Capítulo 31. Viaje al centro de la Tierra

Axel se recupera rápidamente de todas las penurias vividas los últimos días, y continúa examinando con su tío el borde del mar interior. Junto con el profesor Lidenbrock especulan sobre la naturaleza geológica de la amplísima gruta bajo la que se abre el mar y planifican continuar el viaje navegando con una balsa.

Capítulo 31. Viaje al centro de la Tierra

Al día siguiente me desperté completamente curado. Pensaba que un baño me resultaría muy saludable, y fui a zambullirme durante algunos minutos en las aguas de aquel Mediterráneo. A buen seguro que merecía este nombre más que cualquier otro.

Fui a zambullirme durante algunos minutos en las aguas de aquel Mediterráneo
Fui a zambullirme durante algunos minutos en las aguas de aquel Mediterráneo

Volví a desayunar con buen apetito. Hans se encargaba de cocinar nuestro pequeño menú; tenía agua y fuego a su disposición, de suerte que pudo variar algo nuestra comida de siempre. A los postres, nos sirvió unas tazas de café, y jamás me pareció de tan agradable sabor ese delicioso brebaje.

—Ahora ha subido la marea —dijo mi tío—, y no hay que dejar pasar la ocasión de estudiar este fenómeno.

—¿Cómo? ¿La marea? —exclamé.

—Desde luego.

—¿La influencia de la luna y del sol se deja sentir aquí?

—¿Por qué no? ¿No están sometidos los cuerpos en su conjunto a la atracción universal? Esta masa de agua no puede escapar, por tanto, a esa ley general. Por eso, a pesar de la presión atmosférica que se ejerce en su superficie, la verás subir como si fuera el mismo Atlántico.

En aquel momento pisábamos la arena de la orilla, y las olas ganaban poco a poco la playa.

—Ya está empezando el oleaje —exclamé.

—Sí, Axel, y por esos regueros de espuma, puedes ver que el mar sube aproximadamente una decena de pies.

—¡Es maravilloso!

—No, es natural.

—Tiene usted razón, tío, todo esto me parece extraordinario, y apenas si creo lo que ven mis ojos. ¿Quién hubiera imaginado bajo la corteza terrestre un océano verdadero, con sus flujos y reflujos, con sus brisas, con sus tempestades?

—¿Por qué no? ¿Hay alguna razón física que se oponga a ello?

—No la veo, desde el momento en que hay que abandonar la teoría del calor central.

—Así pues, hasta aquí la teoría de Davy ¿se encuentra justificada?

—Evidentemente, y a partir de ella nada contradice la existencia de los mares y de continentes en el interior del globo.

—Sin duda, pero deshabitados.

—Bueno, ¿por qué estas aguas no habían de dar asilo a peces de una especie desconocida?

—En cualquier caso, hasta ahora no hemos visto ni uno.

—Bueno, podemos fabricar cañas y ver si el anzuelo tiene tanto éxito aquí abajo como en los océanos sublunares.

—Lo intentaremos, Axel, porque hay que descubrir todos los secretos de estas nuevas regiones.

—Pero ¿dónde estamos, tío? Porque todavía no le he planteado las preguntas a las que deben contestar sus instrumentos.

—Horizontalmente, a trescientas cincuenta leguas de Islandia.

—¿Tanto?

—Estoy seguro de no equivocarme en más de quinientas toesas.

—¿Y la brújula sigue indicando el sureste?

—Sí, con una inclinación occidental de diecinueve grados y cuarenta y dos minutos, igual que en tierra. Por su inclinación, se produce un hecho curioso que he observado con el mayor cuidado.

—¿Cuál?

—Que la aguja, en lugar de inclinarse hacia el polo, como hace en el hemisferio boreal, se vuelve al polo contrario.

—Por tanto hay que deducir que el punto de atracción magnética se encuentra comprendido entre la superficie del globo y el lugar que hemos alcanzado.

—Precisamente, y es probable que si llegamos a las regiones polares, hacia esos setenta grados en que James Ross descubrió el polo magnético, veamos que la aguja se alza verticalmente. Así pues, este misterioso centro de atracción no se encuentra situado a gran profundidad.

—En efecto, y ése es un hecho que la ciencia no ha sospechado.

—La ciencia, muchacho, está hecha de errores, pero de errores que conviene cometer, porque llevan poco a poco a la verdad.

—¿Y a qué profundidad estamos?

—A una profundidad de treinta y cinco leguas.

—O sea —dije yo mirando el mapa—, que la parte montañosa de Escocia está encima de nosotros, y, en ella, los montes Grampianos elevan a una altura prodigiosa su cima cubierta de nieve.

—Sí —respondió el profesor riendo—. Es un poco duro de admitir, pero la bóveda es sólida; el gran arquitecto del universo la construyó con buenos materiales, y el hombre jamás hubiera podido darle semejante dimensión. ¿Qué son los ojos de los puentes y las arcadas de las catedrales al lado de esta nave de un radio de tres leguas, bajo la que pueden desarrollarse a sus anchas un océano y sus tempestades?

—No hay temor de que el cielo caiga sobre mi cabeza. Ahora, tío, ¿cuáles son sus proyectos? ¿No piensa volver a la superficie del globo?

—¡Volver! Vaya. Al contrario, continuaremos nuestro viaje, puesto que hasta ahora todo ha ido tan bien.

—Sin embargo, no veo cómo vamos a penetrar bajo esa llanura líquida.

—No pretendo tirarme a ella de cabeza. Pero si los océanos no son, propiamente hablando, más que lagos, puesto que están rodeados de tierra, con mayor motivo este mar interior se encuentra delimitado por un macizo granítico.

—No hay duda.

—Pues bien, estoy seguro de encontrar en la orilla opuesta nuevas salidas.

—¿Qué longitud cree que tiene este océano?

—Treinta o cuarenta leguas.

—¡Ah! —dije, sospechando que tal estimación podía ser muy inexacta.

—Así que no tenemos tiempo que perder, y mañana nos haremos a la mar.

Involuntariamente buscaba con la mirada el navío que debía transportarnos.

—¡Ah! O sea que embarcaremos. Bien. ¿Y en qué navío tomaremos pasaje?

—No será sobre un navío, muchacho, sino sobre una buena y sólida balsa.

—¡Una balsa! —exclamé—. Una balsa es tan imposible de construir como un navío, y no veo…

—Tú no ves, Axel, pero si escuchases, podrías oír.

—¿Oír?

—Sí, ciertos martillazos que te informarían de que Hans ya está manos a la obra.

—¿Construye una balsa?

—Sí.

—¡Cómo! ¿Ya ha cortado varios árboles con el hacha?

—No, los árboles estaban ya cortados. Ven, y le verás trabajando.

Tras un cuarto de hora de marcha, al otro lado del promontorio que formaba el pequeño puerto natural, vi a Hans trabajando. Con unos pocos pasos más llegué a su lado. Para mi gran sorpresa, sobre la arena había una balsa medio acabada; estaba hecha de vigas de una madera particular, y un gran número de maderos, de curvas y de cuadernas de toda especie, alfombraban literalmente el suelo. Había material suficiente para construir toda una flota.

—Tío —exclamé—, ¿qué madera es ésta?

—Es pino, abeto, cedro, todas las especies de las coníferas del norte, mineralizadas por la acción de las aguas del mar.

—¿Es posible?

—Es lo que se llama un surtarbrandur o madera fósil.

—Pero entonces, como pasa con los lignitos, debe tener la dureza de la piedra y no podrá flotar.

—A veces ocurre eso; hay maderas que se han convertido en auténticas antracitas; pero otras, como éstas, sólo han sufrido un comienzo de transformación fósil. Mira —añadió mi tío tirando al mar uno de aquellos preciosos restos.

Tras haber desaparecido, el trozo de madera volvió a la superficie de las olas y osciló con sus ondulaciones.

—¿Estás convencido? —preguntó mi tío.

—Convencido; sobre todo de que es increíble.

Al día siguiente por la tarde, gracias a la habilidad del guía, la balsa estaba terminada; tenía seis pies de longitud por cinco de ancho; los maderos de surtarbrandur, atados entre sí por fuertes cuerdas, ofrecían una superficie sólida y, una vez botada, aquella improvisada embarcación flotó apaciblemente sobre las aguas del mar de Lidenbrock.