Parte 2 Capítulo 10 - Encuentran tabaco y «desemboca» una ballena

Encuentran tabaco y «desemboca» una ballena

Construcción del barco. — Segunda cosecha de trigo. — Cacería de koalas. — Una nueva planta más agradable que útil. — Ballena a la vista. — El arpón de Vineyard. — Despiece del cetáceo. — Empleo de las barbas de ballena. — El final del mes de mayo. — ¿Qué más podría desear Pencroff?

Parte 2 Capítulo 10 - Encuentran tabaco y «desemboca» una ballena

Cuando Pencroff concebía un proyecto, no descansaba hasta que lo había ejecutado. Quería visitar la isla Tabor y como para esta travesía era necesario un buque de cierta magnitud, quería construir inmediatamente dicha embarcación.

Diremos el plan que trazó el ingeniero de acuerdo con el marino.

El buque debería medir veinticinco pies de quilla y nueve de bao, lo que le haría rápido, si salían bien sus fondos y sus líneas de agua y no debería calar más de seis pies, o sea lo suficiente para mantenerse contra la deriva.

Tendría puente en toda su longitud, abierto por dos escotillas, que darían acceso a dos cámaras separadas por una mampara, e iría aparejado como un bergantín, con cangreja, trinquete, fortuna, flecha y foque, velamen muy manejable, que amainaría bien en caso de chubascos y sería muy favorable para aguantar lo más cerca posible de la costa. En fin, el casco se construiría a franco bordo, es decir, que los tablones de forro y de cubiertas enrasarían en vez de estar superpuestos; y en cuanto a las cuadernas, se las aplicaría inmediatamente después del ajuste de los tablones de forro, que serían montados en contracuadernas.

¿Qué madera se emplearía? Optaron por el abeto, madera un poco hendijosa, según la expresión de los carpinteros, pero fácil de trabajar y que aguanta, lo mismo que el olmo, la inmersión en el agua.

Acordados estos pormenores, se convino en que, teniendo todavía seis meses de tiempo hasta la vuelta de la buena estación, Cyrus Smith y. Pencroff trabajarían solos en la construcción del buque, mientras Gédéon Spilett y Harbert continuarían cazando y Nab y maese Jup, su ayudante, seguirían las tareas domésticas que les estaban encomendadas.

Después de escoger los árboles, se los cortó, descuartizó y aserró en tablas, como hubieran podido hacerlo las sierras mecánicas. Ocho días después, en el hueco que existía entre las Chimeneas y el muro de granito, se preparó un arsenal y allí se empezó una quilla de treinta y cinco pies de largo provista de un codaste en la popa y una rodela en la proa.

Cyrus Smith no había caminado a ciegas en esta nueva tarea. Era entendido en construcción naval como en casi todas las cosas y había hecho antes sobre el papel el croquis de la embarcación. Por otra parte, estaba bien servido por Pencroff, que habiendo trabajado varios años en un arsenal de Brooklyn, conocía la práctica del oficio. Por tanto, tras cálculos severos y maduras reflexiones, pusieron las contracuadernas sobre la quilla.

Pencroff, como es de suponer, estaba entusiasmado con su nueva empresa y no hubiera querido abandonarla un solo instante.

Un acontecimiento tuvo el privilegio de separarlo, un día solo, de su taller de construcción: la segunda recolección del trigo, que tuvo lugar el15 de abril. Había tenido tan buen éxito como la primera y dio la proporción de granos anunciada de antemano.

—Sesenta y cinco litros, señor Cyrus —dijo Pencroff después de haber medido escrupulosamente sus riquezas.

—Cerca de dos fanegas —contestó el ingeniero—, a trescientos treinta mil granos por fanega, hacen seiscientos sesenta mil granos.

—Pues bien, los sembraremos todos esta vez —dijo el marino— menos una pequeña reserva.

—Sí, Pencroff; y si la próxima cosecha da un rendimiento proporcional, tendremos trece mil litros.

—¿Y comeremos pan?

—Comeremos pan.

—Pero habrá que hacer un molino.

—Lo construiremos.

El tercer campo de trigo fue incomparablemente más extenso que los dos primeros y la tierra, preparada con sumo cuidado, recibió la primera semilla. Pencroff volvió a sus tareas.

Entretanto Gédéon Spilett y Harbert cazaban por los alrededores, aventurándose bastante en los parajes todavía desconocidos del Far-West y llevando siempre sus fusiles cargados con bala por si tenían algún mal encuentro. Era aquel un laberinto inextricable de árboles magníficos tan unidos entre sí como si les hubiera faltado el espacio. La exploración de aquellas masas de bosque era muy difícil y el periodista no se aventuraba nunca a esta operación sin llevar consigo la brújula de bolsillo, porque el sol apenas penetraba por entre el tupido ramaje y hubiera sido difícil encontrar después el camino.

La caza era más rara en estos parajes donde no tenía libertad de movimientos; sin embargo, mataron tres grandes herbívoros durante la última quincena de abril. Eran koalas, de los cuales habían visto ya los colonos una muestra al norte del lago y se dejaron matar estúpidamente entre las grandes ramas de los árboles donde se habían refugiado. Los cazadores llevaron las pieles al Palacio de granito y con ayuda del ácido sulfúrico fueron sometidas a una especie de curtido, que las hizo utilizables.

Un descubrimiento precioso, desde otro punto de vista, se hizo también durante una de estas excursiones, descubrimiento que fue debido a Gédéon Spilett.

Era el 30 de abril. Los dos cazadores se habían internado hacia el sudoeste del Far-West, cuando el corresponsal, que precedía a Harbert unos cincuenta pasos, llegó a una especie de glorieta en que los árboles estaban más espaciados y dejaban penetrar algunos rayos del sol. Se sorprendió Spilett al notar el olor que exhalaban ciertos vegetales de tallos rectos, cilíndricos y ramosos, que producían flores dispuestas en racimos de granos pequeñísimos. Arrancó uno o dos de aquellos tallos y volvió al sitio donde estaba el joven, a quien dijo:

—Mira qué es esto, Harbert.

—¿Dónde ha encontrado esa planta, señor Spilett?

—Allá, en un claro. Hay muchas.

—Señor Spilett —dijo Harbert— es un hallazgo que le da derecho a la gratitud de Pencroff.

—¿Es tabaco?

—Sí; si no de primera calidad, es tabaco al fin y al cabo.

—¡Qué contento se va a poner Pencroff! Pero no lo fumará todo, ¡qué diantre!, nos dejará una buena parte.

—Una idea, señor Spilett —dijo Harbert—. No digamos nada a Pencroff. Prepararemos esas hojas y cuando esté curado y en las debidas condiciones, le presentaremos una pipa ya cargada.

—Conformes, Harbert y ese día ya no tendrá nada que desear en el mundo.

El periodista y el joven hicieron una buena provisión de la preciosa planta y volvieron al Palacio de granito, donde la introdujeron de contrabando, y con mucha precaución, como si Pencroff fuera el más rígido aduanero.

Se reveló el secreto a Cyrus Smith y a Nab y el marino no sospechó nada durante todo el tiempo, bastante largo, necesario para secar las hojas delgadas, picarlas y someterlas a cierto tostado. La operación exigió dos meses, pero todas aquellas manipulaciones pudieron hacerse a espaldas de Pencroff, que, ocupado en la construcción del buque, no subía al Palacio de granito nada más que a las horas de la comida y del descanso.

Una vez, sin embargo, se interrumpió por necesidad su ocupación favorita. Fue el 1.º de mayo, el día señalado para una aventura de pesca, en la cual todos los colonos tuvieron que tomar parte.

Pocos días antes se había observado en el mar, a unas dos o tres millas de distancia, un enorme animal, que nadaba en las aguas de la isla Lincoln. Era una ballena de grandísimo tamaño, que verosímilmente debía pertenecer a la especie austral llamada ballena del Cabo.

—¡Qué fortuna si pudiéramos apoderamos de ella! —exclamó el marino—. Si tuviéramos una embarcación apropiada y un arpón en buen estado, yo sería el primero que diría: ¡corramos allá, porque ese animal vale la pena de ser capturado!

—En efecto Pencroff —dijo Gédéon Spilett—, me alegraría verle manejar el arpón. Debe ser curioso.

—Muy curioso y no exento de peligro —dijo el ingeniero—; pero, dado que no tenemos medios para atacar a ese animal, es inútil que nos ocupemos de él.

—Me sorprende —repuso el periodista— ver una ballena en esta latitud, para ella bastante elevada.

—¿Por qué, señor Spilett? —preguntó Harbert—. Estamos precisamente en esa parte del Pacífico que los pescadores ingleses y norteamericanos llaman campo de ballenas, y aquí, entre Nueva Zelanda y América del Sur, se hallan la mayor cantidad de las ballenas del hemisferio austral.

Nada más cierto —respondió Pencroff— y lo que a mí me admira es que no hayamos visto otras. De todos modos, ya que no podemos acercarnos a ellas, no importa que haya muchas o pocas.

Y Pencroff volvió a su obra, exhalando un suspiro de sentimiento, porque todo marino es pescador; y si el placer de la pesca está en razón directa del tamaño del animal, puede juzgarse lo que experimentaría un ballenero en presencia de una ballena.

¡Y si no se hubiera tratado más que de este placer! Los colonos pensaban que semejante presa habría sido una fortuna para ellos, porque el aceite, la grasa y las barbas de la ballena podían servir para muchísimos usos.

Ahora bien, sucedió que la ballena que los colonos habían visto no quiso, al parecer, abandonar las aguas de la isla y desde las ventanas del Palacio de granito y desde la meseta de la Gran Vista, Harbert y Gédéon Spilett, cuando no estaban de caza y Nab, mientras vigilaba sus hornillos, no dejaban el anteojo de la mano observando todos los movimientos del animal. El cetáceo, que se había internado mucho en la bahía de la Unión, la cruzaba rápidamente desde el cabo Mandíbula hasta el cabo de la Garra, impulsado por su aleta caudal, poderosísima, sobre la cual se apoyaba y se movía a saltos con una velocidad que a veces llegaba hasta doce millas por hora. Otras veces se acercaba tanto al islote, que se la podía distinguir completamente. Era, en efecto, una ballena de la especie austral enteramente negra, cuya cabeza es más deprimida que la de las ballenas del norte.

Se veía lanzar por los orificios de la cabeza a gran altura una nube de vapor… o de agua, pues por extraño que parezca, los naturalistas y los balleneros no están todavía de acuerdo en este punto.

¿Es aire o es agua lo que arroja la ballena? Generalmente se admite que es vapor que, al condensarse repentinamente al contacto del aire frío, vuelve a caer en forma de lluvia.

La presencia de aquel mamífero marino llamaba poderosamente la atención de los colonos; sobre todo Pencroff estaba nervioso y se distraía durante su trabajo, acabando por no poder resistir al deseo de poseer aquella ballena, como un niño que desea un objeto que está prohibido tocar. Por la noche soñaba con ella en voz alta y si hubiera tenido medios para atacarla, si la chalupa hubiera estado en situación de mantenerse en el mar, no hubiera vacilado en perseguirla.

Pero lo que los colonos no podían hacer lo hizo por ellos la casualidad y el 3 de mayo los gritos de Nab, apostado en la ventana de su cocina, anunciaron que la ballena había encallado en la playa de la isla. Harbert y Gédéon Spilett, que iban a marchar de caza, abandonaron sus fusiles, Pencroff arrojó su hacha, Cyrus Smith y Nab se unieron a sus compañeros y todos se dirigieron hacia el lugar donde el animal había encallado.

Era en la playa de la punta del Pecio, a tres millas del Palacio de granito y durante la marea alta. Probablemente el cetáceo no podría desprenderse con facilidad del sitio en que estaba. En todo caso era necesario apresurarse para cortarle la retirada. Acudieron con picos y venablos, pasaron el puente del río de la Merced, bajaron por la orilla derecha, ganaron la playa y en menos de veinte minutos se hallaron junto al enorme animal, por encima del cual revoloteaba una nube de pájaros.

—¡Qué monstruo! —exclamó Nab.

Y la expresión era justa, porque era una ballena austral de ochenta pies de longitud, un gigante de la especie, que no debía pesar menos de ciento cincuenta mil libras.

Entretanto el monstruo encallado no se movía ni trataba de ponerse de nuevo a flote, mientras la marea estaba alta.

Los colonos tuvieron la explicación de la inmovilidad, cuando, al llegar la baja marea, pudieron dar vuelta a todo su cuerpo.

Estaba muerta, un arpón salía de su costado izquierdo.

—Hay, pues, balleneros en nuestras aguas —dijo inmediatamente Gédéon Spilett.

—¿Porqué? —preguntó el marino.

—Porque aquí tenemos ese arpón…

—No, señor Spilett, eso no prueba nada —contestó Pencroff—. Se han visto ballenas andar millares de millas con un arpón en el costado y si esta hubiera sido herida al norte del Atlántico y hubiera venido a morir al sur del Pacífico, nada habría de extraño.

—Sin embargo… —dijo Gédéon Spilett, a quien la afirmación de Pencroff no satisfizo.

—Eso es muy posible —intervino Cyrus Smith—, pero examinemos el arpón. Quizá, según la costumbre general, los balleneros han grabado en este arma el nombre de su buque.

En efecto, Pencroff, después de arrancar el arpón que el animal llevaba en el costado, leyó esta inscripción: MARIA STELLA – VINEYARD.

—¡El buque de Vineyard! ¡Un buque de mi país! —exclamó—. El Maria Stella. ¡Hermoso ballenero! Lo conozco muy bien. ¡Ah, amigos, un buque de Vineyard, un ballenero de Vineyard!

Y el marino, blandiendo el arpón, repetía con emoción aquel nombre tan querido, el nombre de su país natal.

Como no podía esperarse que el Maria Stella reclamara el animal que había herido con su arpón, se convino proceder al despedazamiento de la ballena antes que llegara a la descomposición. Las aves de rapiña, que espiaban desde algunos días aquella rica presa, querían sin más tomar posesión de ella y hubo que ahuyentarlas a tiros.

Aquella ballena era una hembra, cuyos pechos dieron gran cantidad de leche, que, conforme a la opinión del naturalista Dieffembach, podía pasar por leche de vaca; y en efecto, no se diferencia de ella por el sabor, ni por el color, ni por la densidad.

Pencroff había servido en otro tiempo en un buque ballenero, por lo que pudo dirigir metódicamente la operación del descuartizamiento, operación bastante desagradable, que duró tres días, pero ante la cual ninguno de los colonos retrocedió, ni siquiera Gédéon Spilett, que, según decía el marino, concluiría por hacerse un excelente náufrago.

El tocino cortado en lonjas paralelas de dos pies y medio de espesor y dividido después en pedazos que podían pesar mil libras cada uno, fue derretido en grandes vasos de barro, que se llevaron al sitio mismo de la operación, porque no se quería tener aquel mal olor en las inmediaciones de la meseta de la Gran Vista. En aquella fusión perdió la grasa una tercera parte de su peso, pero había muchísima; la lengua sola dio seis mil libras de aceite y el labio inferior cuatro mil. Además de esta grasa, que debía asegurar por largo tiempo la provisión de estearina y de glicerina, estaban las barbas, que sin duda tendrían su empleo especial, aunque no se usaban paraguas ni corsés en el Palacio de granito. La parte superior de la boca del cetáceo estaba, en efecto, provista en los dos lados de ochocientas láminas córneas muy elásticas, de contextura fibrosa y afiladas en sus bordes como dos grandes peines, cuyos dientes, de seis pies de largo, sirven para retener los millares de animalillos, pececillos y moluscos de que se alimenta la ballena.

Terminada la operación con gran satisfacción de los colonos, se abandonaron los restos del animal a las aves de rapiña, que debían hacer desaparecer hasta sus últimos vestigios y los colonos volvieron a sus tareas ordinarias en el Palacio de granito.

Sin embargo, antes de volver al taller de construcción, Cyrus Smith tuvo la idea de fabricar ciertas máquinas que excitaron la curiosidad de sus compañeros. Tomó una docena de barbas de ballena y las cortó en seis partes iguales, aguzándolas por sus extremos.

—¿Y para qué servirá eso, señor Cyrus? —preguntó Harbert, cuando vio la operación terminada.

Para matar lobos, zorras y hasta jaguares.

—¿Ahora?

—No, este invierno, cuando estemos rodeados de hielo y nieve.

—No comprendo —repuso Harbert.

—Vas a comprenderlo, hijo mío —añadió el ingeniero—. Este aparato no es invención mía, sino que lo emplean con frecuencia los cazadores de las islas Aleutianas, en la América rusa. Cuando vengan los hielos, estas barbas que ven las encorvaré, las regaré con agua hasta que estén cubiertas de una capa de hielo que mantendrá su curvatura y luego las sembraré sobre las nieves tras haberlas disimulado un poco bajo otra capa de grasa. Ahora bien, ¿qué sucederá si un animal hambriento viene a tragarse uno de esos cebos? Que el calor de su estómago fundirá el hielo y extendiéndose la barba, romperá sus intestinos con sus extremos aguzados.

—¡Eso sí que es ingenioso! —dijo Pencroff.

—Y sobre todo, nos ahorrará pólvora y balas —añadió Cyrus Smith.

—Eso vale más que las trampas —dijo Nab.

—Esperemos, pues, el invierno.

—Esperemos el invierno.

Entretanto adelantaba la construcción del buque y a finales de mes estaba medio forrado. Podía verse que sus formas serían excelentes para mantenerse bien en el mar.

Pencroff trabajaba con un ardor sin igual y solo su naturaleza robusta podía resistir tanto trabajo. Sus compañeros le preparaban en secreto una recompensa a sus trabajos y el 31 de mayo debía experimentar una de las mayores alegrías de su vida.

Aquel día, al terminar la comida, en el momento en que se iba a levantar de la mesa, sintió que se apoyaba una mano sobre su hombro. Era la mano de Gédéon Spilett, que le dijo:

—Un instante, amigo Pencroff. No se va la gente sin más. ¿Y los postres? ¿Se olvida usted de los postres?

—Gracias, señor Spilett —contestó el marino—. Vuelvo al trabajo.

—Pero una taza de café, amigo mío.

—No, gracias.

—Entonces, una pipa.

Pencroff se había levantado y su cara, ancha y franca, se puso pálida cuando vio al corresponsal que le presentaba una pipa cargada, mientras Harbert le ofrecía una brasa.

El marino quiso articular una palabra, pero no pudo. Asiendo la pipa se la llevó a los labios; después, aplicando la brasa, aspiró una tras otra cinco o seis bocanadas. Una nube azul y perfumada se extendió por el cuarto y de las profundidades de aquella nube salió una voz delirante que repetía:

—¡Tabaco, verdadero tabaco!

—Sí, Pencroff —dijo Cyrus Smith— y buen tabaco.

—¡Divina Providencia! ¡Autor sagrado de todas las cosas! —exclamó el marino—. Ya no falta absolutamente nada en nuestra isla.

Y Pencroff fumaba y fumaba sin cansarse.

—¿Y quién ha hecho este descubrimiento? —preguntó al fin—. ¿Tú, Harbert?

—No, Pencroff. El autor del descubrimiento es el señor Spilett.

—¡Oh, señor Spilett! —exclamó el marino abrazando al periodista, que jamás había sufrido un apretón tan grande.

—¡Uf Pencroff! —dijo Gédéon Spilett, recobrando su respiración, un instante comprometida. Una parte de esta gratitud se la debe a Harbert, que ha conocido la planta; a Cyrus, que la ha preparado y a Nab, que ha tenido el trabajo de guardamos el secreto.

—Pues bien, amigos, yo les recompensaré algún día. Entretanto, soy todo vuestro en vida y muerte.