Parte 1 Capítulo 12. Fantasmas en la casa Sesemann

La señorita Rottenmeier y todo el personal al servicio de los Sesemann está alterado por una misteriosa presencia que durante las madrugadas se pasea por la casa llegando a abrir la puerta de la calle. Tiene que intervenir el mismo señor Sesemann para poner fin al misterio.

Parte 1 Capítulo 12. Fantasmas en la casa Sesemann

Hacía algún tiempo, la señorita Rottenmeier erraba en silencio por la casa, como ausente. Al oscurecer, cuando pasaba de una habitación a otra o atravesaba los largos pasillos, se volvía con frecuencia y miraba furtivamente a los rincones, como si temiera que alguien la siguiese sin hacer ruido y pudiese agarrarla por el vestido. Sola, no se atrevía a entrar más que en las habitaciones frecuentadas. Si tenía que hacer algo en el piso superior, donde se hallaban los elegantes cuartos de huéspedes, o en la planta baja, en la cual estaba la sala grande y misteriosa, donde cada paso despertaba ecos sonoros y en cuyas paredes pendían los retratos de los viejos consejeros con sus grandes cuellos blancos, mirando con severidad a cualquiera que pasara por allí, jamás dejaba la señorita Rottenmeier de llamar a Tinette para que la acompañara, por si «hubiera cosas que trasladar». Tinette procedía, por su parte, de la misma manera: cuando tenía algo que hacer en la planta baja o en el piso superior de la casa, rogaba siempre a Sebastián que fuese con ella, con el pretexto de que tal vez necesitara sus servicios. Pero lo más curioso del caso era que Sebastián procedía exactamente igual que Tinette. Cuando le mandaban a alguna parte alejada dentro de la casa, requería la ayuda de Johann, por si no podía llevar él solo lo que le habían mandado. Y aunque en el fondo nunca había necesidad de que dos personas se ocupasen del mismo asunto, todos respondían de buen grado a tales llamamientos, como si cada uno de ellos quisiera asegurarse de ese modo la buena voluntad del otro para semejantes servicios.

Y mientras eso sucedía en el primer piso, abajo, en el sótano, la vieja cocinera movía la cabeza delante de sus cazuelas, y repetía suspirando:

—¡Y que a mi edad tenga que ver estas cosas!

Lo cierto es que, desde hacía algún tiempo, sucedían cosas muy extrañas e inquietantes en la casa. Todas las mañanas, cuando los criados bajaban, hallaban abierta la puerta de entrada, sin que pudiesen descubrir quién fuera el autor de semejante acto. Los primeros días, los domésticos, muy asustados, exploraron todos los rincones de la casa para asegurarse de que no faltaba nada, pues se suponía que algún ladrón se había escondido en ella, esperando la noche para llevarse lo robado. Pero no echaron de menos ni un solo objeto en toda la casa. Llegada la noche, no sólo dieron dos vueltas a la llave, sino que también echaron el cerrojo. De nada sirvió: a la mañana siguiente la puerta estaba de nuevo abierta. Por muy temprano que se levantaran, los criados encontraban la puerta abierta de par en par, cuando las puertas y ventanas de las casas vecinas seguían cerradas y todo el mundo estaba aún durmiendo.

Sebastián y Johann, hartos de la situación, sacaron fuerzas de flaqueza y, cediendo a los insistentes ruegos de la señorita Rottenmeier, se prepararon para pasar la noche en la habitación contigua a la gran sala de la planta baja, y aguardar allí los acontecimientos. La señorita Rottenmeier les entregó algunas armas que pertenecían al señor Sesemann y además le dio a Sebastián una gran botella de licor, a fin de que no les faltasen ni armas de defensa ni medios confortantes. A la hora convenida, los dos criados se instalaron, pues, en la citada habitación y comenzaron por tomarse algunas copitas de licor. El primer efecto fue que sintieron deseos de charlar, pero rápidamente les entró sueño y, tumbados en sendos sillones, callaron. Cuando en el viejo reloj de la iglesia dieron las doce, Sebastián se despertó y llamó a su compañero, pero no consiguió despertarlo por mucho que lo intentara.

Sebastián, ya muy despabilado, se puso a escuchar atentamente. No se oía un solo ruido, ni en la casa, ni en la calle. El gran silencio le impresionaba y se le habían ido las ganas de dormir por completo. De vez en cuando volvía a llamar a Johann con voz muy baja y le sacudía ligeramente. Por fin, cuando el reloj daba la una, Johann abrió los ojos y tomó a la realidad, recordando el porqué de su presencia allí, en un sillón, en lugar de estar acostado en su cama. Se puso de pie y, adoptando aires de valentía, exclamó:

—Vamos, Sebastián, salgamos un poco a ver lo que sucede. ¿No tendrás miedo, verdad? Pues sígueme. La puerta de la habitación estaba entreabierta y Johann la abrió del todo al salir al vestíbulo. En el mismo instante una fuerte corriente de aire que procedía de la puerta de entrada apagó la vela que el criado llevaba en la mano. Johann retrocedió precipitadamente y casi tiró a Sebastián al suelo. Lo hizo entrar bruscamente dentro de la habitación, cerró la puerta y con mano temblorosa dio dos vueltas a la llave. Después sacó de su bolso una caja de cerillas y volvió a encender la vela. Sebastián no comprendía muy bien lo que había sucedido; oculto detrás de las anchas espaldas de Johann, apenas pudo notar la corriente de aire, pero cuando vio el rostro de su compañero a la vacilante luz de la vela, dio un grito de terror: Johann estaba pálido como la muerte y temblaba como una hoja.

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? ¡Habla! —exclamó Sebastián, lleno de ansiedad.

—¡La puerta de entrada… abierta! —balbuceó—, ¡y por la escalera una silueta blanca, Sebastián, que subía… y nada más!

Sebastián sintió un escalofrío en el cuerpo. Los dos hombres se sentaron muy cerca el uno del otro y no se atrevieron a moverse hasta que se hizo de día. Cuando la calle empezó a animarse, salieron juntos de la habitación, volvieron a cerrar la puerta de entrada, y subieron a dar cuenta a la señorita Rottenmeier de cuanto había sucedido. La dama, que no había podido conciliar el sueño en toda la noche, estaba ya esperándoles ansiosamente. Cuando hubo escuchado el relato de los domésticos, se sentó inmediatamente a la mesa y se puso a escribir una carta al señor Sesemann como éste probablemente jamás la había recibido. Le dijo, para empezar, que el susto le paralizaba los dedos. Luego le rogó que regresase inmediatamente a su casa, donde sucedían cosas inauditas. Y siguió un relato detallado de todo lo ocurrido. Terminó diciendo que, fuese lo que fuese, ya no había seguridad en su casa, puesto que la puerta volvía a estar abierta noche tras noche y era imposible predecir qué terribles consecuencias podría traer consigo tal estado de cosas. El señor Sesemann contestó por vuelta de correo, diciendo que no le era posible regresar así, de un día para otro; que esa historia de los fantasmas le sorprendía mucho y que esperaba que la cosa fuera un suceso pasajero, pero, dado el caso de que la tranquilidad de la casa volviera a verse en peligro, rogaba a la señorita Rottenmeier que escribiese a la señora Sesemann, su madre, pidiéndole que acudiera en su auxilio; no dudaba de que ésta acabaría muy pronto con aquellos fantasmas, los cuales, después de su visita, no se atreverían a volver en mucho tiempo. El tono de la carta disgustó a la señorita Rottenmeier. Lo encontró muy frívolo teniendo en cuenta las circunstancias. Se apresuró a escribir a la señora Sesemann, pero la contestación de ésta tampoco fue satisfactoria, y encerraba, además, algunas observaciones bastante molestas. Escribía la señora Sesemann que ella no pensaba de ninguna manera hacer el viaje de Holstein a Frankfurt tan sólo porque la señorita Rottenmeier tuviera miedo a los fantasmas. Por otra parte, jamás se había visto fantasma alguno en casa de los Sesemann y, si lo hubiese ahora, sólo podía ser uno de carne y hueso con el cual la señorita Rottenmeier debería llegar a entenderse. Y si no, le aconsejaba que contratara unos vigilantes nocturnos.

Pero la señorita Rottenmeier estaba muy decidida a terminar con los terrores y sabía cómo hacerlo. Hasta entonces había dejado que las niñas ignorasen el asunto de los fantasmas, porque temía que no quisiesen estar solas, ni de día, ni de noche, lo que hubiera tenido desagradables consecuencias para ella. Pero aquel día se fue derechito a la sala de estudio y, con voz misteriosa, les contó a ambas que un ser sobrenatural aparecía desde hacía algún tiempo durante la noche en la casa. Tan pronto como Clara lo oyó, exclamó que no quería permanecer ni un momento sola y que era absolutamente preciso que su padre volviese en seguida a casa. Declaró que la señorita Rottenmeier tenía que instalarse en su habitación para dormir y Heidi tampoco debía estar sola durante la noche, porque el fantasma podría subir hasta su cuarto y hacerle daño.

—Heidi se acostará también en nuestro dormitorio, señorita Rottenmeier, y dejaremos la luz encendida toda la noche. Y Tinette tendrá que dormir en el cuarto de al lado del mío y que Sebastián y Johann lo hagan también en este piso. Así, si el fantasma quiere subir la escalera, los dos pueden empezar a gritar y ahuyentarlo.

Clara estaba muy alterada y la señorita Rottenmeier tuvo que hacer grandes esfuerzos para calmarla. Le prometió que escribiría en seguida a su padre, que pondría la cama en su cuarto y que no la dejaría nunca sola. En cuanto a dormir las tres en una habitación, esto no podía ser, y si Adelaida tenía miedo, como era natural, allí estaba Tinette, que podía bajar su cama e instalarla en la habitación de la niña. Pero Heidi tenía más miedo a Tinette que a los fantasmas, de los que jamás había oído hablar, y declaró que no temía quedarse sola en su habitación.

La señorita Rottenmeier se apresuró luego a escribir otra vez al señor Sesemann para informarle de que las apariciones nocturnas, que no cesaban ni una noche siquiera, habían quebrantado la débil constitución de su hija, por lo que eran de temer serias repercusiones, ya que en semejantes casos se habían dado repentinas crisis epilépticas o accesos nerviosos y no sabía a lo que se exponía Clara si tal estado de cosas continuaba así.

Aquella vez había tocado en lo vivo. Dos días más tarde, el señor Sesemann llegó a la puerta de su casa y llamó con tanta fuerza que todos se sobresaltaron y se miraron, petrificados, porque creían que el fantasma había llevado su osadía al extremo de aparecer en pleno día. Sebastián echó una tímida mirada tras el postigo entreabierto del primer piso y en aquel instante se oyó una nueva llamada tan estridente que todos comprendieron que no era un fantasma el que llamaba.

Sebastián había reconocido la mano del dueño y se precipitó escaleras abajo para abrir la puerta. El señor Sesemann apenas lo saludó, subiendo directamente a la habitación de su hija. Clara lo recibió con un grito de alegría y cuando vio que ni el buen humor ni el aspecto de su hija se habían alterado, la expresión de su cara se serenó. Se puso aún más alegre cuando Clara le aseguró que se encontraba muy bien y que quedaba muy agradecida al fantasma porque motivaba el que su papá regresara a su lado.

—¿Y cómo está ahora nuestro fantasma, señorita Rottenmeier? —preguntó el señor Sesemann con sonrisa irónica.

—Señor —contestó aquélla con la mayor seriedad—, no se trata de una burla, y segura estoy que al señor mañana a estas horas ya no le quedarán ganas de reír, porque lo que vemos en esta casa todas las noches hace suponer que, aquí, en el pasado debieron pasar cosas terribles que se ocultaron.

—¿Ah, sí? Pues no sé nada de eso —respondió el señor Sesemann— y le quedaría muy reconocido si dejara de sospechar de mis honorables antepasados. Y ahora, diga a Sebastián que vaya al comedor, deseo hablar con él a solas.

Y sin añadir una palabra, se dirigió a la estancia contigua. A poco entró Sebastián. El señor Sesemann se había dado cuenta desde hacía algún tiempo de que las relaciones entre el criado y la señorita Rottenmeier no eran de las más cordiales. Este hecho le dio una idea.

—Acérquese, joven —dijo a Sebastián—, y respóndame con franqueza a lo que le voy a preguntar: no será acaso usted quien se ha divertido jugando a aparecidos para dar un susto a la señorita Rottenmeier.

—¡No, señor, le doy mi palabra de que no es así! ¡No vaya el señor a figurarse semejante cosa! Es más, yo mismo estoy asustado —contestó Sebastián con franqueza.

—Pues si es así, mañana le haré ver, a usted y al valiente Johann, qué aspecto tienen en pleno día los fantasmas. ¡Un hombre joven y fuerte como usted habría de avergonzarse de huir ante un fantasma! Y ahora vaya en seguida a casa del doctor Classen, dígale que le saludo y que le ruego que venga a verme esta noche a las nueve sin falta. Dígale que he venido expresamente de París para consultarle. ¡Y que se prepare para pasar aquí la noche ya que se trata de un asunto grave! ¿Ha entendido, Sebastián?

—Sí, señor; descuide el señor, que daré el recado tal como me lo ha dicho.

Sebastián se alejó y el señor Sesemann volvió al lado de su hija para tratar de disipar sus temores acerca de esta aparición que se proponía desenmascarar aquella misma noche.

A las nueve en punto, cuando la señorita Rottenmeier y las dos niñas acababan de retirarse, se presentó el doctor Classen. A pesar de sus cabellos blancos, tenía un rostro todavía joven y una mirada viva y amable. La cara de preocupación que tenía al entrar desapareció en cuando vio a su amigo. Se echó a reír y, dando al señor Sesemann una palmada en la espalda, dijo:

—Vamos, hombre, si es a ti a quien he de velar, he de confesar que no tienes muy mala cara.

—Paciencia, querido amigo —respondió el señor Sesemann—; ése a quien tienes que velar tendrá peor cara que nosotros cuando lo hayamos cogido.

—¿Entonces se trata de un enfermo en la casa, al que antes hemos de coger?

—¡Peor que eso, doctor, mucho peor! ¡Se trata nada menos que de un fantasma! ¡En mi casa!

El doctor estalló de risa.

—¡Gracias por tu compasión, doctor! —siguió diciendo el señor Sesemann— ¡Qué lastima que no esté aquí mi amiga Rottenmeier para oírte! Ella está firmemente convencida de que uno de mis antepasados está rondando por la casa para expiar Dios sabe qué horrendo crimen.

—Pero ¿ella cómo lo ha llegado a conocer? —preguntó el doctor, que seguía riéndose.

El señor Sesemann contó entonces a su amigo como, según los relatos de los domésticos, la puerta de entrada se abría misteriosamente cada noche. Añadió que, como convenía estar preparado a todo, había bajado un par de pistolas a la sala^onde quería montar la guardia; porque, o se trataba de alguna broma de mal gusto por parte de algún conocido de los domésticos, que quería asustarlos durante la ausencia del dueño de la casa —en cuyo caso un disparo al aire, para darle un buen susto, no le estaría mal—, o eran ladrones que querían acobardar a las personas de la casa haciéndoles creer en fantasmas para así trabajar con más seguridad, y, en este caso, tampoco estaría de más tener a mano las armas.

Mientras daba tales explicaciones a su amigo, el señor Sesemann descendió con él a la planta baja y los dos se instalaron en la misma habitación en la que Sebastián y Johann habían montado la guardia. Sobre la mesa se veían algunas botellas de buen vino que no eran de desdeñar si se trataba de velar toda la noche; al lado de ellas estaban las pistolas y, en medio de la mesa, dos candelabros iluminaban la sala, ya que el señor Sesemann no quería esperar la llegada del fantasma en la semioscuridad.

La puerta fue ligeramente entornada, para que sobre el pasillo cayera la menor cantidad de luz posible. Los dos amigos se instalaron cómodamente en sendos sillones y empezaron a contarse toda clase de cosas, interrumpiéndose de cuando en cuando para beber una copa de vino, y tan bien lo pasaron que sonó la medianoche sin que hubieran visto pasar el tiempo.

—Parece que el fantasma nos ha olido, no vendrá esta noche —observó el doctor.

—¡Ten paciencia! Dicen que no se presenta hasta la una.

Los dos amigos se enfrascaron de nuevo en su conversación, hasta que al fin dio la una. Todo estaba silencioso en la casa y en la calle. De pronto el doctor levantó el dedo.

—¡Pst! ¿No oyes nada, Sesemann?

Ambos escucharon atentamente. Oyeron, en efecto, muy claramente que alguien quitaba el cerrojo de la puerta, daba dos vueltas a la llave y abría. El señor Sesemann alargó la mano hacia el arma.

—¿No tendrás miedo? —preguntó el doctor, levantándose.

—Más vale ser prudente —susurró el señor Sesemann.

Con la mano izquierda levantó uno de los candelabros de tres bujías, con la derecha cogió la pistola y siguió al doctor Classen, que, precediéndole, llevaba, también él, un candelabro y una pistola. Silenciosamente penetraron en el pasillo.

Un débil rayo de luna entraba por la puerta abierta y a su resplandor se recortaba una silueta blanca e inmóvil.

Delante de ellos se hallaba Heidi, descalza y solo cubierta por un camisón
Delante de ellos se hallaba Heidi, descalza y solo cubierta por un camisón

—¿Quién va? —gritó el doctor con una voz formidable, que levantó eco en el extremo opuesto del pasillo.

Los dos amigos, armados de candelabros y pistolas, avanzaron resueltamente hacia la figura blanca. Ésta se volvió y dio un ligero grito: ¡delante de ellos se hallaba Heidi, descalza y sólo cubierta con el camisón! La niña miraba con cara aturdida las vivas llamas de las bujías y las armas, y se puso a temblar de pies a cabeza, como una hojita agitada en el viento. Los dos hombres la miraron mudos de asombro.

—Me parece, Sesemann, que ésta es tu pequeña aguadora —dijo por fin el doctor Classen.

—¡Niña! ¿Qué significa esto? —exclamó el señor Sesemann—. ¿Por qué has bajado y qué querías hacer?

Heidi, intensamente pálida, se quedó inmóvil delante de ellos y dijo con voz imperceptible:

—No lo sé.

Entonces el doctor se aproximó a ella y dijo:

—Sesemann, éste es un caso que me corresponde. Espérame en tu sillón, voy a llevar a la niña a su cama.

Y dejando el revólver, cogió a la niña paternalmente de la mano y subió con ella la escalera.

—No tengas miedo —le dijo afectuosamente al subir—, cálmate, que no ha pasado nada.

Al llegar a la habitación de Heidi, el doctor puso el candelabro sobre la mesa, levantó a la niña y la acostó en la cama, cubriéndola cuidadosamente. Luego se sentó a su lado y aguardó a que la pequeña se calmara y cesara de temblar. Tomó después una mano de Heidi entre las suyas y le habló bondadosamente:

—Ves, todo está bien ahora. Dime, ¿adónde querías ir?

—No quería ir a ningún sitio —contestó Heidi—; no sé cómo he bajado, porque de pronto me he encontrado allí.

—¡Ah! ¿Acaso has soñado algunas veces como si oyeses o vieses muy claramente algo?

—Sí, todas las noches sueño lo mismo. Sueño que estoy en la cabaña de mi abuelo, que oigo el murmullo de los abetos y entonces pienso: «¡Qué preciosas deben de estar las estrellas en el cielo!» y corro en seguida a abrir la puerta de la cabaña y todo está tan bonito fuera. Pero cuando me despierto, sigo estando en Frankfurt.

Heidi comenzó a luchar contra el nudo que tenía en la garganta.

—¡Hem!… ¿No te duele nada? ¿La cabeza? ¿La espalda?

—No, nada. Sólo aquí siento una cosa que me pesa como si llevara una gran piedra.

—¿Cómo si hubieses comido algo pesado que quisieras no tener en el estómago?

—No, no es eso, pero oprime como cuando se tiene ganas de llorar.

—¡Ah! ¿Acaso lloras mucho cuando sientes eso?

—¡No, no! No se puede llorar, porque la señorita Rottenmeier lo ha prohibido.

—¿Entonces haces siempre esfuerzos para tragarte las ganas de llorar, verdad? Pero dime: ¿te gusta estar en Frankfurt?

—¡Sí, mucho! —contestó Heidi muy bajito, pero el tono de su voz indicaba lo contrario.

—¡Ah! ¿Dónde vivías con tu abuelo?

—Siempre en la montaña.

—Pero debe de ser poco divertido estar siempre en la montaña. ¿No te aburrías a veces?

—¡Oh, no! ¡Estaba tan bien, tan bien!

Heidi no pudo continuar; los recuerdos, las emociones de la noche, las lágrimas largo tiempo retenidas, todo era demasiado para sus fuerzas. Empezó a llorar y sollozar amargamente.

El doctor se levantó y acarició suavemente la cabeza de la niña.

—Llora, llora, mi niña, que eso te hará bien. Luego dormirás tranquila y mañana, ya verás, todo se arreglará.

Y el doctor salió de la habitación.

Al entrar de nuevo en la sala de guardia donde le esperaba, ansioso, su amigo, se dejó caer en el sillón y explicó lo que acontecía.

—Sesemann, ante todo has de saber que tu pequeña protegida es sonámbula. No tiene en absoluto conciencia de que es ella el fantasma que ha abierto noche tras noche la puerta de entrada y sembrado el pánico en toda la casa. En segundo lugar, a esa niña le devora la nostalgia, lo que la enflaquece tanto, que parece un esqueleto y terminará siéndolo de verdad. Se impone ayuda urgente. Para curar el sonambulismo y su estado nervioso en general, no hay más que un remedio: llevarla lo más rápidamente posible a sus montañas, y para curar la nostalgia, el remedio es exactamente lo mismo, es decir: mañana ha de volver a su casa. ¡He aquí mi receta!

El señor Sesemann se había levantado y paseaba por la sala, presa de una gran agitación.

—¡Cómo! —exclamó—. ¡La niña está enferma! ¡Tiene nostalgia! ¡Ha adelgazado en mi casa! Y tú, amigo mío, ¿te imaginas que a esa niña, que entró fresca y lozana aquí, ahora la voy a mandar a su abuelo, estando enferma y delgada? ¡No, amigo mío, no me lo exijas, no haré eso de ninguna manera! Encárgate tú de la pequeña, trátala, cúrala, haz de ella lo que quieras, pero devuélvemela sana y fuerte. Entonces la enviaré al lado de su abuelo si ella lo quiere, pero antes tendrás que ayudarnos.

—Sesemann —dijo con seriedad el doctor—, reflexiona en lo que vas a hacer. El estado de la niña no se cura con píldoras y sellos. No tiene una constitución fuerte; sin embargo, si la enviaras ahora mismo, al aire tonificante de las montañas a las que estaba acostumbrada, puede restablecerse completamente, de lo contrario… ¿tú no querrás que Heidi vuelva a casa de su abuelo cuando ya no haya salvación, o que no pueda volver jamás allí, verdad?

El señor Sesemann, presa de pánico, se detuvo delante de su amigo.

—Si el mal es tan grave como dices, doctor, entonces sólo hay una cosa que hacer: obrar inmediatamente.

Y asiendo a su amigo por el brazo, el señor Sesemann se puso a pasear de un lado a otro de la habitación, hablándole detalladamente de lo que se proponía hacer. Después, el doctor se despidió, porque mientras ya había amanecido y por la puerta de la calle, que esta vez abrió el mismo dueño de la casa, penetraba ya la clara luz de la mañana.