Capítulo 11. Fantasía y realismo

El estudio de la superficie de la Luna admite diversos enfoques. Así lo comprobamos con el contraste entre las románticas descripciones de Michel Ardan, guiadas por la fantasía y la imaginación, y las de Barbicane y Nicholl, donde las medidas precisas y los fríos datos la ciencia son protagonistas.

Capítulo 11. Alrededor de la Luna

—¿Ha visto usted alguna vez la Luna? —preguntaba en tono irónico un profesor a uno de sus alumnos.

—No, señor —replicó el alumno en tono todavía más irónico—, pero he de reconocer que he oído hablar de ella.

En cierto sentido, la mayoría de los seres sublunares podrían suscribir la simpática respuesta del alumno. Cuánta gente ha oído hablar de la Luna, sin haberla visto jamás… ¡al menos a través del objetivo de un anteojo o de un telescopio! ¡Cuántos hay que ni siquiera han observado el mapa de un satélite!

 

Cuánta gente ha oído hablar de la Luna, sin haberla visto jamás…
Cuánta gente ha oído hablar de la Luna, sin haberla visto jamás…

 

Cuando miramos un mapamundi selenográfico, hay una particularidad que inmediatamente nos llama la atención.

A diferencia de lo que ocurre con la Tierra y Marte, los continentes ocupan principalmente el hemisferio sur del globo lunar. Dichos continentes no presentan los perfiles tan netos y regulares como son los de América del Sur, África y la península India. En sus costas angulosas, caprichosas, recortadas, abundan los golfos y las penínsulas. Nos traen enseguida a la memoria toda la complicación de las islas de la Sonda40, donde las tierras se dividen hasta el infinito. Si existió alguna vez la navegación en la superficie de la Luna, tuvo que haber sido especialmente difícil y peligrosa, y hemos de compadecer a los marinos y a los hidrógrafos selenitas; a éstos, cuando tuvieran que dibujar el trazado de tan escabrosas costas, y a aquéllos, cuando se aproximaran a tan peligrosos litorales.

También se puede observar que, en el esferoide lunar, el polo sur es mucho más continental que el polo norte. En este último no existe más que un pequeño casquete de tierras separadas de los demás continentes por anchos mares41. Hacia el sur, los continentes ocupan casi la totalidad del hemisferio. De modo que es posible que los selenitas ya hayan plantado el pabellón sobre uno de sus polos, en tanto que los Franklin, los Ross, los Kane, los Dumont d’Urville, los Lambert42 todavía no hayan podido alcanzar ese ignoto punto del globo terrestre.

En cuanto a las islas, abundan en la superficie de la Luna. Casi todas ellas oblongas o circulares y como dibujadas a compás, parecen formar un vasto archipiélago, parecido al delicioso grupo que se encuentra entre Grecia y Asia Menor, en el que la mitología ubicó otrora sus más encantadoras leyendas. Involuntariamente se nos vienen a la imaginación los nombres de Naxos, de Tenedos, de Milo y de Cárpatos, y buscamos con los ojos la nave de Ulises o el «clíper» de los argonautas43. O eso, al menos, es lo que esperaba Michel Ardan, que veía en el mapa un archipiélago griego. A los ojos de sus compañeros, con menos imaginación que él, el aspecto de aquellas costas les recordaba más bien las quebradas tierras de Nuevo Brunswick y de Nueva Escocia44, y allí donde el francés veía las huellas de fabulosos héroes los americanos anotaban puntos propicios para el establecimiento de factorías que favorecerían el comercio y la industria de la Luna.

Para acabar con la descripción de la parte continental de la Luna, diremos unas palabras sobre su disposición orográfica, en la que se distinguen perfectamente cadenas montañosas, montañas aisladas, circos y ranuras. Todo el relieve queda comprendido en esta división. Es enormemente escarpado, como una Suiza inmensa o una Noruega sin fin, en donde todo se debe a la acción plutónica45. Aquella superficie, tan profundamente escabrosa, es el resultado de sucesivas contracciones de la corteza, en la época en la que el astro se encontraba en período de formación. De modo que el disco lunar se presta al estudio de los grandes fenómenos geológicos. Según la observación hecha por algunos astrónomos, su superficie, aunque más antigua que la de la Tierra, sigue siendo más nueva que la de ésta. Porque en la Luna no hay aguas que deterioren el relieve primitivo, y cuya acción creciente acaba por producir una especie de nivelación general; y tampoco hay aire, cuya influencia disgregadora modifica los perfiles orográficos. En la Luna, la acción plutónica, sin que la alteren las fuerzas neptúnicas46, conserva toda su pureza original. Es como la Tierra, antes de que aluviones y corrientes de agua hubieran dulcificado el relieve de ésta, cubriéndolo de capas sedimentarias.

Después de haber vagado por tan vastos continentes, la mirada se siente atraída por mares, más vastos todavía. No sólo su configuración, su situación, su aspecto nos recuerdan a los océanos terrestres, pero es que, además, al igual que lo que sucede en la Tierra, los mares ocupan también aquí la mayor parte del globo. Y sin embargo, no son espacios líquidos, sino planicies cuya naturaleza esperaban poder determinar en breve plazo nuestros viajeros.

Hemos de reconocer que los astrónomos han adornado estos supuestos mares con unos nombres, en el mejor de los casos diríamos que curiosos, que la ciencia ha respetado hasta la fecha. No le faltaba razón a Michel Ardan cuando comparaba aquel mapamundi con un «mapa sentimental», dibujado por una nueva Scudéry u otro Cyrano de Bergerac47.

—Sin embargo —añadía Michel—, aquí no se trata de un mapa de los sentimientos, como en el siglo XVII, sino de un mapa de la vida, claramente divido en dos partes, una femenina y otra masculina. Para las mujeres, el hemisferio de la derecha; para los hombres, el hemisferio de la izquierda.

Cuando decía estas cosas, los prosaicos compañeros de Michel Ardan reaccionaban encogiéndose de hombros. Barbicane y Nicholl consideraban el mapa de la Luna desde un punto de vista completamente diferente del de su fantasioso amigo, el cual, sin embargo, no dejaba de tener su punto de razón, como bien podrán ustedes observar.

En el hemisferio de la izquierda se extiende el «mar de las Nubes», en el que con frecuencia se ahoga la razón humana. No lejos de éste, aparece el «mar de las Lluvias», al que nutren todas las inquietudes de la existencia. Junto a él se abre el «mar de las Tempestades», en el que el hombre lucha contra sus pasiones, con demasiada frecuencia victoriosas. Luego, agotado por tantas decepciones, traiciones, infidelidades y todo el cortejo de miserias terrestres, ¿qué encuentra al término de sus carreras? ¡El ancho «mar de los Humores», apenas atemperado por unas gotas de las aguas del «golfo del Rocío»! Nubes, lluvias, tempestades, humores… ¿Acaso existe otra cosa en la vida humana, y no podríamos seguramente resumirla en estas cuatro palabras?

El hemisferio de la derecha, «dedicado a las damas», encierra mares más pequeños, cuyos significativos nombres implican todos los incidentes de la existencia femenina. Allí está el «mar de la Serenidad», sobre el que se inclina la joven doncella, y el «lago de los Sueños», en el que se refleja un risueño porvenir. Y el «mar del Néctar», con sus ondas de ternura y sus brisas de amor. Y el «mar de la Fecundidad», y el «mar de las Crisis», y luego el «mar de los Vapores», de dimensiones tal vez demasiado restringidas, y por último, el ancho «mar de la Tranquilidad», en el que se absorben todas las falsas pasiones, todos los sueños inútiles, todos los deseos insatisfechos, y cuyas ondas desembocan apaciblemente en el «lago de la Muerte».

¡Qué retahíla de nombres extraños! ¡Cuán singular división la de aquellos dos hemisferios de la Luna, unidos entre sí como el hombre y la mujer, formando una esfera de vida que recorre el espacio! ¿Acaso no tenía el fantasioso Michel razones para interpretar a su modo las fantasías de los antiguos astrónomos?

Pero en tanto que su imaginación recorría «los mares», sus respetables compañeros lo observaban todo de un modo más geográfico. Se aprendían de memoria aquel mundo nuevo, midiendo sus ángulos y sus diámetros.

Para Barbicane y Nicholl, el mar de las Nubes era una inmensa depresión del terreno, salpicada por algunas montañas circulares, que cubría gran parte de la zona occidental del hemisferio sur; tenía una extensión de ciento ochenta y cuatro mil leguas cuadradas, y su centro se encontraba a 15° de latitud sur y a 20° de longitud oeste. El océano de las Tempestades, Oceanus Procellarum, la mayor de las llanuras del disco lunar, abarcaba una superficie de trescientas veintiocho mil trescientas leguas cuadradas, hallándose su centro a 10° de latitud norte y a 45° de longitud este. De su seno emergían las admirables montañas irradiantes de Kepler48 y de Aristarco.

Más al norte, y separado del mar de las Nubes por altas cadenas montañosas, se extendía el mar de las Lluvias, Mare Imbrium, con el punto central a 35° de latitud norte y a 20° de longitud este; tenía una forma relativamente circular, con una extensión de ciento noventa y tres mil leguas. No lejos de él, el mar de los Humores, Mare Humorum, pequeña cuenca de apenas cuarenta y cuatro mil doscientas leguas cuadradas, estaba situado a 25° de latitud sur y a 40° de longitud este. Por último, aún se dibujaban tres golfos sobre el litoral de aquel hemisferio: el golfo Tórrido, el golfo del Rocío y el golfo de los Lirios, pequeñas llanuras encerradas entre altas cadenas montañosas.

El hemisferio «femenino», naturalmente más caprichoso, se distinguía por tener mares más pequeños y numerosos. Al norte se veía el mar del Frío, Mare Frigoris, a 55° de latitud norte y a 0° de longitud, con una superficie de setenta y seis mil leguas cuadradas, que limitaba con el mar de la Muerte y con el lago de los Sueños; el mar de la Serenidad, Mare Serenitatis, a 25° de latitud norte y a 20° de longitud oeste, comprendía una superficie de ochenta y seis mil leguas cuadradas; el mar de las Crisis, Mare Crisium, bien delimitado, completamente redondo, situado a 17° de latitud norte y a 55° de longitud oeste, abarcaba una superficie de cuarenta mil millas cuadradas, auténtico mar Caspio cercado de montañas. Luego, en el ecuador, a 5° de latitud norte y a 25° de longitud oeste, aparecía el mar de la Tranquilidad, Mare Tranquilitatis, con una extensión de ciento veintiuna mil quinientas nueve leguas cuadradas; este mar se comunicaba por el sur con el mar del Néctar, Mare Nectaris, extensión de veintiocho mil ochocientas leguas cuadradas, a 15° de latitud sur y a 35° de longitud oeste, y por el este con el mar de la Fecundidad, Mare Fecunditatis, el mayor de todo este hemisferio, con una extensión de doscientas diecinueve mil trescientas leguas cuadradas, situado a 3° de latitud sur y a 50° de longitud oeste. Por último, en el extremo norte y en el extremo sur, todavía se podían ver otros dos mares, el mar de Humboldt49, Mare Humboldtianum, con una superficie de seis mil quinientas leguas cuadradas, y el mar Austral, Mare Australe, con una superficie de veintiséis millas.

En el centro del disco lunar, a caballo entre el ecuador y el meridiano cero, se abría el golfo del Centro, Sinus Medii, especie de guion entre los dos hemisferios.

De este modo se descomponía ante los ojos de Nicholl y de Barbicane la superficie siempre visible del satélite de la Tierra. Cuando hubieron sumado todas estas mediciones, hallaron que la superficie de este hemisferio alcanzaba la cifra de cuatro millones setecientas treinta y ocho mil ciento sesenta leguas cuadradas, de las cuales, tres millones trescientas diecisiete mil seiscientas leguas estaban ocupadas por volcanes, cadenas montañosas, circos, islas; es decir, todo lo que parecía formar la parte sólida de la Luna; y un millón cuatrocientas diez mil leguas, por mares, lagos, pantanos y todo lo que parecía formar la parte líquida. Cosa que, por lo demás, le daba exactamente igual al bueno de Michel.

Como pueden ustedes observar, este hemisferio es trece veces y media mayor que el hemisferio terrestre. Sin embargo, los selenógrafos ya han contado sobre su superficie más de cincuenta mil cráteres. Quiere ello decir que se trata de una superficie muy irregular, llena de agujeros, una verdadera espumadera, digna del adjetivo muy poco poético que le han otorgado los ingleses, «green cheese», es decir, «queso verde».

Michel Ardan pegó un brinco cuando Barbicane pronunció tan desagradable palabra, gritando:

—¡Vaya! ¡Así es como los anglosajones del siglo XIX tratan a la bella Diana, a la rubia Febe, a la amable Isis, a la encantadora Astarté, a la reina de las noches, a la hija de Latona y de Júpiter, a la joven hermana del radiante Apolo!

 

La bella Diana, a la rubia Febe, la amable Isis, la encantadora Astarté, la reina de las noches
La bella Diana, a la rubia Febe, la amable Isis, la encantadora Astarté, la reina de las noches

 

  • 40. Archipiélago de Insulindia, que prolonga la península de Malaca hasta las Célebes y Timor. Sus principales islas son Java, Sumatra y Borneo.
  • 41. Que quede claro que, con la palabra «mares», nos referimos a los inmensos espacios que, probablemente cubiertos antaño por las aguas, no son hoy más que grandes llanuras. (Tenga en cuenta el lector que las notas con asterisco son notas del autor).
  • 42. John Franklin (1786-1847) fue un marino y explorador británico que en 1818 exploró la costa norte de América. En 1825 realizó un reconocimiento del litoral comprendido entre la desembocadura del Copermine River y la del Mackenzie. Mandó una expedición ártica encargada de buscar el paso del Noroeste y, después de perder dos de sus navíos, murió mientras intentaba regresar con sus compañeros. El también británico John Ross (1777-1856) pasó cuatro inviernos sucesivos (de 1829 a 1833) en los hielos del Ártico, para explorar la zona. Durante esta expedición descubrió el polo magnético, la isla de Somerset, la península de Boothia y la isla del Rey Guillermo. En 1850 partió en busca de su amigo Franklin, suspendiendo la búsqueda un año después. Elisha Kent Kane (1820-1857) fue un explorador polar norteamericano que en 1853 dirigió una expedición científica en el Smith Sound, entre Groenlandia y la isla de Ellesmere, en el curso de la cual su navío permaneció nueve meses atrapado en los hielos en la bahía de Rensselaer. Jules Sébastien César Dumont d’Urville (1790-1842) fue un navegante francés que, en 1820 cooperó en las campañas hidrográficas en el mar Egeo y en el mar Negro. También intervino en la expedición que exploró las costas de Nueva Guinea y Nueva Zelanda y los estrechos de Cook y de Torres. De 1837 a 1840 realizó un viaje de exploración con Jacquinot y descubrió las tierras de Luis Felipe y Joinville y la tierra de Adelia. Por último, probablemente se refiere a Jean Henri Lambert (1728-1777), matemático francés, autor del teorema que lleva su nombre, fórmula sobre la relación entre el tiempo empleado por un astro en recorrer un arco de su órbita, la cuerda de este arco y los dos radios extremos. Demostró la inconmensurabilidad de ir, creó la trigonometría esférica y descubrió la serie que lleva su nombre. Investigó igualmente sobre el postulado de las paralelas. En física, es uno de los fundadores de la fotometría, de la que dio la ley fundamental.
  • 43. Naxos y Milo son dos islas griegas del grupo de las Cicladas; Tenedos es una isla turca del mar Egeo, entre Lemnos y Anatolia; Cárpatos es una isla griega del extremo meridional del Dodecaneso. Estas aguas fueron recorridas por Ulises, cuyas aventuras están recogidas en la Odisea, y por los argonautas que, a las órdenes de Jasón, iban en busca del vellocino.
  • 44. Son dos provincias del este de Canadá, bañadas por el Atlántico
  • 45. Aquella que se produce en las profundidades de la tierra por la acción de fuerzas internas.
  • 46. El agua como agente de la formación del terreno.
  • 47. Alusión al famoso «Mapa de la Ternura» (Carte du Tendre) que aparece en Clelia, historia romana, novela de la escritora francesa Madeleine Scudéry (1607-1701). En este «mapa» se habla de la ciudad de la Nueva Amistad, de pueblos como Versos Graciosos, Carta Galante y Generosidad; el Lago de la Indiferencia, el Mar de la Enemistad y el río Inclinación también aparecen en el mapa. Por otra parte, Verne alude a la famosa obra de Cyrano de Bergerac (1619-1655), El otro Mundo, o Los Estados e Imperios de la Luna, publicado en esta misma Colección.
  • 48. Johannes Kepler (1571-1639) fue un astrónomo alemán, sucesor de Tycho Brahe en la cátedra imperial de Praga. Formuló la teoría copernicana, basándose en los estudios y observaciones de Tycho Brahe.
  • 49. Alexander von Humboldt (1769-1859) fue un naturalista y geógrafo alemán que en el invierno de 1797 a 1798 estuvo en España, siendo el primero en definir la meseta central como el elemento más antiguo de la península Ibérica. De 1799 a 1804 realizó una exploración científica por América tropical, ascendiendo al Chimborazo y estudiando las costas mejicanas del Pacífico. En 1829 inició otro viaje por los Urales y el Altai, Zuhungaria y el mar Caspio. Los resultados de éstos viajes se plasmaron en sus diversas obras. Es uno de los creadores de la climatología y la oceanografía y el iniciador de la era de las exploraciones científicas modernas.