Parte 3 Capítulo 17 - Muere el capitán Nemo y los colonos cumplen su última voluntad

Muere el capitán Nemo y los colonos cumplen su última voluntad

Las últimas horas del Capitán Nemo. — Las voluntades de un moribundo. — Un recuerdo para sus amigos de un día. — El ataúd del Capitán Nemo. — Algunos consejos a los colonos. — El momento supremo. — En el fondo de los mares.

Parte 3 Capítulo 17 - Muere el capitán Nemo y los colonos cumplen su última voluntad

Había llegado el día: ningún rayo de luz penetraba en aquella profunda cripta, cuya abertura obstruía la marea alta en aquel momento, pero la luz artificial, que se escapaba en largos haces a través de las paredes del Nautilus, no se había debilitado y la sábana de agua resplandecía todavía alrededor del aparato flotante.

Un extremado cansancio se notaba en el capitán Nemo, que había vuelto a caer sobre su diván. No se podía pensar en trasladarlo al Palacio de granito, porque había manifestado su voluntad de permanecer entre aquellas maravillas del Nautilus, que no habrían podido pagarse con millones y esperar una muerte que no podía tardar en venir.

Durante la larga postración que le tuvo casi sin conocimiento, Cyrus Smith y Gédéon Spilett observaron con atención el estado del enfermo. Evidentemente el capitán se iba extinguiendo poco a poco: faltaría la fuerza a aquel cuerpo, en otro tiempo tan robusto y a la sazón, débil envoltura de un alma que trataba de romper sus lazos. Toda la vida estaba concentrada en el corazón y en la cabeza.

El ingeniero y el periodista celebraban consejo en voz baja. ¿Había algo que hacer por el moribundo? ¿Podían, si no salvarlo, al menos prolongar su vida durante varios días? Él mismo había dicho que no tenía remedio y esperaba tranquilamente, sin temer, la hora de la muerte.

—No podemos hacer nada —dijo Gédéon Spilett.

—Pero ¿porqué se muere? —preguntó Pencroff.

—Porque se apaga —contestó el periodista.

—Sin embargo —dijo el marino— si le trasladáramos al aire libre, al sol, quizá se reanimaría.

—No, Pencroff —contestó el ingeniero— no podemos hacer nada. Por otra parte, el capitán Nemo no consentiría en salir de su buque; hace treinta años que vive en el Nautilus y en el Nautilus quiere morir.

Sin duda el capitán Nemo oyó la respuesta de Cyrus Smith, porque se incorporó un poco y con voz más débil, pero siempre inteligible, dijo:

—Tiene usted razón: debo y quiero morir aquí. Por lo tanto, tengo que hacerles una súplica.

Cyrus Smith y sus compañeros se acercaron al diván y dispusieron los cojines de modo que el moribundo estuviera más cómodo.

Vieron entonces que las miradas del capitán se detenían en todas las maravillas de aquel salón, iluminado por los rayos eléctricos que pasaban a través de los arabescos de un techo luminoso. Contempló uno tras otro los cuadros suspendidos sobre los espléndidos tapices que cubrían las paredes, las obras maestras de los pintores italianos, flamencos, franceses y españoles; las figuras de mármol y de bronce, que se levantaban sobre sus pedestales; el órgano magnífico apoyado en la pared de popa; las vidrieras dispuestas alrededor de un acuario central en el cual se ostentaban los más admirables productos del mar, plantas marinas, zoófitos, rosarios de perlas de inapreciable valor y por fin, sus ojos se detuvieron en la divisa escrita en el frontón de aquel museo, que era la divisa del Nautilus:

MOBILIS IN MOBILI

Parecía como si quisiera por última vez acariciar con la mirada aquellas obras maestras del arte y de la naturaleza, a las cuales había limitado su horizonte durante tantos años pasados en el abismo de los mares. Cyrus Smith había respetado el silencio del capitán Nemo, aguardando a que el moribundo tomase la palabra. Después de algunos minutos, durante los cuales pasó interiormente revista a su vida entera, el capitán se volvió hacia los colonos y les dijo:

—¿Creen serme deudores de alguna gratitud?

—Capitán, daríamos nuestra vida por prolongar la de usted.

—Bien —repuso el capitán Nemo— bien… Prométanme ejecutar mi última voluntad y eso me recompensará de lo que he hecho en su favor.

—Lo prometemos —contestó Cyrus Smith, que con esta promesa empeñaba no solamente su palabra, sino la de sus compañeros.

Y detuvo con un gesto a Harbert, que hizo señal de protestar.

—Mañana habré muerto y deseo no tener otro sepulcro que el Nautilus. Es mi ataúd. Todos mis amigos reposan en el fondo de los mares y yo quiero reposar con ellos.

Un silencio profundo acogió estas palabras del capitán.

—Escúchenme —añadió. El Nautilus está aprisionado en esta gruta, cuya entrada se ha levantado desde que está aquí. Pero, si no puede dejar su prisión, puede al menos hundirse en el abismo y conservar allí mi despojo mortal. Los colonos escuchaban religiosamente las palabras del moribundo. Mañana, después de mi muerte, señor Smith, usted y sus compañeros dejarán el Nautilus, porque todas las riquezas que contiene deben desaparecer conmigo. Un solo recuerdo les quedará a ustedes del príncipe Dakkar, cuya historia ya conocen.

—Ese cofrecillo… que está ahí… contiene muchos millones de diamantes, la mayor parte recuerdos de la época en que, padre y esposo, casi llegué a creer en la felicidad y una colección de perlas recogidas por mis amigos y por mí en el fondo de los mares. Con ese tesoro, en un día dado, podrán hacer buenas cosas. En manos como las suyas y las de sus compañeros, señor Smith, la riqueza no puede ser peligrosa. Yo, desde allá arriba, me veré asociado a sus obras, sin que me dé recelo esta asociación, —después de unos instantes, requerido por su extrema debilidad, continuó el capitán Nemo en estos términos— mañana tomarán ese cofrecillo, dejarán este salón cerrando la puerta, después subirán a la plataforma del Nautilus y cerrarán la puerta de metal mediante sus pernos.

—Lo haremos, capitán —contestó Cyrus Smith.

—Bien. Entonces se embarcarán en la canoa que les ha traído, pero, antes de abandonar el Nautilus, se dirigirán a popa y allí abrirán los dos grifos que se encuentran bajo la línea de flotación. El agua penetrará en los depósitos y el Nautilus se hundirá poco a poco para ir a descansar al fondo del abismo.

Cyrus Smith hizo un ademán y al darse cuenta, el capitán añadió:

—No sientan nada. Sepultarán verdaderamente a un muerto.

Ni Cyrus Smith ni sus compañeros creyeron hacer ninguna observación al capitán Nemo. Les transmitía su última voluntad y no tenían que hacer más que conformarse con ella…

—¿Me dan su palabra de hacerlo así? —añadió el capitán Nemo.

—Sí, señor —contestó el ingeniero.

El capitán dio las gracias con una señal y rogó a los colonos que le dejaran solo durante unas horas. Gédéon Spilett insistió para que le permitiera permanecer a su lado por si sobrevenía alguna crisis, pero el moribundo se negó, diciendo:

—Viviré hasta mañana.

Todos abandonaron el salón, atravesaron la biblioteca, el comedor y llegaron a proa, al cuarto de máquinas, donde estaban establecidos los complicados aparatos eléctricos, que, al mismo tiempo que calor y luz, suministraban fuerza mecánica al Nautilus.

El Nautilus era una obra maestra llena de obras maestras y el ingeniero quedó maravillado. Los colonos subieron sobre la plataforma, que se levantaba a siete u ocho pies sobre el nivel del agua y se acomodaron cerca de una gran vidriera lenticular, que tapaba una especie de gran claraboya de donde emanaba un haz luminoso. Detrás de aquella claraboya se abría un camarote que contenía las ruedas del gobernalle y en el cual estaba el timonel, cuando dirigía el Nautilus a través de las capas líquidas, que por los rayos eléctricos debían iluminarse en una gran extensión.

Cyrus Smith y sus compañeros permanecieron al principio silenciosos, porque estaban muy impresionados por lo que acababan de ver y oír. Sus corazones se oprimían al pensar que aquel cuyo brazo tantas veces les había socorrido, que aquel protector que habían conocido pocas horas antes, estaba a punto de morir.

Cualquiera que fuese el juicio que la posteridad pronunciara sobre los actos de aquella existencia, por decirlo así, extrahumana, el príncipe Dakkar sería siempre para ellos una de esas fisonomías extrañas, cuyo recuerdo no se puede borrar.

—¡Vaya un hombre! —exclamó Pencroff. ¡Es creíble que haya vivido de esta manera en el fondo del océano! Pienso que quizá no ha encontrado en él más tranquilidad que en cualquiera otra parte.

—El Nautilus —observó Ayrton— habría podido servirnos para abandonar la isla Lincoln y llegar a una tierra habitada.

—¡Mil diablos! —exclamó Pencroff. No me comprometería yo a dirigir semejante buque. Correr sobre los mares, bueno; pero bajo las aguas, no.

—Creo —repuso el periodista— que la maniobra de un aparato submarino como este Nautilus debe ser fácil, Pencroff y que pronto nos acostumbraríamos a ella. No habría que temer ni tempestades ni abordajes. A pocos pies bajo la superficie del mar, las aguas se encuentran tan tranquilas como las de un lago.

—Es posible —contestó el marino— mas prefiero un buen golpe de viento a bordo de un buque bien aparejado. El barco se ha hecho para navegar sobre el agua y no debajo.

—Amigos míos —dijo el ingeniero— es inútil, al menos a propósito del Nautilus, discutir esta cuestión de buques submarinos. El Nautilus no es nuestro y no tenemos derecho a disponer de él, cuanto más que no podría servirnos en ningún caso; pues, aparte de que no puede salir de esta caverna, cuya entrada se ha cerrado por un levantamiento de las rocas basálticas, el capitán Nemo quiere que se hunda en ella después de su muerte. Su voluntad es formal y la cumpliremos.

Cyrus Smith y sus compañeros, después de una conversación que se prolongó todavía algún tiempo, bajaron de nuevo al interior del Nautilus, tomaron algún alimento y volvieron al salón.

El capitán Nemo había salido de la postración en que le habían dejado y sus ojos recobraron el brillo que tenían anteriormente. Se veía una sonrisa vagando por sus labios. Los colonos se acercaron a él.

—Señores —les dijo—, ustedes son hombres animosos, honrados y buenos. Se han dedicado sin reserva al bien común. Con frecuencia los he observado, los he amado y los amo… Deme la mano, señor Cyrus.

El ingeniero tendió la mano al capitán, que la estrechó afectuosamente.

—Así está bien —murmuró. Y añadió: ya he hablado bastante de mí. Ahora quisiera hablar de ustedes y de la isla Lincoln, en la cual han encontrado asilo… ¿Piensan abandonarla?

—Para volver, capitán —contestó Pencroff.

—¿Para volver?…

—En efecto.

—Pencroff —repuso el capitán sonriéndose— ya sé cuánto afecto profesa usted a esta isla. Sus trabajos la han modificado y es seguramente propiedad de todos ustedes.

—Nuestro proyecto, capitán —dijo entonces Cyrus Smith— sería darla a los Estados Unidos y fundar en ella, para nuestra marina, un punto de escala, que estaría muy bien situado en esta parte del Pacífico.

—Ustedes piensan en su país, señores —repuso el capitán— trabajan por su prosperidad, por su gloria. Tienen razón: la patria… Allí hay que volver; allí debe morir uno… y yo…, yo muero lejos de todo lo que he amado.

—¿Tendría usted alguna última voluntad que transmitimos, algún recuerdo para los amigos que ha podido dejar en las montañas de India? —preguntó vivamente el ingeniero.

—No, señor Smith. No tengo ya amigos. Soy el último de mi linaje, desde hace mucho tiempo he muerto para cuantos me han conocido…, pero volvamos a ustedes. La soledad, el aislamiento son cosas tristes y superiores a las fuerzas humanas… Yo muero por haber creído que podía vivir solo… Ustedes deben intentarlo todo para abandonar la isla Lincoln y volver a ver el suelo donde han nacido. Sé que esos miserables han destruido la embarcación que ustedes habían hecho…

—Estamos construyendo un buque —dijo Gédéon Spilett— un buque bastante grande para llevarnos a las tierras más próximas; pero, si logramos salir, tarde o temprano volveremos a la isla Lincoln, a la cual nos unen demasiados recuerdos para que podamos olvidarla jamás.

—Aquí hemos conocido al capitán Nemo —dijo Cyrus Smith.

—Solo aquí encontraremos los recuerdos de usted en toda su intensidad —observó Harbert.

—Y aquí descansaré en el sueño eterno, si… —contestó el capitán.

Titubeó y en vez de concluir la frase, añadió:

—Señor Smith, tengo que hablarle… a solas.

Los compañeros del ingeniero, respetando aquel deseo del moribundo, se retiraron.

Cyrus Smith permaneció unos minutos encerrado a solas con el capitán Nemo, luego llamó a sus amigos, pero no les dijo nada de las cosas secretas que el moribundo le había confiado.

Gédéon Spilett observó entonces al enfermo con atención. Era evidente que el capitán estaba sostenido solo por una energía moral, que en breve sería vencida por su debilidad física.

El día terminó sin que se manifestara ningún cambio. Los colonos no dejaron un instante el Nautilus. La noche había entrado, aunque no era posible conocerlo por la oscuridad en aquella cripta.

El capitán Nemo no padecía, pero declinaba. Su noble rostro, pálido por la proximidad de la muerte, estaba tranquilo. De sus labios se escapaban a veces palabras casi ininteligibles y que se referían a diversos incidentes de su extraña existencia. La vida se iba retirando poco a poco de aquel cuerpo, cuyas extremidades estaban ya frías.

Una o dos veces más dirigió la palabra a los colonos que estaban a su lado y les miró con aquella última sonrisa que continúa hasta después de la muerte. Finalmente, a poco más de las doce de la noche, hizo un esfuerzo supremo y logró cruzar los brazos sobre el pecho como si hubiera querido morir en aquella actitud. Hacia la una de la mañana toda la vida se había refugiado en sus miradas. El último destello brilló en aquellos ojos negros de donde tantas llamas habían brotado en otro tiempo; y después, murmurando las palabras de Dios y Patria, expiró apaciblemente.

Cyrus Smith, inclinándose sobre él, cerró los ojos del que había sido príncipe Dakkar y que ya no era ni siquiera el capitán Nemo.

Harbert y Pencroff lloraban; Ayrton enjugaba una lágrima furtiva; Nab estaba de rodillas cerca del periodista, convertido en estatua.

Cyrus Smith, levantando la mano sobre la cabeza del muerto, dijo:

—¡Dios haya recogido su alma!

Y volviéndose hacia sus amigos añadió:

—Oremos por el ser que hemos perdido.

Pocas horas después los colonos cumplían la palabra dada al capitán y la última voluntad del difunto.

Salieron del Nautilus después de haberse llevado el último recuerdo que les había legado su bienhechor, el cofrecillo que contenía tantas riquezas. Cerraron cuidadosamente el maravilloso salón que continuaba inundado de luz. Fijaron con los pernos la puerta de metal, de tal suerte que ni una gota de agua pudiera penetrar en el interior de las cámaras del Nautilus.

Después los colonos bajaron a la canoa que estaba amarrada al costado del barco submarino. La canoa navegó hasta popa, donde en la línea de flotación se abrían dos grandes grifos que estaban en comunicación con los depósitos destinados a producir la inmersión del aparato. Abrieron los grifos, los depósitos se llenaron de agua y el Nautilus, hundiéndose poco a poco, desapareció bajo la sábana líquida.

Pero los colonos pudieron seguirlo todavía a través de las profundas capas de agua. Su poder luminoso transparentaba las aguas, mientras las tinieblas invadían la cripta. Por último, aquella expansión de efluvios eléctricos se disipó y en breve el Nautilus, convertido en ataúd del capitán Nemo, descansó en el fondo de los mares.