligera prominencia indicaba la sepultura recién cavada.

Allí reposaban las armas del jefe, sus fusiles cargados, su lanza y balas suficientes para las cacerías de la eternidad.

—Tenemos aquí —dijo Paganel— todo un arsenal, del que haremos mejor uso que el difunto. ¡Bien hacen los salvajes en querer llevar sus armas al otro mundo!

—¡Y son fusiles ingleses! —dijo el Mayor.

—No cabe duda —respondió Glenarvan—, y me parece una costumbre bastante estúpida regalar a los salvajes armas de fuego de las cuales se sirven en seguida, y con razón, contra los invasores. Pero de todos modos esos fusiles podrán sernos útiles.

—No tanto —dijo Paganel— como los víveres y el agua destinados a Kara Teté.

En efecto, los parientes y amigos del muerto lo habían hecho todo en regla. Las provisiones demostraban el alto concepto que por sus virtudes les merecía el jefe. Había víveres suficientes para mantener a diez personas durante quince días, y al difunto para toda la eternidad. Los alimentos eran todos de naturaleza vegetal, consistiendo en helechos, batatas, el Convolvulos batatas indígena, y patatas importadas desde mucho tiempo en el país por los europeos. Grandes tinajas contenían el agua pura que tanta importancia tiene en las comidas zelandesas, y una docena de cestas, artísticamente labradas, contenían pastillas de una goma verde enteramente desconocida.

Los fugitivos se hallaban, pues, por algunos días, a cubierto del hambre y de la sed, y no se hicieron rogar para comer a expensas del jefe.

Glenarvan separó los alimentos necesarios para comer aquel día, y los entregó a Monsieur Olbinett, el cual tan formal y ceremonioso como lo era hasta en las más graves situaciones, puso muy mal gesto al ver los artículos que ponían a su disposición, de los cuales ningún stewart ni profesor en el arte culinario podía sacar un gran partido.

Además, para preparar aquellas raíces le faltaba uno de los grandes elementos de que no prescinde ningún cocinero, le faltaba fuego.

Pero Paganel le sacó de apuros, aconsejándole que enterrase los helechos y las patatas.

En efecto, la temperatura de las capas superiores era muy elevada, y un termómetro hundido en aquel terreno hubiera señalado de 60 a 65°. Olbinett estuvo casi a punto de abrasarse, porque en el momento de abrir un agujero para meter en él las raíces, se desprendió una columna de vapor que subió silbando a la altura de una toesa.

El stewart, asustado, cayó cuan largo era.

—¡Cerrad la llave! —exclamó el Mayor, y él y los marineros taparon el hoyo con pedazos de piedra pómez, mientras Paganel, contemplando pensativo el singular fenómeno, decía en voz baja:

—¡Toma! ¡Toma! ¡No es mala idea! ¿Por qué no?

—¿Os habéis lastimado? —preguntó Mac Nabbs a Olbinett.

—No, Mac Nabbs —respondió el stewart—, pero no podía figurarme…

—Que fuese el cielo tan pródigo en beneficios —exclamó Paganel entusiasmado—. ¡Después del agua y los víveres de Kara Teté, el fuego de la tierra! Está visto que esta montaña es la tierra de Jauja, es un paraíso. Propongo fundar en ella una colonia, y cultivarla, y establecernos aquí para el resto de nuestra vida. Seremos los Robinsones del Maunganamu. No veo que nos falte ninguna comodidad en este cerro.

—Ninguna, si es sólido —respondió John Mangles.

—No está hecho de ayer, amigo John —dijo Paganel—. Hace ya mucho tiempo que resiste a la acción del fuego interior, y resistirá hasta que nos marchemos.

—El almuerzo está servido —anunció Monsieur Olbinett, con tanta gravedad como si se hubiese hallado en el ejercicio de sus funciones en el palacio de Malcolm.

Inmediatamente los fugitivos, sentados junto a la estacada, empezaron una de aquellas comidas que desde algún tiempo les enviaba tan oportunamente la providencia en los momentos más críticos.

No se hicieron dengues a los alimentos, pero se emitieron distintas opiniones respecto a la raíz del helecho comestible. Según unos, su sabor era dulce y agradable; según otros, tenía un gusto mucilaginoso, enteramente insípido, y comer helechos era lo mismo que comer paja, pues les pareció una sustancia sumamente correosa. Las batatas cocidas, o por mejor decir, asadas, sin más fuego que el que encierra la tierra en sus entrañas, eran excelentes y obtuvieron una aprobación unánime. El geógrafo hizo observar que Kara Teté no tenía motivo de queja.

Satisfecho el apetito, Glenarvan propuso discutir, sin pérdida de tiempo, un plan de evasión.

—¡Tan pronto! —dijo Paganel con un tono de verdadera aflicción—. ¿Pensáis ya abandonar este lugar de delicia?

—Pero Monsieur Paganel —respondió Lady Elena—, admitiendo que nos hallemos en Capua, sabéis bien que no se debe imitar a Aníbal.

—Señora —respondió Paganel—, no me permitiré contradeciros, y puesto que queréis discutir, discutamos.

—Lo primero que debo manifestar —dijo Glenarvan— es que, en mi concepto, debemos intentar evadirnos antes que a ello nos obligue el hambre. No careciendo de fuerzas, que pueden muy bien faltarnos más adelante, debemos aprovecharlas. Esta noche trataremos de llegar a los valles del este, atravesando favorecidos por las tinieblas la línea de salvajes.

—Perfectamente —respondió Paganel—, si los maoríes nos dejan pasar.

—¿Y si no nos dejan? —hizo observar juiciosamente John Mangles.

—Entonces recurriremos a los grandes medios —respondió Paganel.

—¿Disponéis de grandes medios? —preguntó el Mayor.

—¡Dispongo de tantos! —replicó Paganel, sin dar más explicaciones.

No había que hacer más que esperar la noche para tratar de franquear la línea de los indígenas.

Éstos no se habían movido, y hasta parecía que habían engrosado sus filas los rezagados de la tribu. Hogueras levantadas a trechos formaban un cinturón de fuego alrededor de la base del cono. Cuando las tinieblas invadieron los valles circundantes, pareció que el Maunganamu brotaba de un inmenso brasero, al paso que su cima se perdía en una inmensa sombra.

A seiscientos pies debajo de él se oían los gritos y murmullos del vivac enemigo.

A las nueve Glenarvan y John Mangles, aprovechando la oscuridad de la noche, que era muy densa, resolvieron practicar un reconocimiento antes de llevar a sus compañeros por aquel peligroso camino. Estuvieron bajando, sin producir ruido, durante cinco minutos, y avanzaron por el estrecho sendero que, a cincuenta pies de altura sobre el campamento, atravesaba la línea de indígenas.

Hasta entonces iba perfectamente. Los maoríes, echados cerca de las hogueras, no vieron o afectaron no ver a los fugitivos, que dieron aún algunos pasos más. Pero de repente, a derecha e izquierda de la cresta, se rompió nutrido fuego de fusilería.

—¡Atrás —dijo Glenarvan—, esos bandidos tienen ojos de gato y fusiles de precisión!

John Mangles y él desanduvieron el camino que acababan de seguir y llegaron pronto al lado de sus amigos, a quienes los disparos habían alarmado. Dos balas habían atravesado el sombrero de Glenarvan. Era, pues, imposible pasar por aquella interminable cresta entre dos filas de buenos tiradores.

—Hasta mañana —dijo Paganel—, y ya que no podemos burlar la vigilancia de esos tunantes, me permitiréis serviros un plato de mi cocina.

La temperatura era bastante fría. Afortunadamente Kara Teté había llevado a la tumba sus mejores mantas y sábanas de phormium, en las cuales se envolvieron los fugitivos sin ningún escrúpulo, y escudados por la superstición indígena durmieron tranquilamente al abrigo de las empalizadas tendidos en el tibio suelo, que estremecía incesantemente la reprimida efervescencia interior.