Capítulo 19. Lucha contra lo imposible

Los intrépidos viajeros se dan cuenta de que si quieren intervenir sobre la trayectoria de su proyectil deben intentar una audaz maniobra. Una vez hechos los cálculos, ejecutan esta maniobra en el momento indicado, y esperan con estoicismo su resultado, que marcará el destino de sus vidas.

Capítulo 19. Alrededor de la Luna

Durante bastante tiempo, Barbicane y sus compañeros, mudos y pensativos, se quedaron mirando aquel mundo, que sólo habían visto de lejos y del cual se alejaban irremediablemente, como Moisés miraba la tierra de Canaán. La posición del proyectil con respecto a la Luna se había modificado y, en aquel momento, tenía la parte inferior vuelta hacia la Tierra.

Este cambio, que Barbicane pudo comprobar, no dejó de sorprenderle. Si el proyectil tenía que gravitar alrededor del satélite siguiendo una órbita elíptica, ¿por qué no dirigía hacia él su parte más pesada, como hace la Luna con respecto a la Tierra? Esto era un punto oscuro.

Al observar la marcha del proyectil, se podía uno dar cuenta de que, al separarse de la Luna, seguía una curva análoga a la que había trazado al acercarse a ella. De modo que describía una elipse muy alargada, que probablemente se extendería hasta el punto de atracción equivalente, en el que se neutralizan las influencias de la Tierra y de su satélite.

Tal fue la conclusión que Barbicane sacó, y con razón, de los hechos observados, convicción que sus dos amigos compartieron con él.

E inmediatamente comenzaron a asaetearlo a preguntas.

—Y cuando lleguemos a ese punto muerto, ¿qué pasará? —le preguntó Michel Ardan.

—¡Cualquiera sabe! —contestó Barbicane.

—Pero se pueden hacer algunas hipótesis, ¿no?

—Dos —respondió Barbicane—. O bien la velocidad del proyectil resultará insuficiente, y entonces permanecerá eternamente inmóvil en la línea de doble atracción…

—Sea cual sea, prefiero la otra hipótesis —le interrumpió Michel Ardan.

—O tendrá velocidad suficiente —prosiguió Barbicane—, en cuyo caso volverá a adoptar una trayectoria elíptica para seguir gravitando eternamente alrededor del astro de la noche.

—Revolución poco consoladora —dijo Michel—. ¡Pasar al estado de humildes servidores de una Luna a la que estamos habituados a ver como nuestra esclava! ¡Menudo porvenir nos aguarda!

Ni Barbicane ni Nicholl le respondieron.

—¿De modo que os calláis? —prosiguió el impaciente Michel.

—¡Y qué vamos a decir! —comentó Nicholl.

—¿Tampoco podemos intentar nada?

—No —respondió Barbicane—. ¡No pretenderás luchar contra lo imposible!

—¿Y por qué no? ¿Acaso un francés y dos americanos se van a arredrar ante semejante palabra?

—¿Qué pretendes hacer?

—¡Dominar el movimiento que nos arrastra!

—¿Dominarlo?

—Sí —prosiguió Michel Ardan más entusiasmado—, frenarlo o modificarlo, ponerlo al servicio de nuestros proyectos.

—¿Y eso, cómo?

—¡Ah, eso es asunto de vuestra incumbencia! Si los artilleros no dominan las balas, menudos artilleros. ¡Si el proyectil es el que da órdenes al artillero, habrá que meter a éste dentro del cañón! ¡Pues vaya unos sabios que estáis hechos! Ahí están, sin saber qué hacer, después de que me han metido en…

—¡Metido! —exclamaron Barbicane y Nicholl—. ¿En qué te hemos metido? ¡Explícate!

—¡Nada de recriminaciones! —dijo Michel—. ¡Si no me quejo de nada! ¡Me gusta este paseo! ¡Voy encantado en el proyectil! Pero hagamos todo lo que humanamente sea posible para volver a caer en algún sitio, ya que no puede ser en la Luna.

—Qué más quisiéramos nosotros, querido Michel —respondió Barbicane—, pero carecemos de medios.

—¿No podríamos modificar la trayectoria del proyectil?

—No.

—¿Ni disminuir su velocidad?

—No.

—¿Ni siquiera soltando lastre, como se hace con un barco, cuando lleva demasiada carga?

—¿Qué quieres que tiremos? —preguntó Nicholl—. No llevamos lastre a bordo. Y además, tengo la impresión de que, si aligeráramos el peso del proyectil, se movería más deprisa.

—Menos deprisa —dijo Michel.

—Más deprisa —replicó Nicholl.

—Ni más deprisa ni menos deprisa —intervino Barbicane para poner a sus dos amigos de acuerdo—, porque flotamos en el vacío, de modo que no influye el peso específico.

—Muy bien —exclamó Michel Ardan en tono decidido—, entonces no nos queda más remedio que hacer una cosa.

—¿Cuál?

—¡Almorzar! —respondió imperturbable el francés, que siempre echaba mano de esta solución en las circunstancias más difíciles.

Efectivamente, ya que esta operación no iba a influir para nada en la dirección del proyectil, podía acometerla sin inconveniente alguno, e incluso con éxito desde el punto de vista del estómago. La verdad es que el bueno de Michel tenía unas ideas estupendas.

La cosa es que desayunaron a las dos de la madrugada, pero la hora les daba igual. Michel sirvió el menú habitual, que se coronó con una deliciosa botella sacada de su bodega secreta. Si a pesar de ella no se les ocurría ninguna idea es que el chambertin88 de 1863 servía para poco.

En cuanto terminaron de comer, se reanudaron las observaciones.

Alrededor del proyectil y a una distancia invariable del mismo, se mantenían los objetos que habían tirado fuera. Ello significaba que el proyectil, en su movimiento de traslación alrededor de la Luna, no había atravesado atmósfera alguna, pues, en caso contrario, el peso específico de aquellos objetos hubiera modificado la marcha relativa de los mismos.

Del lado del esferoide terrestre no había nada que ver. La Tierra no tenía más que un día, ya que era nueva desde la medianoche del día anterior, y tenían que transcurrir dos días antes de que su creciente, liberado de los rayos solares, pudiera servir de reloj a los selenitas, ya que, en su movimiento de rotación, cada uno de sus puntos vuelve a pasar siempre veinticuatro horas después por el mismo meridiano de la Luna.

Del lado de la Luna, el espectáculo era diferente. El astro brillaba con todo su esplendor, en medio de innumerables constelaciones cuyos rayos no eran capaces de empañar su pureza. En el disco, las llanuras habían adquirido ya ese tono oscuro que se observa desde la Tierra. El resto del nimbo se veía resplandeciente y, en medio de aquel resplandor general, Tycho seguía destacándose como un Sol.

Barbicane no tenía ninguna manera de calcular la velocidad del proyectil, pero la razón le inducía a creer que dicha velocidad tenía que disminuir de manera uniforme, según las leyes de la mecánica racional.

Y efectivamente, si se admitía que el proyectil describía una órbita alrededor de la Luna, dicha órbita habría de ser necesariamente elíptica. La ciencia nos demuestra que esto es lo que sucede. Ningún cuerpo móvil que circule alrededor de un cuerpo que ejerza cierta atracción deje de someterse a esta ley. Todas las órbitas que se describen en el espacio son elípticas, tanto las de los satélites alrededor de los planetas, como las de los planetas alrededor del Sol, y la del Sol alrededor del astro desconocido que le sirve de eje. ¿Qué razón podía existir para que el proyectil del Gun-Club no cumpliera con esta disposición natural?

Resulta que, en las órbitas elípticas, el cuerpo que ejerce atracción ocupa siempre uno de los focos de la elipse, de tal modo que el satélite se encuentra en determinado momento en el punto más próximo, y en otro momento en el punto más alejado del astro alrededor del cual gravita. Cuando la Tierra se encuentra en el punto más cercano al Sol, está en su perihelio; y cuando se encuentra en el punto más alejado, está en su afelio. En cuanto a la Luna, está más cerca de la Tierra en su perigeo, y más lejos, en su apogeo. Para utilizar términos análogos, que pasarán a enriquecer la lengua de los astrónomos, tendremos que decir que, si el proyectil continúa siendo un satélite de la Luna, se encontrará en su «aposelenio» cuando esté en su punto más alejado, y en su «periselenio» cuando se encuentre en su punto más cercano.

En este último caso, el proyectil deberá alcanzar su velocidad máxima; en el primer caso, su velocidad mínima. Sin duda alguna se dirigía hacia su punto aposelenítico, y Barbicane tenía razón cuando pensaba que su velocidad iría disminuyendo hasta alcanzar dicho punto, y luego aumentaría, poco a poco, a medida que fuera acercándose a la Luna. Incluso podía darse el caso de que dicha velocidad llegara a ser nula, si dicho punto se confundía con el de atracción equivalente.

Barbicane analizaba las consecuencias de todas estas situaciones, tratando de sacarles partido, cuando de repente le interrumpió un grito de Michel Ardan, que dijo:

—¡Pardiez! ¡Mira que somos tontos de remate!

—No te digo que no —respondió Barbicane—, pero explícame por qué.

—¡Porque tenemos un método muy sencillo para retrasar esa dichosa velocidad que nos aleja de la Luna y no lo estamos utilizando!

—¿A qué método te refieres?

—A utilizar la fuerza de retroceso que nos pueden facilitar los cohetes.

—¡Claro! —dijo Nicholl.

—La verdad es que todavía no hemos utilizado esa fuerza —respondió Barbicane—, pero ya la utilizaremos.

—¿Cuándo? —preguntó Michel.

—Cuando sea el momento oportuno. Tened en cuenta, amigos míos, que en la posición que ocupa el proyectil, posición todavía oblicua con respecto al disco lunar, se podría dar el caso de que los cohetes, al modificar su dirección, lo alejaran de la Luna en lugar de acercarlo a ella. Y supongo que lo que pretendéis es llegar a la Luna, ¿no?

—Claro respondió Michel.

—Pues veréis. Por una influencia inexplicable, la parte inferior del proyectil tiende a dirigirse hacia la Tierra. Es probable que, cuando lleguemos al punto de atracción equivalente, la parte superior, cónica, se oriente exactamente hacia la Luna. Es de suponer que, en ese momento, su velocidad sea nula. En ese momento es cuando debemos entrar en acción y, con el impulso de los cohetes, tal vez consigamos caer directamente sobre la superficie del disco lunar.

—¡Bravo! —exclamó Michel.

—Cosa que no hicimos, que no podíamos hacer, cuando pasamos la primera vez por el punto muerto, porque el proyectil tenía entonces todavía demasiada velocidad.

—Bien razonado —intervino Nicholl.

—Así que aguardaremos con paciencia —prosiguió Barbicane—. ¡Pongamos todas las bazas a nuestro favor y, tras habernos desesperado tanto, empiezo a creer que alcanzaremos nuestra meta!

Esta conclusión provocó una serie de hip, hip, hurras por parte de Michel Ardan. Y ni uno solo de aquellos audaces locos se acordaba de que ellos mismos habían llegado a la conclusión de que, ¡no!, la Luna no estaba habitada. ¡No! Probablemente la Luna no era habitable. ¡Y sin embargo, iban a tratar por todos los medios de llegar a ella!

Sólo quedaba por resolver una cuestión: ¿Exactamente en qué momento llegaría el proyectil al punto de atracción equivalente en el que los viajeros se jugarían el todo por el todo?

Para calcular ese momento, segundo arriba o abajo, Barbicane no tenía más que consultar las notas que había tomado durante el viaje e ir marcando las diferentes alturas según los paralelos Junares, ya que el tiempo necesario para recorrer la distancia entre el punto muerto y el polo sur debería ser igual a la distancia que separaba el polo norte del punto muerto. Como había anotado meticulosamente las horas transcurridas, podía calcularlo fácilmente.

Barbicane llegó a la conclusión de que el proyectil alcanzaría dicho punto a la una de la madrugada de la noche del 7 al 8 de diciembre. En aquel momento eran las tres de la madrugada de la noche del 6 al 7 de diciembre, de modo que, si nada alteraba su marcha, el proyectil llegaría al punto deseado al cabo de veintidós horas.

En principio, se habían dispuesto los cohetes para que aminoraran la caída del proyectil sobre la Luna, pero ahora aquellos valientes los iban a utilizar para provocar el efecto exactamente contrario. En cualquier caso, los tenían preparados y no había más que aguardar al momento oportuno para dispararlos.

—Ya que no tenemos nada que hacer —dijo Nicholl—, voy a proponerles una cosa.

—¿Cuál? —preguntó Barbicane.

—Echarnos a dormir.

—¡Pero bueno! —exclamó Michel Ardan.

—Hace cuarenta horas que no pegamos ojo —insistió Nicholl—. Unas horitas de sueño servirán para que reparemos fuerzas.

—Ni hablar —replicó Michel.

—Bueno —prosiguió Nicholl—, allá cada cual. ¡Yo me voy a dormir!

Y tumbándose sobre un diván, Nicholl no tardó en empezar a resoplar como una bala del cuarenta y ocho.

—Este Nicholl es la mar de sensato —dijo al poco tiempo Barbicane—. Yo voy a hacer lo mismo.

Al cabo de unos instantes sostenía con un bajo continuo el barítono del capitán.

—La verdad es que esta gente tan práctica tiene a veces unas ideas muy oportunas —dijo Michel Ardan cuando se vio solo.

Y estirando sus largas piernas y con los brazos doblados por debajo de la cabeza, Michel se quedó a su vez dormido.

Pero su sueño no podía ser ni duradero ni apacible. Demasiadas preocupaciones rebullían en las cabezas de aquellos tres hombres y, al cabo de unas horas, a eso de las siete de la mañana, los tres se levantaron a un tiempo.

El proyectil seguía alejándose de la Luna, inclinando cada vez más hacia ésta su parte cónica. Fenómeno inexplicable hasta aquel momento, pero que afortunadamente iba a serle muy útil a Barbicane.

En cuanto hubieran pasado otras diecisiete horas, habría llegado el momento de actuar.

El día se les hizo muy largo. Por audaces que fueran, los viajeros se sentían tremendamente impresionados al ver que se acercaba el momento decisivo en el que caerían sobre la Luna o en el que quedarían eternamente encadenados a una órbita inmutable. Así que fueron contando las horas, Barbicane y Nicholl obstinadamente sumidos en sus cálculos, Michel caminando de arriba abajo entre aquellas estrechas paredes, y contemplando con mirada ávida la impasible Luna.

A veces se les pasaba por la cabeza algún recuerdo fugaz de la Tierra. Pensaban en sus amigos del Gun-Club, sobre todo en el más querido de todos ellos, J. T. Maston. En aquel momento el honorable secretario estaría en su puesto en las montañas Rocosas. ¿Qué pensaría si podía divisar el proyectil en el espejo de su gigantesco telescopio? ¡Después de haberlo visto desaparecer por detrás del polo sur de la Luna, habría visto que volvía a aparecer por el polo norte! ¡De modo que era el satélite de un satélite! ¿Se le habría ocurrido a J. T. Maston lanzar al mundo semejante noticia inesperada? ¿Acaso acabaría de ese modo tan magna empresa?…

No obstante, el día transcurrió sin el menor incidente. Llegó la medianoche terrestre. Iba a comenzar el 8 de diciembre. Una hora más y llegarían al punto de atracción equivalente. En aquel momento, ¿cuál era la velocidad del proyectil? No podían calcularla. Pero ningún error podía mancillar los cálculos de Barbicane. A la una de la madrugada, la velocidad debía ser y sería nula.

Además, otro fenómeno vendría a indicar la llegada del proyectil a la línea neutra. Al llegar a dicho punto, se anularían ambas atracciones, la de la Tierra y la de la Luna, y por lo tanto los objetos dejarían de «pesar». Este singular acontecimiento, que tanto había sorprendido a Barbicane y a sus compañeros en el viaje de ida, tenía que repetirse a la vuelta en idénticas condiciones. Y en ese preciso momento era cuando tenían que actuar.

El casquete cónico del proyectil ya había girado sensiblemente hacia el disco lunar y el proyectil tenía la posición idónea para utilizar todo el empuje producido por el disparo de los cohetes. O sea que los viajeros tenían todas las posibilidades a su favor. Si la velocidad del proyectil quedaba absolutamente anulada al llegar al punto muerto, bastaría un movimiento hacia la Luna, por mínimo que éste fuera, para determinar su caída.

—La una menos cinco —dijo Nicholl.

—Todo está listo —le respondió Michel Ardan acercando a la llama del gas una mecha preparada a tal efecto.

—Aguarda —dijo Barbicane, con el cronómetro en la mano.

En aquel momento dejó de sentirse la gravedad y los viajeros lo notaron. ¡Si no habían llegado al punto neutro, poco les faltaba!…

—¡La una! —dijo Barbicane.

Michel Ardan acercó la mecha encendida a un dispositivo que comunicaba inmediatamente todos los cohetes entre sí. En el interior no se oyó ninguna detonación, pues no había aire. Pero, a través de las portillas, Barbicane divisó una fusión prolongada cuya deflagración se extinguió al momento.

El proyectil sufrió una sacudida que se hizo notar sensiblemente en el interior del mismo.

Los tres amigos lo miraban todo, escuchaban sin decir ni palabra, sin respirar apenas. Se hubiera podido oír los latidos de sus corazones en medio de aquel silencio tan absoluto. Al fin Michel Ardan preguntó:

—¿Caemos?

—¡No, porque la parte inferior del proyectil no ha girado hacia el disco lunar!

En ese momento, Barbicane se alejó del cristal de las portillas y se volvió hacia sus dos compañeros. Estaba tremendamente pálido, con el ceño fruncido y los labios contraídos.

—¡Caemos! —les dijo.

—¡Ah! —exclamó Michel Ardan—. ¿Hacia la Luna?

—¡Hacia la Tierra! —le contestó Barbicane.

—¡Demonio! —gritó Michel Ardan.

Y luego, en tono filosófico, añadió:

—¡Bueno! ¡Cuando nos metimos en este proyectil ya sabíamos que no iba a ser tan fácil salir de él!

Efectivamente, había comenzado aquella caída espantosa. La velocidad que aún conservaba el proyectil le había empujado más allá del punto muerto. La explosión de los cohetes no había sido capaz de detenerlo, y la misma velocidad que a la ida había hecho que el proyectil superase el punto muerto, producía ahora, a la vuelta, un efecto idéntico. Según las leyes de la física, siguiendo su órbita elíptica, tenía que volver a pasar por todos los puntos por los que ya había pasado.

Fue una caída espantosa, desde setenta y ocho mil leguas de altura, sin que hubiera modo de amortiguarla. Según las leyes de la balística, el proyectil caería sobre la Tierra a una velocidad igual a la que llevaba al salir del Columbiad, es decir, ¡de «dieciséis mil metros en el último segundo»!

Para que tengan ustedes algún elemento de comparación, les diremos que se ha calculado que, si se tira un objeto desde lo alto de las torres de Notre Dame, que sólo tienen doscientos pies89 de altura, dicho objeto llegará al suelo a una velocidad de ciento veinte leguas por hora. Pero en este caso, el proyectil llegaría a la Tierra a una velocidad de cincuenta y siete mil seiscientas leguas por hora.

—Estamos perdidos —dijo Nicholl con toda frialdad.

—¡Bueno, pues si morimos —respondió Barbicane con una especie de fervor religioso—, el resultado de nuestro viaje adquirirá proporciones magníficas! ¡Será el propio Dios quien nos revele su secreto! ¡En la otra vida, el alma, para saber, no precisará ni de máquina ni de artefacto alguno! ¡Se identificará con la sabiduría!

—¡La verdad es que el otro mundo enterito puede que nos consuele de ese astro ínfimo que se llama Luna! —replicó Michel Ardan.

Barbicane se cruzó los brazos sobre el pecho con un gesto de sublime resignación y dijo:

—¡Que sea lo que Dios quiera!

  • 88. Vino tinto de Borgoña muy apreciado.
  • 89. Las torres de Notre Dame de París miden 70 metros.