Capítulo 33. Viaje al centro de la Tierra

La navegación por el misterioso mar interior parece no tener fin. Ciertos indicios les hacen temer que puedan estar amenazados por gigantescos monstruos antediluvianos que habitan aquellas aguas y que podrían provocar el final del viaje de nuestros amigos.

Capítulo 33. Viaje al centro de la Tierra

Sábado, 15 de agosto. El mar conserva su monótona uniformidad. Ni rastro de tierra a la vista. El horizonte parece excesivamente remoto.

Aún tengo la cabeza aturdida por la violencia de mi sueño.

Mi tío no ha soñado, pero está de mal humor. Recorre todos los puntos del espacio con su anteojo y se cruza de brazos con aire enojado.

Observo que el profesor Lidenbrock tiende a volverse el hombre impaciente del pasado, y anoto el hecho en mi diario. Fueron precisas mis peligrosas peripecias y mis penalidades para arrancar de él una chispa de humanidad; pero desde mi curación, su naturaleza ha vuelto a recuperar sus derechos. Y sin embargo, ¿por qué enfadarse? ¿No hacemos el viaje en las mejores condiciones? ¿No navega la balsa con maravillosa rapidez?

—Parece inquieto, tío —le digo al verle llevarse con frecuencia a sus ojos el catalejo.

—¿Inquieto? No.

—¿Impaciente entonces?

—No es para menos.

—Sin embargo, navegamos con una velocidad…

—¿Y qué importa? No es que la velocidad sea pequeña, es que el mar es demasiado grande.

Entonces recuerdo que el profesor, antes de nuestra partida, estimaba en una treintena de leguas la longitud de aquel océano subterráneo. Y ya hemos recorrido un camino tres veces mayor y todavía no aparecen las orillar del sur.

—No descendemos —prosigue el profesor—. Todo esto es tiempo perdido, y, en resumidas cuentas, no he venido desde tan lejos para dar un paseo en barca por un estanque.

¡Llama a esta travesía un paseo en barca y a este mar un estanque!

—Pero —le digo— puesto que hemos seguido la ruta indicada por Saknussemm…

—Ése es el problema. ¿Hemos seguido esa ruta? ¿Encontró Saknussemm esta extensión de agua? ¿La atravesó? Ese riachuelo que hemos tomado por guía ¿no nos habrá extraviado completamente?

—En cualquier caso, no podemos lamentar haber venido hasta aquí. Este espectáculo es magnífico y…

—No se trata de ver. Me he propuesto una meta y quiero alcanzarla. Así que no me hables más de admirar…

No me lo hago repetir dos veces, y dejo al profesor mordiéndose los labios de impaciencia. A las seis de la tarde, Hans reclama su paga y le son entregados sus tres rixdales.

Domingo, 16 de agosto. Nada nuevo. El mismo tiempo. El viento tiene una ligera tendencia a refrescar. Al despertarme, mi primera preocupación es constatar la intensidad de la luz. Siempre temo que el fenómeno eléctrico se debilite y luego se apague. No ocurre nada de eso. La sombra de la balsa se dibuja con nitidez sobre la superficie de las olas.

¡Realmente este mar es infinito! ¡Debe tener las dimensiones del Mediterráneo o del Atlántico! ¿Por qué no?

Mi tío lanza la sonda repetidas veces. Ata la piqueta más pesada al extremo de una cuerda que deja bajar más de doscientas brazas. No toca fondo. Nos cuesta mucho trabajo recuperar nuestra sonda.

Cuando la piqueta es izada a bordo, Hans me hace observar en su superficie unas señales muy acusadas. Se diría que el trozo de hierro ha sido vigorosamente apretado entre dos cuerpos duros.

Miro al cazador.

Tänder —dice.

No comprendo. Me vuelvo hacia mi tío, que está enteramente absorto en sus reflexiones. No quiero interrumpirle. Me vuelvo hacia el islandés. Éste, abriendo y cerrando varias veces la boca, me da a entender su pensamiento.

—¡Dientes! —digo yo estupefacto, considerando con mayor atención la barra de hierro.

¡Sí, son dientes, y su huella se ha grabado en el metal! Las mandíbulas que esos dientes adornan deben poseer una fuerza prodigiosa. ¿Es un monstruo de las especies perdidas lo que se agita bajo la capa más profunda de las aguas, un monstruo más voraz que el escualo, más temible que la ballena? No puedo apartar mi mirada de esa barra medio roída. ¿Va a convertirse en realidad mi pesadilla de la pasada noche?

Estos pensamientos me agitan durante todo el día, y mi imaginación se calma a duras penas en un sueño de varias horas.

Lunes, 17 de agosto. Trato de recordar los instintos particulares de esos animales antediluvianos de la época secundaria que, sucediendo a los moluscos, a los crustáceos y a los peces, precedieron a la aparición de los mamíferos sobre el globo. El mundo pertenecía entonces a los reptiles. Estos monstruos reinaban como dueños y señores en los mares jurásicos[17]. La naturaleza les había otorgado la conformación más completa. ¡Qué gigantesca estructura! ¡Qué fuerza prodigiosa! Los actuales saurios, los caimanes y cocodrilos más grandes y temibles, no son sino débiles reproducciones a pequeña escala de sus padres de las primeras edades.

Me estremezco ante la evocación que hago de estos monstruos. Ninguna mirada humana los ha visto vivos. Aparecieron sobre la Tierra mil siglos antes que el hombre, pero sus osamentas fósiles, encontradas en esa caliza arcillosa que los ingleses llaman lias, han permitido reconstruirlos anatómicamente y conocer su colosal conformación.

En el Museo de Hamburgo he visto el esqueleto de uno de esos saurios que medía treinta pies de longitud. ¿Estoy destinado yo, habitante de la Tierra, a encontrarme frente a frente con estos representantes de una familia antediluviana? No, es imposible. Sin embargo, la marca de dientes poderosos está grabada en la barra de hierro, y por su huella reconozco que son cónicos como los del cocodrilo.

Mis ojos se clavan con terror en el mar. Temo ver brotar de él a uno de esos habitantes de las cavernas submarinas.

Supongo que el profesor Lidenbrock comparte mis ideas, si no mis temores, porque después de haber examinado el pico, recorre el océano con la mirada.

«Al diablo —digo para mis adentros—, ¡vaya idea que ha tenido al lanzar la sonda! Ha molestado a algún animal en su refugio, y si somos atacados durante la navegación…».

Echo una ojeada a las armas, y me aseguro de que están en buen estado. Mi tío me ve hacerlo y aprueba con un gesto.

Amplias agitaciones producidas en la superficie de las olas indican la turbación de capas remotas. El peligro está cerca. Hay que vigilar.

Martes, 18 de agosto. Llega la noche, o mejor el momento en que el sueño pesa sobre nuestros párpados, porque este océano no tiene noche, y la implacable luz fatiga obstinadamente nuestros ojos, como si navegásemos bajo el sol de los mares árticos. Hans está al timón. Yo duermo durante su turno de vigilancia.

Dos horas después me despierta una sacudida espantosa. La balsa ha sido izada por encima de las olas con una potencia indescriptible y lanzada a veinte toesas de allí.


La balsa ha sido izada por encima de las olas.

—¿Qué pasa? —grita mi tío—. ¿Hemos chocado?

Hans señala con el dedo una masa negruzca que, a una distancia de doscientas toesas, sube y baja sucesivamente. Miro y exclamo:

—¡Es una marsopa colosal!

—Sí —replica mi tío—, y allí tenemos un lagarto colosal de un grosor poco común.

—¡Y más allá un cocodrilo monstruoso! Mire su gran mandíbula y las filas de dientes de que está armada. ¡Ah, desaparece!

—¡Una ballena! ¡Una ballena! —grita entonces el profesor—. Veo sus enormes aletas natatorias. Mira el aire y el agua que echa por sus respiraderos.

En efecto, dos columnas líquidas se alzan a considerable altura por encima del mar. Quedamos sorprendidos, estupefactos, espantados, ante aquel rebaño de monstruos marinos. Tienen dimensiones sobrenaturales, y el menor de ellos rompería la balsa de una dentellada. Hans quiere ponerla al pairo para huir de aquella peligrosa vecindad; pero por el otro lado divisa otros enemigos no menos temibles: una tortuga de cuarenta pies de anchura y una serpiente de treinta de longitud, que balancea su enorme cabeza por encima de las olas.

Imposible huir. Los reptiles se acercan; dan vueltas en torno a la balsa con una rapidez que podría igualar un tren lanzado a la mayor velocidad; trazan a su alrededor círculos concéntricos. Cojo mi carabina. Pero ¿qué efecto puede producir una bala sobre las escamas con que están recubiertos los cuerpos de estos animales?

Nos hemos quedado mudos de espanto. ¡Y se acercan! Por un lado un cocodrilo, por otro una serpiente. El resto del rebaño marino ha desaparecido. Voy a disparar. Hans me detiene con una seña. Los dos monstruos pasan a unas cincuenta toesas de la balsa, se precipitan uno sobre el otro, y su furor les impide vernos.

El combate comienza a cien toesas de la embarcación. Vemos con toda nitidez a los dos monstruos peleando.

Pero me parece que ahora los demás animales acuden para participar en la lucha, la marsopa, la ballena, el lagarto, la tortuga. Los entreveo a cada instante. Se los señalo al islandés. Éste mueve negativamente la cabeza.

Tva —dice.

—¡Cómo! ¿Dos? Pretende que sólo dos animales…

—Tiene razón —exclama mi tío, que no aparta de su mirada el anteojo.

—¡Vamos, no lo creo!

—¡Sí! El primero de estos monstruos tiene hocico de marsopa, cabeza de lagarto, dientes de cocodrilo: eso es lo que nos ha engañado. Es el más temible de los animales antediluvianos, el ictiosaurio.

—¿Y el otro?

—El otro es una serpiente oculta en el caparazón de una tortuga, el terrible enemigo del primero, el plesiosaurio.

Hans estaba en lo cierto. Sólo dos monstruos turban de este modo la superficie del mar, y ante los ojos tengo dos reptiles de los océanos primitivos. Percibo el ojo sanguinolento del ictiosaurio, tan grueso como la cabeza de un hombre. La naturaleza le ha dotado de un aparato óptico de extremado poder, capaz de resistir a la presión de las capas de agua de las profundidades en que habita. Se le ha llamado con justicia la ballena de los saurios, porque tiene su rapidez y su tamaño: éste no mide menos de cien pies, y puedo juzgar su tamaño cuando levanta por encima de las olas las aletas natatorias verticales de su cola. La mandíbula es enorme, y, según los naturalistas, no cuenta con menos de ciento ochenta y dos dientes.

El plesiosaurio, serpiente de tronco cilíndrico y cola corta, tiene las patas dispuestas en forma de rama. Su cuerpo está revestido por entero de un caparazón, y su cuello, flexible como el del cisne, se yergue a treinta pies por encima de las olas.

Estos animales se atacan con furia indescriptible. Levantan montañas líquidas que llegan hasta la balsa. Veinte veces estamos a punto de naufragar. Se dejan oír silbidos de prodigiosa intensidad: las dos bestias están trabadas. No puedo distinguir a una de otra. Hay que temerlo todo de la rabia del vencedor.


Estos animales se atacan con furia.

Pasa una hora, luego otra. La lucha continúa con el mismo encarnizamiento. Los combatientes se acercan y se alejan de la balsa sucesivamente. Permanecemos inmóviles, dispuestos a disparar.

De repente el ictiosaurio y el plesiosaurio desaparecen y provocan un auténtico maelström en el seno de las olas. Transcurren varios minutos. ¿Va a terminar el combate en las profundidades del mar?

De pronto una enorme cabeza sale fuera, la cabeza del plesiosaurio. El monstruo está herido de muerte. Ya no veo su inmenso caparazón. Sólo se alza su largo cuello, se abate, vuelve a levantarse, se curva, azota las olas como un látigo gigantesco y se retuerce como un gusano cortado. El agua salpica a considerable distancia. Nos ciega. Pero pronto la agonía del reptil llega a su fin, sus movimientos disminuyen, sus contorsiones se apaciguan, y aquel largo tronco de serpiente se tiende como una masa inerte sobre las olas apaciguadas.

En cuanto al ictiosaurio, ¿ha ganado de nuevo su caverna submarina o va a reaparecer en la superficie del mar?