Parte 2 Capítulo 02 - Encuentran un despojo útil

Encuentran un despojo útil

Primera prueba de la piragua. — Un pecio en la costa. — El remolque. — El Cabo del Pecio. — Inventario de la caja: utillaje, armas, instrumentos, ropa, libros, utensilios. — Lo que le falta a Pencroff. — El Evangelio. — Un versículo del libro sagrado.

Parte 2 Capítulo 02 - Encuentran un despojo útil

El 29 de octubre la canoa de corteza de árbol estaba acabada. Pencroff, cumpliendo su promesa, había construido en cinco días una especie de piragua, cuyo casco tenía por cuadernas unas varillas flexibles. Un banco en la popa, otro en medio para mantener el escarpe, un tercero a proa, una regala para sostener los toletes de los remos y una espadilla para gobernar, complementaban esta embarcación que medía doce pies de larga y pesaba doscientas libras. La operación de botarla fue sencilla: la llevaron a brazo hasta el litoral delante del Palacio de granito y cuando subió la marea, quedó a flote. Pencroff, que saltó dentro inmediatamente, maniobró con la espadilla y se cercioró de que serviría perfectamente para el uso a que se la destinaba.

—¡Hurra! —gritó el marino, que no se olvidó de celebrar así su propio triunfo—. Con esto se podría dar la vuelta…

—¿Al mundo? —preguntó Gédéon Spilett.

—No, a la isla. Con algunos cantos por lastre, un mástil a proa y el cachito de vela que el señor Smith nos hará un día, podremos ir lejos. Ahora bien, señor Cyrus y usted, señor Spilett y vosotros, Harbert y Nab, ¿no quieren probar nuestro nuevo buque? ¡Qué diantre! Es preciso ver si puede llevamos a los cinco.

En efecto, había que hacer este experimento. Pencroff, manejando la espadilla, llevó la embarcación cerca de la playa por un estrecho paso entre dos rocas y se convino en que aquel mismo día se haría la prueba, siguiendo la orilla hasta la primera punta que terminaban las rocas del sur.

En el momento de embarcarse gritó Nab:

—¡Hace agua tu buque, Pencroff!

—No es nada, Nab —añadió el marino—. Es preciso que la madera se estanque. Dentro de dos días habrá menos agua en esta canoa que en el estómago de un borracho. ¡Adelante!

Se embarcaron todos y Pencroff hizo tomar el largo a la canoa. El tiempo era magnífico, el mar tranquilo como si sus aguas hubiesen estado contenidas por las estrechas orillas de un lago y la piragua podía confiarse a las olas con tanta seguridad como si hubiera remontado la tranquila corriente del río de la Merced.

Nab tomó un remo, Harbert el otro y Pencroff permaneció a popa de la embarcación, para dirigirla con la espadilla.

El marino atravesó primero el canal y pasó rasando la punta sur del islote. Una ligera brisa soplaba del sur; no había oleaje ni en el canal ni en alta mar; solo algunas largas ondulaciones apenas sensibles para la piragua, que iba muy cargada, hinchaban a intervalos regulares la superficie del mar. Se alejaron una media milla de la costa, de modo que pudiera verse todo el desarrollo del monte Franklin y después Pencroff, virando de bordo, volvió hacia la desembocadura del río.

La piragua siguió la orilla, que, redondeándose hasta la punta extrema, ocultaba toda la llanura pantanosa de los Tadornes.

Esta punta, aumentada por la curvatura de la costa, estaba a tres millas del río de la Merced. Los colonos resolvieron no pasar más allá de lo puramente necesario para obtener una rápida vista del litoral hasta el cabo de la Garra.

La piragua siguió, pues, la costa a distancia de dos cables, evitando los escollos de que aquel paraje estaba sembrado y que la marea ascendente comenzaba a cubrir. La muralla iba deprimiéndose desde la desembocadura del río hasta la punta. Era una aglomeración de rocas de granito caprichosamente distribuidas, muy diferentes de la cortina que formaba la meseta de la Gran Vista y de un aspecto muy agreste. Parecía que se había descargado un enorme carro de piedras. No había vegetación alguna en aquella punta agudísima, que se prolongaba por espacio de dos millas, a contar desde el bosque, semejante al brazo de un coloso saliendo de una manga de verdor.

La piragua, impelida por los dos remos, avanzaba sin trabajo. Gédéon Spilett, con el lápiz en una mano y el cuaderno en la otra, sacaba el dibujo de la costa a grandes rasgos. Nab, Pencroff y Harbert conversaban examinando aquella parte de sus dominios, nueva para ellos; y a medida que la piragua bajaba hacia el sur, parecía que los dos cabos Mandíbula cambiaban de lugar y cerraban más estrechamente la bahía de la Unión.

Cyrus Smith no hablaba, miraba y a juzgar por la desconfianza pintada en su rostro, parecía observar algún país extraño.

Al cabo de tres cuartos de hora de navegación, la piragua había llegado al extremo de la punta y Pencroff se preparaba a doblarla, cuando Harbert, levantándose, señaló con la mano un punto negro, diciendo:

—¿Qué es aquello que se ve allá en la playa?

Todos miraron hacia el punto indicado por Harbert.

—Es verdad —dijo el periodista— allí hay algo. Parecen restos de naufragio arrojados por el mar a la costa y medio sepultados en la arena.

—¡Ah! —exclamó Pencroff— ya veo lo que es.

—¿Qué? —preguntó Nab.

—¡Barriles, barriles quizá llenos! —contestó el marino.

—¡A la orilla, Pencroff! —gritó Cyrus Smith.

Después de unos cuantos golpes de remo, la piragua tocó tierra en una pequeña ensenada y los pasajeros saltaron a la playa.

Pencroff no se había engañado. Dos barriles aparecieron medio hundidos en la arena, pero sólidamente atados a un cajón, que, sostenido por ellos, había flotado sin duda hasta el momento de encallar en la orilla.

—¿Habrá habido algún naufragio en estos parajes de la isla? —preguntó Harbert.

—Evidentemente —contestó Gédéon Spilett.

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—Pero ¿qué hay en ese cajón? —exclamó Pencroff, poseído de una impaciencia muy natural—. Está cerrado y no tenemos con qué romper la tapa. Con una buena piedra…

El marino levantó una piedra e iba a dar un fuerte golpe con ella en el cajón, cuando el ingeniero le detuvo diciendo:

—Pencroff, ¿puede usted moderar su impaciencia por una hora?

—Pero, señor Cyrus, considere que tal vez dentro de este cajón hay todo lo que necesitamos.

—Pronto lo sabremos, Pencroff —repuso el ingeniero—; pero no rompa ese cajón, puede sernos útil; llevémoslo al Palacio de granito, donde podremos abrirlo fácilmente sin romperlo. Está preparado para viajar y puesto que ha flotado hasta aquí, podrá flotar un poco más hasta la desembocadura del río.

—Tiene usted razón, señor Cyrus. Iba a hacer un disparate, pero no siempre es uno dueño de sí mismo.

El consejo del ingeniero era prudente. La piragua probablemente no habría podido llevar los objetos contenidos en aquel cajón, que debía ser pesado, pues se había juzgado necesario sostenerlo a flote por medio de dos barriles vacíos. Valía más remolcarlo hasta el Palacio de granito.

¿Pero de dónde venían aquellos despojos? Era una cuestión de suma importancia. Cyrus Smith y sus compañeros miraron atentamente alrededor y recorrieron la playa en un radio de muchos centenares de pasos; pero no se presentó a su vista ningún otro objeto extraño a los lugares que recorrían. Examinaron el mar: Harbert y Nab se subieron encima de una roca elevada, pero el horizonte estaba desierto; nada se veía, ni un buque desamparado, ni una vela.

Sin embargo no había duda que había ocurrido un naufragio. ¿Este incidente tenía alguna conexión con el del grano de plomo? ¿Quizás algunos náufragos habían tomado tierra en otro punto de la isla y estaban todavía en ella? De todos modos, pensaron los colonos que estos náufragos no podían ser piratas malayos, porque aquellos despojos eran americanos o europeos.

Volvieron todos adonde estaba el cajón, que medía cinco pies de largo y tres de ancho. Era de madera de encina y estaba cuidadosamente cerrado y forrado de cuero duro, mantenido por clavos de cobre. Los dos grandes barriles herméticamente tapados y vacíos según indicaba el sonido, estaban atados a los lados del cajón por medio de fuertes cuerdas anudadas con nudos que Pencroff calificó inmediatamente de «nudos de marinero». El cajón parecía hallarse en un estado de conservación perfecto, lo cual se explicaba por el hecho de haber chocado contra la arena donde había encallado y no contra escollos; y aun afirmarse, bien examinado, que no había estado mucho tiempo en el mar ni tampoco en la playa. El agua no parecía haber penetrado dentro y los objetos que contenía debían estar intactos.

Era evidente que aquel cajón había sido arrojado al mar desde un buque desamparado que correría hacia la costa y que los pasajeros, con la esperanza de que llegaría a la playa y lo podrían recoger después, habían tomado la precaución de aligerar su peso por medio de un aparato flotante.

—Vamos a remolcarlo hasta el Palacio de granito —dijo el ingeniero— y allí haremos el inventario de lo que contenga; después, si descubrimos en la isla algunos de los presuntos náufragos que hayan sobrevivido a la catástrofe, lo entregaremos a sus dueños. Si no hallamos a nadie…

—¡Nos lo apropiaremos! —exclamó Pencroff—. Pero, Dios mío, ¿qué habrá ahí dentro?

El descubrimiento del cofre
El descubrimiento del cofre

La marea comenzaba a llegar hasta los despojos, que evidentemente debía flotar en plena mar. Se desató una de las cuerdas que sujetaban los barriles, la cual sirvió de amarra para unir el aparato flotante a la piragua. Después Pencroff y Nab cavaron la arena con sus remos para facilitar el movimiento del cajón y pronto la piragua, llevándolo a remolque, comenzó a doblar la punta, a la cual se dio el nombre de Punta del Pecio, por los despojos encontrados en ella.

El remolque fue pesado: los barriles apenas podían sostener la caja a flor de agua, por lo cual el marino temía que se desatara y se fuese a fondo. Mas por fortuna sus temores no se consumaron y hora y media después de su partida, tiempo que fue necesario para recorrer la distancia de tres millas, la piragua se detenía en la playa delante del Palacio de granito.

Canoa y despojos fueron depositados sobre la arena y como el mar se retiraba, no tardaron en encontrarse en seco. Nab fue en busca de herramientas para abrir el cajón, para que se estropease lo menos posible y después se procedió a su inventario.

El marino comenzó por desatar los dos barriles, que, como es de suponer, hallándose en buen estado, podían ser muy útiles; después se forzaron las cerraduras con un cortafrío y se alzó inmediatamente la tapa. El cajón estaba forrado de cinc y dispuesto para que los objetos que contenía se salvaran de la humedad.

—¡Ah! —exclamó Nab—. ¿Habrá conservas dentro?

—Me parece que no —dijo el periodista.

—Si hubiese… —murmuró el marino a media voz.

—¿Qué? —preguntó Nab, que le oyó.

—Nada.

Recortaron la capa de cinc en toda su longitud y recogidas ambas mitades sobre los costados del cajón, se fueron sacando y depositando sobre la arena varios objetos de diferente naturaleza. A cada nuevo objeto, Pencroff lanzaba nuevos hurras, Harbert palmoteaba y Nab bailaba… como un negro. Había libros, capaces de volver loco de alegría a Harbert y utensilios de cocina, que Nab habría cubierto de besos de buena gana.

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Los colonos experimentaron gran satisfacción, porque el cajón contenía útiles, armas, instrumentos, ropas y libros. Véase su nomenclatura, tal como fue anotada en el cuaderno de Gédéon Spilett.

  • Herramientas
    • 3 navajas de varias hojas.
    • 2 hachas para cortar leña.
    • 2 hachas de carpintero.
    • 3 cepillos de carpintero.
    • 2 azuelas.
    • 1 cortafrío.
    • 6 escoplos.
    • 2 limas.
    • 3 martillos.
    • 3 barrenas.
    • 2 taladros.
    • 10 sacos de clavos y tornillos.
    • 3 sierras de diversos tamaños.
    • 2 cajas de agujas.
  • Armas
    • 2 fusiles de chispa.
    • 2 fusiles de cápsula.
    • 2 carabinas de fuego central.
    • 5 machetes.
    • 4 sables de abordaje.
    • 2 barriles de pólvora de 25 libras.
    • 12 cajas de pistones.
  • Instrumentos
    • 1 sextante.
    • Unos gemelos.
    • 1 catalejo.
    • Una caja de agujas náuticas.
    • Una brújula de bolsillo.
    • 1 termómetro Fahrenheit.
    • 1 barómetro aneroide.
    • Una caja con aparato fotográfico: objetivo, placas, productos químicos, etc.
  • Ropas
    • 2 docenas de camisas de tejido parecido a la lana, pero de origen vegetal.
    • 3 docenas de medias del mismo tejido
  • Utensilios
    • 1 perol de hierro.
    • 6 cacerolas de cobre estañado.
    • 3 platos de hierro.
    • 10 cubiertos de aluminio.
    • 2 ollas
    • 1 hornillo portátil.
    • 6 cuchillos de mesa.
  • Libros
    • Una Biblia.
    • 1 atlas.
    • 1 diccionario de Ciencias naturales, en seis tomos.
    • 1 diccionario de las diversas lenguas polinesias.
    • 2 registros con las páginas en blanco.
    • 3 resmas de papel blanco.

—Hay que reconocer —dijo el periodista, después que se acabó el inventario— que el dueño de este cajón era un hombre práctico: ¡herramientas, armas, instrumentos, ropa, utensilios, libros, nada falta! Parece que esperaba naufragar y se había preparado de antemano.

—Nada falta, en verdad —murmuró Cyrus con aire pensativo.

—Y seguramente —añadió Harbert— el buque que traía esta caja, con su propietario a bordo, no era un pirata malayo.

—A menos —dijo Pencroff— que tal propietario hubiera sido hecho prisionero por los piratas…

—Eso no es admisible —añadió el periodista—. Lo más probable es que algún buque americano o europeo haya sido arrastrado por la borrasca a estos parajes y que algunos pasajeros, queriendo salvar al menos lo necesario, hayan preparado este cajón y lo hayan tirado al mar.

—¿Es esa la opinión de usted, señor Cyrus? —preguntó Harbert.

—Sí, hijo mío —repuso el ingeniero— ha podido suceder así. Es posible que en el momento o en previsión de un naufragio los pasajeros hayan reunido en esta caja diversos objetos de primera utilidad con la esperanza de hallarlos después en cualquier punto de la costa…

—¡Y hasta la caja fotográfica! —observó el marino en tono de incredulidad.

—En cuanto a este aparato —repuso Cyrus Smith—, no comprendo su utilidad y mejor habría sido para nosotros, como para cualesquiera otros náufragos, un surtido de ropas más completo o de municiones más abundante.

—¿Pero no hay en esos instrumentos, ni en las herramientas, ni en los libros ninguna marca, ningunas señas que puedan indicamos su procedencia? —preguntó Gédéon Spilett.

Convenía verlo. Cada objeto fue examinado minuciosamente, sobre todo los libros, los instrumentos y las armas. Contra la costumbre generalmente admitida, ni las armas ni los instrumentos tenían la marca de fábrica, aunque se hallaban en perfecto estado y no parecían usados. Lo mismo se observa respecto a los utensilios: todo era nuevo, lo cual demostraba que no se habían tomado aquellos objetos al acaso para meterlos en el cajón, sino, por lo contrario, que se había hecho una elección meditada y su clasificación con gran cuidado. Esto lo probaba, además, la envoltura de cinc destinada a preservarlos de la humedad, que no habría podido prepararse y soldarse en momentos de consternación.

En cuanto a los diccionarios de Ciencias naturales y de lenguas polinesias, ambos eran ingleses, pero no tenían nombre de editor ni fecha de publicación.

Otro tanto se observaba respecto de la Biblia. Era un tomo impreso en inglés, notable desde el punto de vista tipográfico y que parecía haber sido ojeado muchas veces.

Por último, el atlas era una obra magnífica, que contenía los mapas de todos los países del mundo y varios planisferios, levantados según la proyección de Mercator, con la nomenclatura en francés, pero igualmente sin nombre de editor ni fecha de publicación.

No había, pues, en ninguno de los objetos señal que pudiera indicar su procedencia; nada, por consiguiente, que pudiera servir para adivinar la nacionalidad del buque que en época reciente debió de haber pasado por aquellos parajes. Pero aquel cajón, viniera de donde viniese, enriquecía a los colonos de la isla Lincoln. Hasta entonces, transformando los productos de la naturaleza, lo habían creado todo por sí mismos y merced a sus inteligencias, fueron vencidas las dificultades. Pero a la sazón, la Providencia parecía haber querido recompensarlos enviándoles aquellos diferentes productos de la industria humana. Así, pues, elevaron unánimemente al cielo sus acciones de gracias.

Sin embargo, uno de ellos no estaba absolutamente satisfecho; era Pencroff. Parecía que en el cajón faltaba una cosa que él deseó haber encontrado. A medida que iban saliendo los objetos disminuía la intensidad de sus hurras y concluido el inventario se le oyó murmurar estas palabras:

—Todo esto es muy bueno; pero ya veréis que no hay nada para mí en ese cajón. Le oyó Nab y le preguntó:

—Pencroff, ¿qué esperabas encontrar para ti?

—Media libra de tabaco —contestó Pencroff— y entonces mi felicidad habría sido completa.

Los circunstantes se rieron, al oír la observación del marino.

De aquel descubrimiento del cajón resultaba necesario hacer una exploración detenida de la isla. Se convino que al día siguiente, al amanecer, se emprendería la marcha subiendo el curso del río de la Merced, hasta llegar a la costa occidental. Si en aquel punto de la costa habían desembarcado náufragos, se podía esperar que se hallasen sin recursos y había que socorrerlos.

Durante el día fueron trasladados al Palacio de granito los diversos objetos y colocados ordenadamente en el salón.

Aquel día, 29 de octubre, era precisamente domingo y antes de acostarse, Harbert rogó al ingeniero que les leyese algún pasaje del Evangelio.

—Con mucho gusto —dijo Cyrus Smith.

Y, tomando el libro sagrado, iba a abrirlo, cuando Pencroff le detuvo, diciendo:

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—Señor Cyrus, soy supersticioso. Abra usted al acaso y léanos el primer versículo con que tropiece su vista. Veremos si puede aplicarse a nuestra situación.

Cyrus Smith se sonrió, al oír la reflexión del marino y accediendo a sus deseos, abrió el Evangelio precisamente por un sitio donde había un registro que separaba las páginas. Se fijaron sus ojos en una cruz roja hecha con lápiz, que estaba al margen del versículo octavo del capítulo siete del Evangelio de San Mateo.

El versículo decía así:

Todo el que pide, recibe y el que busca, encuentra.

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