Parte 2 Capítulo 11 - De nuevo el invierno. Discusión sobre el combustible

De nuevo el invierno. Discusión sobre el combustible

El invierno. — Bataneo de la lana. — El molino. — Una idea fija de Pencroff. — Las barbas de ballena. — De lo que puede servir un albatros. — El combustible del futuro. — Top y Jup. — Tormentas. — Bajas en el redil. — Una excursión al pantano. — Cyrus Smith solo. — Exploración del pozo.

Parte 2 Capítulo 11 - De nuevo el invierno. Discusión sobre el combustible

El invierno llegaba con el mes de junio, que es el diciembre de las zonas boreales y la principal ocupación de entonces fue la confección de vestidos pesados y de abrigo.

Los muflones de la dehesa habían sido esquilados y la preciosa materia textil estaba dispuesta; no faltaba más que transformarla en tela.

Claro que Cyrus Smith, no teniendo a su disposición cardas, ni peines, ni alisadores, ni estiradores, ni retorcedores, ni máquinas de las llamadas mule-jenny y self-acting para hilar la lana, ni telar para tejerla, tenía que proceder de una manera más sencilla y que ahorrase el hilado y el tejido. Se proponía utilizar la propiedad que tienen los filamentos de lana, cuando se los prensa en todos sentidos, se entrelazan unos con otros y constituyen por este cruzamiento esa tela que se llama fieltro.

Aquel fieltro podía, pues, obtenerse por un simple bataneo, operación que, si disminuye la flexibilidad de la tela, aumenta notablemente sus propiedades conservadoras del calor. Ahora bien, precisamente la lana que daban los muflones se componía de vellones cortos, buena condición para la fabricación del fieltro.

El ingeniero, ayudado por sus compañeros, incluido Pencroff, que otra vez tuvo que abandonar su construcción naval, comenzó las operaciones preliminares que tuvieron por objeto quitar la sustancia oleosa y grasa impregnada en la lona, que se llama churre. El desgrasado se realizó en cubetas llenas de agua a 60° de temperatura y en las cuales se dejó sumergida la lana veinticuatro horas. Después se hizo un lavado a fondo mediante baños de sosa y luego, aquella lana, cuando estuvo suficientemente seca por la presión, se puso en estado de ser bataneada, es decir, de producir una tela sólida, tosca y que no habría tenido ningún valor en un centro industrial de Europa o de América, pero que debía ser preciosísima en los mercados de la isla Lincoln.

Este género de paño ha debido ser conocido en épocas remotas y era, en efecto, la primera tela de lana fabricada por el procedimiento que iba a emplear Cyrus Smith.

En lo que sus conocimientos de ingeniero le sirvieron más fue en la construcción de la máquina destinada a batanear la lana, porque supo aprovecharse de la fuerza mecánica, inutilizada hasta entonces, que poseía el salto de agua de la playa para mover un batán.

Nada más rudimentario: un árbol provisto de dientes que levantaban y dejaban caer alternativamente pilones verticales; cubos destinados a recibir la lana, en cuyo interior caían los pilones y un fuerte armazón de madera, que contenía y ligaba todo el sistema: así era la máquina y así había sido hasta el momento en que se tuvo la idea de reemplazar los pilones por cilindros compresores y someter la materia, no a un bataneo, sino a una laminación.

La operación, dirigida por Cyrus Smith, tuvo éxito. La lana, previamente impregnada de una disolución jabonosa destinada por una parte a facilitar su deslizamiento, unión, compresión y reblandecimiento y por otra impedir su alteración por el golpeteo, salió del batán en forma de una áspera tela de fieltro. Las estrías y asperezas del vellón se habían enganchado y entrelazado las unas en las otras de tal modo, que formaban una tela igual, apta para hacer vestidos y mantas. No era ni merino, ni muselina, ni cachemira de Escocia, ni stof, ni reps, ni raso de China, ni Orleans, ni alpaca, ni paño, ni franela; era fieltro lincolniano y la isla Lincoln contaba con una industria más.

Los colonos tuvieron buenos vestidos y buenas mantas y pudieron esperar sin temor el invierno de 1866 a 1867.

Los grandes fríos comenzaron a hacerse sentir hacia el 20 de junio y Pencroff, con gran pesar, tuvo que suspender la construcción del buque, que, por otra parte, terminaría la próxima primavera.

La idea fija del marino era hacer un viaje de reconocimiento a la isla Tabor, aunque Cyrus Smith no aprobaba aquel viaje, que no tenía otro objeto que el de satisfacer una curiosidad, porque evidentemente no había esperanza de hallar socorro alguno en aquella roca desierta y casi árida. Un viaje de ciento cincuenta millas en un barco relativamente pequeño, por mares desconocidos, le preocupaba. Si la embarcación, una vez en alta mar, no podía llegar a la isla Tabor, ni volver a Lincoln, ¿qué sería de ellos en medio de aquel Pacífico tan fecundo en siniestros?

Cyrus Smith hablaba con frecuencia de este proyecto con Pencroff y le sorprendía la obstinación del marino sobre este viaje, obstinación que el mismo Pencroff no acertaba a explicarse.

—Porque, en fin —le dijo un día el ingeniero—, debe observar, amigo mío, que después de haber hablado tan bien de la isla Lincoln y de haber manifestado tantas veces el dolor que experimentaría si tuviese que abandonarla, es el primero en querer salir de ella.

—Por pocos días, nada más —contestó Pencroff—; por pocos días, señor Cyrus, solo ir y volver después de haber visto lo que hay en ese islote.

—Pero no puede valer lo que vale la isla Lincoln.

—Eso desde luego.

—¿Entonces, por qué aventurarse?

—Para saber lo que pasa en la isla Tabor.

—Pero si no pasa nada, ni puede pasar.

—¡Quién sabe!

—¿Y si le sorprende una tempestad?

—No hay que temerla en la buena estación —repuso Pencroff—. Le pediré permiso para hacer solo con Harbert ese viaje.

—Amigo —repuso el ingeniero, poniendo la mano en el hombro del marino—, si le sucediera una desgracia a usted o a ese muchacho, a quien la casualidad nos ha dejado por hijo, ¿cree usted que podríamos consolarnos?

—Señor Cyrus —contestó Pencroff con inmutable confianza—, no le causaremos esa pena.

Ya volveremos a hablar del viaje, cuando llegue el momento. Creo que, cuando haya visto nuestro buque bien aparejado, bien acastillado y cuando observe cómo se porta en el mar, cuando hayamos dado la vuelta a nuestra isla, porque la daremos, estoy seguro de que no tendrá inconveniente en dejarnos marchar. No puedo ocultarle que ese buque que ha ideado va a ser una obra maestra.

—Diga al menos nuestro buque, Pencroff —repuso el ingeniero momentáneamente desarmado.

La conversación concluyó así para volver a empezar después, sin que quedaran convencidos ni el marino ni el ingeniero.

Hacia finales de junio cayeron las primeras nieves. De antemano habían almacenado provisiones en la dehesa y no fue preciso visitarla diariamente, aunque sí una vez por semana.

Colocaron las trampas de nuevo y se hizo el ensayo de los instrumentos fabricados por Cyrus Smith.

Las barbas de la ballena, encorvadas, aprisionadas en un estuche de hielo y cubiertas de una espesa capa de grasa, fueron colocadas en los límites del bosque y en el sitio por donde pasaban continuamente los animales para ir al lago.

Con satisfacción del ingeniero, su invención, imitadora de los pescadores aleutianos, tuvo un éxito completo. Una docena de zorras, algunos jabalíes y hasta un jaguar se dejaron engañar por el cebo y fueron encontrados muertos con el estómago perforado por las barbas al extenderse.

Y aquí debemos hablar de un ensayo que fue la primera tentativa hecha por los colonos para comunicarse con sus semejantes.

Gédéon Spilett había pensado muchas veces en arrojar al mar una noticia metida en una botella que la corriente llevaría quizá a alguna costa habitada o en confiarla a las palomas. Pero ¿cómo esperar que las palomas o botellas pudieran atravesar la distancia que separaba la isla de toda tierra habitada, no inferior a mil doscientas millas? Hubiera sido una locura.

El 30 de junio se capturó un albatros herido en la pata por un tiro de Harbert. Era una ave de la familia de esas grandes voladoras, cuyas alas extendidas miden diez pies de envergadura y que pueden atravesar mares tan amplios como el Pacífico.

Harbert hubiera querido conservar aquella ave, cuya herida se curó rápidamente, a la cual quería domesticar; pero Gédéon Spilett le hizo comprender que no podía desaprovecharse aquella ocasión de intentar una correspondencia mediante aquel correo con las tierras del Pacífico; y Harbert tuvo que ceder, porque, si el albatros había venido de alguna región habitada, volvería a ella cuando se viese libre.

Tal vez en el fondo Gédéon Spilett, en cuyo ánimo dominaba el espíritu de cronista, deseaba con ansia lanzar un interesante artículo respecto de las aventuras de los colonos en la isla Lincoln. ¡Qué triunfo para el corresponsal del «New York Herald» y para el número que publicase la crónica, si por ventura llegaba a manos de su director, el ilustre John Benett!

Gédéon Spilett redactó una noticia sucinta, que fue metida en un saco de tela fuerte engomada. A la noticia acompañaba una súplica, para que el que la encontrase la remitiera inmediatamente a las oficinas del «New York Herald».

Aquel saquito fue atado al cuello del albatros y no a una de sus patas, porque estas aves tienen la costumbre de descansar en la superficie del agua; y después se dio libertad a aquel rápido correo del aire. Los colonos lo vieron desaparecer entre las brumas del oeste.

—¿Adónde irá? —preguntó Pencroff.

—Hacia Nueva Zelanda —contestó Harbert.

—¡Buen viaje! —exclamó el marino, que por su parte no esperaba grandes resultados de aquella correspondencia.

Con el invierno continuaron las tareas del interior del Palacio de granito: reparaciones de vestidos, confecciones diversas, entre otras las velas de la embarcación, que se cortaron del inagotable depósito del aerostato.

Durante el mes de julio los fríos fueron intensos, pero no se economizaron ni leña ni carbón. Cyrus Smith había instalado otra chimenea en el salón y allí pasaban las largas noches del invierno. Hablaban durante el trabajo, se leía cuando las manos estaban ociosas y el tiempo transcurría con provecho para todos.

Era un verdadero gozo para los colonos, cuando desde aquella sala bien alumbrada por bujías, bien calentada por el carbón de piedra, después de una comida reconfortante, el café de saúco humeando en la taza y las pipas desprendiendo un humo odorífero, oían la tempestad mugir fuera. Habrían experimentado un bienestar completo si este pudiera existir para los colonos que estaban lejos de sus semejantes y sin comunicación posible con ellos. Hablaban siempre de su patria, de los amigos que habían dejado en ella y de la grandeza de la República Norteamericana, cuya influencia no podía menos de acrecentarse. Cyrus Smith, que había desempeñado un papel importante en los asuntos de la Unión, interesaba a sus oyentes con sus relatos, sus puntos de vista y sus pronósticos.

Un día Gédéon Spilett le dijo:

—Pero en fin, querido Cyrus, todo este movimiento industrial y comercial que usted predice continuará en progresión constante. ¿No corre peligro de verse detenido tarde o temprano?

—¿Detenido? ¿Por qué?

—Por falta de carbón, que puede llamarse el más precioso de los minerales.

—Es el más precioso —contestó el ingeniero— y parece que la naturaleza lo ha querido demostrar así haciendo el diamante, que en último análisis no es más que carbón puro cristalizado.

—¿Quiere usted decir, señor Cyrus —repuso Pencroff—, que se quemarán diamantes a guisa de hulla en las calderas?

—No, amigo mío —contestó Cyrus Smith.

—Sin embargo, insisto en lo que he dicho —añadió Gédéon Spilett—. ¿Negará usted que un día se habrá extinguido completamente la provisión de carbón?

—Los yacimientos de hulla son todavía muy considerables y los cien mil obreros, que arrancan anualmente cien millones de quintales métricos de mineral, están muy lejos de agotar tan pronto los depósitos.

—Considerando la proporción creciente del consumo de carbón de piedra —repuso Gédéon Spilett—, se puede presumir que esos cien mil obreros serán pronto doscientos mil y que se duplicará la extracción.

—Pero después de los yacimientos de Europa, con el auxilio de nuevas máquinas podrán explorarse más a fondo. Las minas de América y de Australia suministrarán por largo tiempo todavía lo necesario para el consumo de la industria.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el periodista.

—Al menos por doscientos cincuenta o trescientos años.

—Eso nos debe tranquilizar —intervino Pencroff—, pero es alarmante para nuestros bisnietos.

—Ya se inventará otra cosa —dijo Harbert.

—Esperemos —contestó Spilett— porque sin carbón no hay máquinas y sin máquinas no hay trenes, ni vapores, ni fábricas, ni nada de lo que exige el progreso de la vida moderna.

—Pero ¿qué se inventará? —preguntó Pencroff—. ¿Lo imagina usted, señor Cyrus?

—Algo, amigo mío.

—¿Y qué se quemará en vez de carbón?

—¡Agua! —respondió Cyrus Smith.

—¡Agua! —exclamó Pencroff—. ¡Agua para calentar las calderas de los vapores y de las locomotoras, agua para calentar el agua!

—Sí, amigo mío —repuso Cyrus Smith—; agua descompuesta sin duda por la electricidad y que llegará a ser entonces una fuerza poderosa y manejable. Todos los grandes descubrimientos, por una ley inexplicable, parece que se encadenan y se completan en el momento oportuno. Sí, amigos míos, creo que el agua se usará un día como combustible, que el hidrógeno y el oxígeno que la constituyen, utilizados aislada y simultáneamente, producirán una fuente de calor y de luz inagotable y de una intensidad mucho mayor que la de la hulla. Un día el pañol de los vapores y el ténder de las locomotoras en vez de carbón se cargarán de esos dos gases comprimidos, que arderán en los hornos con un enorme poder calorífico. No hay que temer, pues, mientras esta tierra esté habitada, suministrará elementos para satisfacer las necesidades de sus habitantes, los cuales no carecerán jamás de luz ni de calor, como tampoco de las producciones de los reinos vegetal, mineral y animal. Creo que, cuando estén agotados los yacimientos de hulla, se producirá el calor con agua. El agua es el carbón del porvenir.

—Quisiera ver eso —dijo el marino.

—Has madrugado mucho, Pencroff —contestó Nab, que intervino con estas palabras en la conversación.

Sin embargo, no fueron las palabras de Nab las que terminaron la conversación, sino los ladridos de Top, que estallaron de nuevo con aquella entonación extraña que ya en otra ocasión había preocupado al ingeniero. Al mismo tiempo Top dio vueltas de nuevo alrededor de la boca del pozo que había en el extremo del corredor interior.

—¿Qué es lo que tiene Top, por qué ladra así? —preguntó Pencroff.

—¿Y por qué gruñirá Jup de esa manera? —añadió Harbert.

En efecto, el orangután, uniéndose al perro, daba señales inequívocas de agitación y los dos animales parecían estar más alarmados que irritados.

—Es evidente —dijo Gédéon Spilett— que ese pozo está en comunicación con el mar y que hasta su interior viene, sin duda, a respirar algún animal marino.

—Así parece —añadió Pencroff—, no tiene otra explicación… ¡Vamos, silencio, Top! —dijo el marino, volviéndose hacia el perro—; y tú, Jup, retírate a tu cuarto.

El perro y el mono se callaron. Jup volvió a acostarse, pero Top se quedó en el salón y continuó lanzando gruñidos durante toda la noche.

No se volvió a tratar del incidente, pero el ingeniero conservó el ceño fruncido.

Durante el resto del mes de julio hubo alternativas de nieve y de frío. La temperatura no descendió tanto como en el invierno anterior, pues la mínima no pasó de 8° Fahrenheit (13° centígrados bajo cero). Pero si aquel invierno fue menos frío, en cambio fue más agitado por las tempestades y el vendaval; hubo también violentos asaltos del mar, que comprometieron más de una vez las Chimeneas. Parecía que unas corrientes originadas por una conmoción submarina levantaban aquellas olas monstruosas, precipitándolas contra la muralla del Palacio de granito.

Cuando los colonos, asomados a sus ventanas, observaban aquellas masas de agua que se estrellaban a su vista, no podían menos de admirar el magnífico espectáculo de aquel furor imponente del océano. Las olas chocaban y saltaban en espuma resplandeciente; la playa desaparecía bajo aquella inundación rabiosa y el macizo de granito parecía levantarse del fondo del mismo mar, cuyas olas se elevaban a una altura de más de cien pies.

Durante aquellas tempestades era peligroso aventurarse por los caminos de la isla, porque era frecuente la rotura y caída de árboles; sin embargo, los colonos no dejaron pasar una semana sin ir a visitar la dehesa.

Afortunadamente, aquel recinto, abrigado por el contrafuerte sudeste del monte Franklin, no padeció demasiado por la violencia del huracán, que perdonó los árboles, los cobertizos y la empalizada; pero el corral, establecido en la meseta de la Gran Vista y por consecuencia expuesto directamente a los golpes de viento del este, sufrió deterioros de mucha consideración. El palomar quedó destechado dos veces y la barrera quedó destruida. Todo aquello exigía ser repuesto de una manera sólida, porque se veía claramente que la isla Lincoln estaba situada en uno de los parajes peores del Pacífico. Parecía que formaba el punto central de los vastos ciclones, que la azotaban como la cuerda de un trompo de música. Pero aquí el trompo estaba inmóvil y la cuerda giraba.

Durante la primera semana de agosto se apaciguó poco a poco el huracán y la atmósfera recobró la calma, que parecía haber perdido para siempre. Bajó la temperatura, el frío volvió a ser muy intenso y la columna termométrica descendió a 8° Fahrenheit bajo cero (22° centígrados bajo cero).

El 3 de agosto se hizo una excursión proyectada desde algunos días a la parte sudeste de la isla, hacia el pantano de los Tadornes. Los cazadores deseaban atacar la caza acuática que establecía allí sus cuarteles de invierno: patos silvestres, cercetas y otras aves pululaban en aquellos parajes.

En esta expedición no solamente tomaron parte Gédéon Spilett y Harbert, sino también Pencroff y Nab. Solo Cyrus Smith, pretextando un trabajo, se quedó en el Palacio de granito.

Los cazadores tomaron el camino del puerto del Globo para ir al pantano, después de haber prometido regresar por la tarde; Top y Jup les acompañaban. Cuando pasaron el puente del río de la Merced, el ingeniero lo levantó y se volvió a casa con el pensamiento de llevar a cabo el proyecto, para el cual había querido quedarse solo.

Su proyecto consistía en explorar minuciosamente el pozo interior, cuya boca se abría al nivel del corredor del Palacio de granito y que comunicaba con el mar, puesto que en otro tiempo había dado paso a las aguas del lago.

¿Por qué Top daba vueltas alrededor de aquel orificio? ¿Por qué lanzaba tan extraños ladridos, cuando se acercaba a aquel pozo, estimulado por cierta especie de alarma? ¿Por qué Jup acompañaba a Top en esa especie de ansiedad? ¿Tenía aquel pozo otra ramificación además de la comunicación vertical con el mar? ¿Se ramificaba de algún modo hacia otras partes de la isla? Esto era lo que Cyrus Smith deseaba saber y para saberlo, quería empezar por estar solo. Había resuelto intentar la exploración del pozo durante una ausencia de sus compañeros y se le presentaba la ocasión de hacerlo.

Era fácil bajar hasta el fondo del pozo empleando la escalera de cuerda, que ya no se usaba desde la instalación del ascensor y cuya longitud era suficiente. Esto hizo el ingeniero: arrastró la escalera de cuerda hasta la boca del pozo, cuyo diámetro medía unos seis pies y la dejó desarrollarse, después de haber atado sólidamente su extremo superior. Luego encendió una linterna, tomó su revólver, se colgó un machete al cinturón y comenzó a bajar los primeros tramos.

Por todas partes la pared estaba lisa; algunas puntas de roca salían de trecho en trecho y por medio de ellas hubiera sido realmente posible a un ser ágil subir hasta la boca del pozo.

Esta fue la observación que hizo el ingeniero; pero, recorriendo con cuidado con la linterna aquellos salientes, no encontró ninguna señal, ninguna rozadura que pudiera inducir a creer que hubiesen servido para escalar.

Bajó más, alumbrando con su linterna todos los puntos de la pared. No vio nada sospechoso.

Cuando llegó a los últimos tramos, sintió debajo de sí la superficie del agua, que estaba entonces perfectamente tranquila. Ni a su nivel ni en ninguna otra parte del pozo se abría corredor alguno lateral que pudiera ramificarse por el interior de la masa de granito. El muro que Cyrus Smith golpeó con el puño del machete sonaba lleno. Era un granito compacto, a través del cual ningún ser viviente había podido abrirse camino. Para llegar al fondo del pozo y subir después hasta la boca, era absolutamente necesario pasar por aquel canal, siempre sumergido, que le ponía en comunicación con el mar a través del subsuelo pedregoso de la playa y esto no era posible sino para animales marinos. En cuanto a la cuestión del sitio adonde iba a parar aquel canal, el punto del litoral o de la profundidad bajo las olas donde terminase, era imposible resolver.

Cyrus Smith, terminada su exploración, volvió a subir, retiró la escalera, tapó de nuevo el brocal y se dirigió, pensativo, al salón del Palacio de granito, diciendo entre sí:

«¡Nada he visto y sin embargo aquí hay algo!».