Capítulo 21. Llaman a J. T. Maston

Las últimas observaciones del proyectil confirman que el objeto que ha impactado sobre el Susquehanna es el proyectil del Columbiad. El comandante de la corbeta telegrafía a las autoridades informando de su hallazgo, y de inmediato se movilizan todas las personas que pueden contribuir al rescate urgente de los viajeros que han quedado confinados en su proyectil en las profundidades del océano Pacífico.

Capítulo 21. Alrededor de la Luna

A bordo del Susquehanna estaban todos emocionadísimos. Oficiales y marineros, olvidando el terrible peligro que acababan de correr, la posibilidad que los hubieran aplastado y hundido, no pensaban más que en la catástrofe que ponía fin a aquel viaje. Así pues, la más audaz empresa de todos los tiempos les costaba la vida a los valientes aventureros que la habían llevado a cabo.

—Son «ellos», que regresan —había dicho el joven guardia marina, y todos habían comprendido.

Nadie ponía en duda que aquel bólido fuera el proyectil del Gun-Club. En cuanto a la suerte de los viajeros que iban dentro, las opiniones estaban dividas.

—¡Están muertos! —decía uno.

—Están vivos —respondía otro—. La capa de agua es profunda, y les habrá amortiguado el golpe.

—¡Pero se habrán quedado sin aire —intervenía éste—, y habrán muerto por asfixia!

—¡Quemados! —opinaba el de más allá—. El proyectil no era más que una masa incandescente cuando atravesaron la atmósfera.

—¡Qué más da! —respondían todos unánimemente—. ¡Vivos o muertos, hay que sacarlos de ahí!

Entretanto, el capitán Blomsberry había reunido a los oficiales y, con su permiso, celebraba consejo. Lo más urgente era sacar a flote el proyectil, operación difícil, aunque no imposible. Pero la corbeta carecía de los instrumentos necesarios, que tenían que ser al mismo tiempo potentes y exactos. De modo que se tomó la decisión de dirigirse al puerto más próximo, desde donde se mandaría recado al Gun-Club de que había caído el proyectil.

La decisión se aprobó por unanimidad, aunque discutieron sobre el tema del puerto. En la costa vecina no había ningún atracadero a 27° de latitud. Más arriba, al norte de la península de Monterrey95, se encontraba la importante ciudad que le da nombre. Mas, asentada en los confines de un auténtico desierto, no se comunicaba con el interior por medio de la red telegráfica, y sólo la electricidad podría difundir semejante noticia con la necesaria rapidez.

Unos grados más al norte se abría la bahía de San Francisco. A través de la capital del país del oro, sería fácil establecer comunicación con el centro de la Unión. En menos de dos días, navegando a toda máquina, el Susquehanna podía arribar al puerto de San Francisco, de modo que se pusieron en marcha sin más tardanza.

Las calderas estaban encendidas y se podía zarpar inmediatamente. Todavía quedaban en el fondo del mar dos mil brazas de sonda. El capitán Blomsberry, que no estaba dispuesto a perder un tiempo precioso halándolas, decidió cortar el cabo.

—Ataremos el cabo a una boya —dijo—, y así reconoceremos el lugar exacto donde cayó el proyectil.

—De todos modos —respondió el teniente Bronsfield—, ya tenemos nuestra localización exacta: 27° 7’ latitud norte y 41° 37’ longitud oeste.

—Muy bien, señor Bronsfield —respondió el capitán—, y ahora, con su permiso, ordene que corten el cabo.

Lanzaron al agua una gran boya, reforzada con tablones de pino, encima de la cual sujetaron muy bien el extremo del cabo; sometida tan sólo a los vaivenes de las olas, era poco probable que la boya se desviase significativamente de aquel punto.

En aquel momento el ingeniero mandó recado al capitán de que tenían suficiente presión y que podían partir. El capitán le dio las gracias por tan excelente comunicación y luego indicó rumbo noreste. La corbeta maniobró y se dirigió hacia la bahía de San Francisco. Eran las tres de la madrugada.

Las doscientas leguas que tenía que navegar eran poca cosa para una corbeta tan veloz como el Susquehanna. En treinta y seis horas había efectuado el trayecto y el 14 de diciembre, a la una y veintisiete minutos de la tarde entraba en la bahía de San Francisco.

Al ver aquel navío de la marina nacional navegando a toda máquina, con el bauprés desarbolado y el palo del trinquete apuntalado, la gente sintió una enorme curiosidad. No tardó en congregarse en los muelles una apretada muchedumbre, a la espera de que desembarcara la tripulación.

Después de fondear, el capitán Blomsberry y el teniente Bronsfield descendieron en un bote de ocho remos que los trasladó a tierra.

Saltaron al muelle y, sin responder a ninguna de las preguntas que les hacían, gritaron:

—¡El telégrafo!

El propio oficial del puerto los llevó a la oficina de telégrafos, rodeados por una multitud de curiosos.

Blomsberry y Bronsfield entraron en la oficina, en tanto que la gente se quedaba fuera, apretujada.

A los pocos minutos se enviaba un telegrama por cuadruplicado, dirigido:

  1. Al ministro de Marina, a Washington.
  2. Al vicepresidente del Gun-Club, a Baltimore.
  3. Al honorable J. T. Maston, a Long’s Peak, montañas Rocosas.
  4. Al subdirector del observatorio de Cambridge, Massachusetts.

El texto era el siguiente:

A 20 grados 7 minutos latitud norte y 41 grados 37 minutos longitud oeste, hoy 12 de diciembre, a la una hora diecisiete minutos madrugada, proyectil Columbiad cayó en el Pacífico. Aguardamos instrucciones. Blomsberry, comandante Susquehanna.

Al cabo de cinco minutos, toda la ciudad de San Francisco se había enterado de la noticia. Antes de las seis de la tarde, todos los Estados de la Unión conocían la suprema catástrofe. Después de medianoche, por cable, toda Europa sabía el resultado de la gran aventura americana.

Ocioso sería describir el efecto que produjo en el mundo entero un desenlace tan inesperado.

En cuanto recibió el telegrama, el ministro de Marina telegrafió al Susquehanna la orden de permanecer en la bahía de San Francisco sin apagar las calderas. Debía estar listo para zarpar en cualquier momento.

El observatorio de Cambridge se reunió en sesión extraordinaria y, con toda la serenidad que es distintivo de las doctas corporaciones, se puso a discutir con toda la calma el aspecto científico de la cuestión.

En el Gun-Club, la noticia cayó como una bomba. Se habían congregado todos los artilleros. Precisamente el vicepresidente, el honorable Wilcome, leía en aquel momento el prematuro telegrama en el que J. T. Maston y Belfast anunciaban que acababan de divisar el proyectil en el gigantesco reflector de Long’s Peak. En el mismo comunicado se decía además que el proyectil, retenido por la atracción de la Luna, desempeñaba el papel de subsatélite dentro del mundo solar.

Ahora sabemos lo cierta que era semejante aseveración.

Sin embargo, al recibir el despacho de Blomsberry, que tan notoriamente contradecía al telegrama de J. T. Maston, se formaron dos partidos dentro del seno del Gun-Club. Por un lado, el partido de los que admitían que el proyectil hubiera caído y que los viajeros hubieran regresado. Por otro, el de los que, ateniéndose a las observaciones de Long’s Peak, llegaban a la conclusión de que el comandante del Susquehanna estaba en un error. Para estos últimos, el supuesto proyectil no era más que un bólido, un globo fugaz que, al caer, había ido a estrellarse delante de la corbeta. Nadie sabía muy bien qué contestarles, porque la velocidad que llevaba aquel cuerpo móvil había hecho muy difícil su observación. Era posible que el capitán del Susquehanna y sus oficiales se hubieran equivocado de buena fe. No obstante, existía un argumento a su favor; y es que, si el proyectil hubiera caído en tierra, su encuentro con el esferoide terrestre sólo podía haber tenido lugar entre el grado veintisiete de latitud norte y —teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y el movimiento de rotación de la Tierra— el grado cuarenta y uno y cuarenta y dos de longitud oeste.

En cualquier caso, se decidió por unanimidad en el Gun-Club que el hermano del capitán Blomsberry, Bilsby y el mayor Elphiston se desplazaran inmediatamente a San Francisco, con el objeto de que idearan un método para sacar el proyectil del fondo del océano.

Aquellos tres hombres tan serviciales se pusieron en camino sin perder un instante, y el rail road, que pronto atravesará toda América Central, los condujo hasta San Luis, en donde les aguardaban los rápidos coachs mails96.

Casi en el mismo instante en el que el ministro de Marina, el vicepresidente del Gun-Club y el subdirector del observatorio recibían el telegrama de San Francisco, el honorable J. T. Maston experimentaba la más intensa emoción de su vida, ni tan siquiera comparable a la que había sentido cuando le explotó el famoso cañón, y que, de nuevo, estuvo a punto de costarle la vida.

Recordarán ustedes que el secretario del Gun-Club salió pocos segundos después que el proyectil —y casi a la misma velocidad que éste— hacia el puesto de Long’s Peak, en las montañas Rocosas. Le acompañaba el docto J. Belfast, director del observatorio de Cambridge. Cuando llegaron a la estación, los dos amigos se instalaron precariamente, dispuestos a no salir para nada de la cúspide de aquel enorme telescopio.

Ya saben ustedes que aquel gigantesco instrumento se había montado con reflectores del tipo que los ingleses llaman de front view97. Mediante esta disposición, los objetos no sufrían más que una sola reflexión y, por lo tanto, la visión era más clara. El caso es que, para efectuar sus observaciones, J. T. Maston y Belfast tenían que colocarse en la parte superior del instrumento, y no en su parte inferior. Para ello tenían que subir por una escalera de caracol, obra maestra de ligereza, y al llegar arriba, bajo ellos se abría aquel pozo de metal de doscientos ochenta pies de profundidad, en cuyo fondo estaba el espejo metálico.

Y resulta que nuestros dos sabios se pasaban las horas en la reducida plataforma que había encima del telescopio, maldiciendo al día, que ocultaba la Luna a sus ojos, y a las nubes, que la velaban obstinadamente durante la noche.

Por lo tanto, figúrense ustedes cuál no sería su alegría cuando, tras varios días de espera, la noche del 5 de diciembre, divisaron el vehículo que transportaba a sus amigos por el espacio. A la alegría sucedió una profunda decepción cuando, fiándose de sus observaciones incompletas, lanzaron, en el primer telegrama difundido a todo el mundo, la susodicha afirmación errónea de que el proyectil se había convertido en satélite de la Luna y gravitaba en una órbita inmutable.

Desde aquel momento, no habían vuelto a ver el proyectil, cosa que tenía su explicación, puesto que entonces se encontraba detrás del disco invisible de la Luna. Pero cuando se suponía que tenía que volver a aparecer sobre el disco visible, imagínense ustedes la impaciencia del inquieto J. T. Maston y de su no menos impaciente compañero. ¡A cada minuto de la noche, se les figuraba que volvían a ver el proyectil, y no era cierto! No hacían más que discutir y pelear, Belfast afirmando que el proyectil no aparecía por ningún lado, y J. T. Maston empeñado en que lo tenía «delante de las narices».

—¡Es el proyectil! —insistía J. T. Maston.

—¡No! —le respondía Belfast—. ¡Es una avalancha desprendida de una montaña lunar!

—¡Bueno, ya lo veremos mañana!

—¡Mañana no veremos nada de nada, porque habrá caído al espacio!

—¡Sí!

—¡No!

Cuando se ponían en ese plan, el genio del secretario del Gun-Club, que todos conocían sobradamente, constituía un verdadero peligro para el honorable Belfast.

La coexistencia de aquellas dos personas hubiera llegado a ser imposible si un inesperado acontecimiento no hubiera venido a poner punto final a sus eternas discusiones.

Durante la noche del 14 al 15 de diciembre, nuestros dos irreconciliables amigos se dedicaban a observar el disco lunar. Como de costumbre, J. T. Maston arremetía contra el docto Belfast, que también estaba bastante alterado. El secretario del Gun-Club sostenía por milésima vez que acababa de avistar el proyectil, añadiendo incluso que había visto la cara de Michel Ardan a través de una de las portillas. Subrayaba sus razonamientos con una serie de gestos que resultaban la mar de preocupantes debido a su terrible garfio.

En aquel momento —eran las diez de la noche— apareció en la plataforma el criado de Belfast y le entregó un despacho. Era el telegrama del comandante del Susquehanna.

Belfast rompió el sobre, leyó el mensaje y lanzó un grito:

—¿Y eso? —dijo J. T. Maston.

—¡El proyectil!

—¿Qué pasa?

—¡Ha caído en la Tierra!

Esta vez le contestó otro grito, un rugido.

Se volvió hacia J. T. Maston, el cual, desgraciadamente, había cometido la imprudencia de recostarse sobre el tubo de metal y se había caído por el agujero del inmenso telescopio. ¡Era una caída de doscientos ochenta pies! Belfast, acongojadísimo, se precipitó hacia el orificio del reflector.

 

Se había caído por el agujero del inmenso telescopio
Se había caído por el agujero del inmenso telescopio.

 

Respiró aliviado. J. T. Maston, enganchado por el garfio, estaba colgado de uno de los codales que mantenían el vano del telescopio. Gritaba como un energúmeno.

Belfast pidió socorro y acudieron sus ayudantes. Montaron unas poleas e izaron, no sin grandes dificultades, al imprudente secretario del Gun-Club, que surgió, sin más percances, por el orificio superior.

—¡Anda, que si llego a romper el espejo!

—Lo hubiera usted pagado —le contestó muy serio Belfast.

—¿Y en dónde ha caído ese condenado proyectil? —preguntó J. T. Maston.

—¡En el Pacífico!

—Vámonos.

Un cuarto de hora después, los dos sabios iniciaron el descenso de las montañas Rocosas y dos días después, al mismo tiempo que sus amigos del Gun-Club, llegaban a San Francisco, tras haber reventado cinco caballos por el camino.

Elphiston, el hermano del capitán Blomsberry y Bilsby salieron a toda prisa a recibirlos, gritando:

—¿Y ahora, qué hacemos?

—¡Pescar el proyectil —les respondió J. T. Maston—, y cuanto antes mejor!

  • 95. Península de California que fue explorada por primera vez, en 1602, por Sebastián Vizcaíno (marino español muerto hacia 1616), el cual le puso este nombre en honor de Gaspar Monterrey (c. 1560-1606), virrey de Nueva España.
  • 96. Literalmente, railroad significa «vía férrea», es decir, «ferrocarril». Este término se utiliza en Norteamérica, en tanto que en Gran Bretaña se dice railway. Su plural es railroads, y no rails roads, como dice Verne en el Capítulo XXIII. En cuanto a coachs mails, también es inexacto. El término correcto es mail coach, que significa «diligencia», y su plural es mail coaches.
  • 97. «Enfoque anterior o frontal». (En inglés en el original).