Capítulo 20. Ataque y respuesta

Durante el multitudinario acto público en el que Michel Ardan expone sus intenciones respecto al proyecto de viajar en el proyectil que será lanzado hacia la Luna, aparece un misterioso personaje que interviene planteando numerosas objeciones al viaje de Ardan. Entre otras dificultades, se analiza la posibilidad de que no exista atmósfera en la Luna y se hace notar que la enorme aceleración inicial del proyectil fácilmente podrá aplastar cualquier cosa que viaje en su interior.

Capítulo 20. Ataque y respuesta

Todos supusieron que de esta manera concluía la discusión. Eran las mejores palabras que se podían utilizar para dar por terminado el entredicho. Pero, cuando todo se fue aquietando, se oyeron estas palabras pronunciadas con voz fuerte y sonora:

—Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el debido tributo, ¿querrá entrar en materia y, sin teorizar tanto, discutir la parte práctica de su expedición?

Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que de este modo hablaba. Era un hombre flaco, enjuto de carnes, de semblante enérgico, con una enorme perilla a la americana que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando hábilmente la agitación que de cuando en cuando se había producido en la asamblea, consiguió poco a poco colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los ojos brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al héroe del mitin. Después de haber formulado su pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares de miradas que convergían en él ni de los murmullos de desaprobación que provocaron sus palabras. Haciéndose aguardar la respuesta, sentó de nuevo la cuestión con el mismo acento claro y preciso, y luego añadió:

—Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de la Tierra.

—Tenéis razón, caballero —respondió Michel—. La discusión se ha extraviado. Volvamos a la Luna.

—Caballero —repuso el desconocido—, estáis empeñado en que se halla habitado nuestro satélite. De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos viven sin respirar, porque, por vuestro interés os lo digo, no hay en la superficie de la Luna la menor molécula de aire.

Al oír esta afirmación, levantó Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que con aquel hombre se iba a empeñar una lucha sobre lo más capital de la cuestión.

—¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y quién lo dice? —preguntó, mirándolo fijamente.

—Los sabios.

—¿De veras?

—De veras.

—Caballero —replicó Michel—, lo digo seriamente: profeso la mayor estimación a los sabios que saben, pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.

—¿Conocéis a alguno que pertenezca a esta última categoría?

—Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que sostiene que matemáticamente el pájaro no puede volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez no está organizado para vivir en el agua.

—No se trata de esos sabios, y los nombres que yo podría citar en apoyo de mi proposición no serían rehusados por vos, caballero.

—Entonces pondríais en grave apuro a un pobre ignorante como yo, que, por otra parte, no desea más que instruirse.

—¿Por qué, pues, os ocupáis de cuestiones científicas si no las habéis estudiado? —preguntó el desconocido bastante brutalmente.

—¿Por qué? —respondió Ardan—. Por la misma razón que es siempre intrépido el que no sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente es mi debilidad la que forma mi fuerza.

—Vuestra debilidad va hasta la locura —exclamó el desconocido, con un tono bastante agrio.

—¡Tanto mejor —respondió el francés—, si mi locura me lleva a la Luna!

Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel intruso que acababa tan audazmente de colocarse como un obstáculo delante de la empresa. Nadie lo conocía, y el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las consecuencias de una discusión tan francamente empleada, miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La asamblea estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado llamar la atención sobre los peligros o imposibilidades de la expedición.

—Las razones que prueban la falta de toda atmósfera alrededor de la Luna son numerosas y concluyentes —respondió el adversario de Michel Ardan—. Me atrevo a decir a priori que, en el caso de haber existido alguna vez esta atmósfera, la Tierra la habría arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.

—Oponed cuantos hechos queráis —respondió Michel Ardan con perfecta galantería.

—Ya sabéis —dijo el desconocido— que cuando los rayos luminosos atraviesan un medio tal como el aire, se desvían de la línea recta, o, lo que es lo mismo, experimentan una refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna oculta, al pasar rasando el borde del disco lunar, no experimentan desviación alguna, ni dan el menor indicio de refracción. Es, pues, evidente que no se halla la Luna envuelta en una atmósfera.

Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación revelaba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica.

—He aquí —respondió Michel Ardan— vuestro mejor, por no decir vuestro único, argumento valedero, con el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado a contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro argumento no tiene un valor absoluto, porque supone que el diámetro angular de la Luna está perfectamente determinado, lo que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro argumento, decidme si admitís la existencia de volcanes en la superficie de la Luna.

Ataque y respuesta
Ataque y respuesta

—De volcanes apagados, sí; de volcanes encendidos, no.

—Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los límites de la lógica, que los tales volcanes estuvieron en actividad durante algún tiempo.

—Es cierto, pero como podían suministrar ellos mismos el oxígeno necesario para la combustión, el hecho de su erupción no prueba en manera alguna la presencia de una atmósfera lunar.

—Adelante —respondió Michel Ardan—, y dejemos a un lado esta clase de argumentos para llegar a observaciones directas. Pero os prevengo que voy a citar nombres propios.

—Citadlos.

—En 1815, los astrónomos Louville y Halley, observando el eclipse del 3 de mayo, notaron en la Luna ciertos fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desencadenan en la atmósfera que envuelve a veces la Luna.

—En 1815 —replicó el desconocido—, los astrónomos Louville y Halley tomaron por fenómenos lunares fenómenos puramente terrestres, tales como bólidos, aerolitos a otros, que se producían en nuestra atmósfera. He aquí lo que respondieron los sabios al anuncio del citado fenómeno, y lo mismo respondo yo, ni más ni menos.

—Quiero suponer que tenéis razón —respondió Ardan, sin que la contestación de su adversario le hiciese la menor mella—. ¿No observó Herschel, en 1787, un gran número de puntos luminosos en la superficie de la Luna?

—Es verdad, pero sin explicarse su origen. Él mismo no dedujo de su aparición la necesidad de una atmósfera lunar.

—Bien respondido —dijo Michel Ardan, cumplimentando a su antagonista—; veo que estáis muy fuerte en selenografía.

—Muy fuerte, caballero, y añadiré que los señores Beer y Moedler, que son los más hábiles observadores, los que mejor han estudiado el astro de la noche, están de acuerdo sobre la falta absoluta de aire en su superficie.

Se produjo cierta sensación en el auditorio, al cual empezaban a convencer los argumentos del personaje desconocido.

—Adelante —respondió Michel Ardan con la mayor calma—, y llegamos ahora a un hecho importante. El señor Laussedat, hábil astrónomo francés, observando el eclipse del 18 de junio de 1860, comprobó que los extremos del creciente solar estaban redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más que por una desviación de los rayos del Sol al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya otra explicación posible.

—¿Pero el hecho es cierto? —preguntó con viveza el desconocido.

—Absolutamente cierto.

Un movimiento inverso al que había experimentado la asamblea poco antes se tradujo en rumores de aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario guardó silencio. Ardan repitió la frase, y, sin envanecerse por la ventaja que acababa de obtener, dijo sencillamente:

—Ya veis, pues, mi querido caballero, que no conviene pronunciarse de una manera absoluta contra la existencia de una atmósfera en la superficie de la Luna. Esta atmósfera es probablemente muy poco densa, bastante sutil, pero la ciencia en la actualidad admite generalmente su existencia.

—No en las montañas, por más que lo sintáis —respondió el desconocido, que no quería dar su brazo a torcer.

—Pero sí en el fondo de los valles, y no elevándose más allá de algunos centenares de pies.

—Aunque así fuese, haríais bien en tomar vuestras precauciones, porque el tal aire estará terriblemente enrarecido.

—¡Oh! Caballero, siempre habrá el suficiente para un hombre solo, y además, una vez allí, procuraré economizarlo todo lo que pueda y no respirar sino en las grandes ocasiones.

Una estrepitosa carcajada retumbó en los oídos del misterioso interlocutor, el cual paseó sus miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.

—Ahora bien —repuso Michel Ardan con cierta indiferencia—, puesto que estamos de acuerdo sobre la existencia de una atmósfera lunar, tenemos también que admitir la presencia de cierta cantidad de agua. Ésta es una consecuencia que me alegro de poder sacar por la cuenta que me tiene. Permitidme, además, mi amable contradictor, someter una observación a vuestro ilustrado criterio. Nosotros no conocemos más que una cara de la Luna, y aunque haya poco aire en el lado que nos mira, es posible que haya mucho en el opuesto.

—¿Por qué razón?

—Porque la Luna, bajo la acción de la atracción terrestre, ha tomado la forma de un huevo, que vemos por su extremo más pequeño. De aquí ha deducido Hansteen, cuyos cálculos son siempre de trascendencia, que el centro de gravedad de la Luna está situado en el otro hemisferio, y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua han debido de ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde los primeros días de su creación.

—¡Paradojas! —exclamó el desconocido.

—¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de la mecánica; y que me parecen difíciles de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la vida, tal como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la Luna. Deseo que se vote esta proposición.

La proposición obtuvo los aplausos unánimes de trescientos mil oyentes.

El adversario de Michel Ardan quería replicar, pero no pudo hacerse oír. Caía sobre él una granizada de gritos y amenazas.

—¡Basta! ¡Basta! —decían unos.

—¡Fuera el intruso! —repetían otros.

—¡Fuera! ¡Fuera! —exclamaba la irritada muchedumbre.

Pero él, firme, agarrado al estrado, dejaba pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado proporciones formidables, si Michel Ardan no la hubiese apaciguado con un ademán. Era de un carácter demasiado caballeroso para abandonar a su contradictor en el apuro en que le veía.

—¿Deseáis añadir algunas palabras? —le preguntó con la mayor cortesía.

—¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil! —respondió el desconocido, con arrebato—. Pero, no, me basta una sola. Para perseverar en vuestro proyecto, es preciso que seáis…

—¿Imprudente? ¿Cómo podéis tratarme así, sabiendo que he pedido una bala cilíndrico-cónica a mi amigo Barbicane, para no dar por el camino vueltas y revueltas como una ardilla?

—¡Desgraciado! ¡Al salir del cañón, la repercusión os hará pedazos!

—Mi querido colega, acabáis de poner el dedo en la llaga, en la verdadera y única dificultad por ahora; pero la buena opinión que tengo formada del genio industrial de los americanos me permite creer que llegará a resolverse…

—¿Y el calor desarrollado por la velocidad del proyectil al atravesar las capas del aire?

—¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y cruzará con tanta rapidez la atmósfera!

—¿Y víveres? ¿Y agua?

—He calculado que podría llevar víveres y agua para un año —respondió Ardan—, y la travesía durará cuatro días.

—¿Y aire para respirar durante el viaje?

—Lo haré artificialmente por procedimientos químicos bien conocidos.

—Pero ¿y vuestra caída en la Luna, suponiendo que lleguéis a ella?

—Será seis veces menos rápida que una caída en la Tierra, porque el peso es seis veces menor en la superficie de la Luna.

—¡Pero aun así, será suficiente para romperos como un pedazo de vidrio!

—¿Y quién me impedirá retardar mi caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos y disparados en ocasión oportuna?

—Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto todas las dificultades, que se hayan allanado todos los obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a la Luna, ¿cómo volveréis?

—¡No volveré!

A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea quedó muda. Pero su silencio fue más elocuente que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se aprovechó de él para protestar por última vez.

—Os mataréis infaliblemente —exclamó—, y vuestra muerte, que no será más que la muerte de un insensato, ¡ni siquiera servirá de algo a la ciencia!

—¡Proseguid, mi generoso desconocido, porque, la verdad, vuestros pronósticos son muy agradables!

—¡Ah! ¡Eso es demasiado! —exclamó el adversario de Michel Ardan—. ¡Y no sé por qué pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal! ¡No desistáis de vuestra loca empresa! ¡No es vuestra la culpa!

—¡Oh! ¡No salgáis de vuestras casillas!

—¡No! Sobre otro pesará la responsabilidad de vuestros actos.

—¿Sobre quién? —preguntó Michel Ardan con voz imperiosa—. ¿Sobre quién? Decidlo.

—Sobre el ignorante que ha organizado esta tentativa tan imposible como ridícula.

El ataque era directo. Barbicane, desde la intervención del desconocido, tuvo que esforzarse mucho para contenerse y conservar su sangre fría; pero viéndose ultrajado de una manera tan terrible, se levantó precipitadamente, y ya marchaba hacia su adversario, quien le miraba frente a frente y le aguardaba con la mayor serenidad, cuando se vio súbitamente separado de él.

De pronto, cien brazos vigorosos levantaron en alto el estrado, y el presidente del Gun-Club tuvo que compartir con Michel Ardan los honores del triunfo. La carga era pesada, pero los que la llevaban se iban relevando sin cesar, luchando todos con el mayor encarnizamiento unos contra otros para prestar a aquella manifestación el apoyo de sus hombros.

De pronto, levantaron en alto el estrado

Sin embargo, el desconocido no se había aprovechado del tumulto para dejar su puesto. Pero ¿acaso, aunque hubiese querido, hubiera podido evadirse en medio de aquella compacta muchedumbre? Lo cierto es que no pensó en escurrirse, pues se mantenía en primera fila, con los brazos cruzados, y miraba a Barbicane como si quisiera comérselo.

Tampoco Barbicane le perdía de vista, y las miradas de aquellos dos hombres se cruzaban como dos espadas diestramente esgrimidas.

Los gritos de la muchedumbre duraron tanto como la marcha triunfal. Michel Ardan se dejaba llevar con un placer evidente. Su rostro estaba radiante. De cuando en cuando parecía que el estrado se balanceaba como un buque azotado por las olas. Pero los héroes de la fiesta, acostumbrados a navegar, no se mareaban, y su buque llegó sin ninguna avería al puerto de Tampa.

Michel Ardan pudo afortunadamente ponerse a salvo de los abrazos y apretones de manos de sus vigorosos admiradores. En el hotel Franklin encontró un refugio, subió a su cuarto y se metió entre sábanas, mientras un ejército de cien mil hombres velaba bajo sus ventanas.

Al mismo tiempo ocurría una escena corta, grave y decisiva entre el personaje misterioso y el presidente del Gun-Club.

Barbicane, apenas se vio libre, se dirigió a su adversario.

—¡Venid! —le dijo con voz breve.

El desconocido le siguió y no tardaron en hallarse los dos solos en un malecón sito en el Jone’s-Fall.

No se conocían aún, y se miraron.

—¿Quién sois? —preguntó Barbicane.

—El capitán Nicholl.

—Me lo figuraba. Hasta ahora la casualidad no os había colocado en mi camino…

—¡Me he colocado en él yo mismo!

—¡Me habéis insultado!

—Públicamente.

—Me daréis satisfacción del insulto.

—Ahora mismo.

—No, quiero que todo pase secretamente entre nosotros. Hay un bosque, el bosque de Skernaw, a tres millas de Tampa. ¿Lo conocéis?

—Lo conozco.

—¿Tendréis inconveniente en entrar en él por un lado mañana por la mañana a las cinco?

—Ninguno, siempre y cuando a la misma hora entréis vos por el otro lado.

—¿Y no olvidaréis vuestro rifle? —dijo Barbicane.

—Ni vos el vuestro —respondió Nicholl.

Pronunciadas estas palabras con la mayor calma, el presidente del Gun-Club y el capitán se separaron, Barbicane volvió a su casa, pero, en vez de descansar, pasó la noche buscando el medio de evitar la repercusión del proyectil y resolver el difícil problema presentado por Michel Ardan en la discusión del mitin.